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4 de septiembre de 2020 0

Gremios

Por Luis Ignacio Amorós

Todo carlista con una mínima formación sabe que los gremios son uno de los más importantes cuerpos intermedios, es decir, aquellas asociaciones sociales espontáneas, que surgen como los miembros de la sociedad orgánica, a través de los cuales se expresa la comunidad política por alguna una de sus numerosas vertientes. En este caso, la profesional.

Aunque la época de esplendor de los gremios fue la baja edad media (no casualmente la madurez del periodo conocido como la Cristiandad), su origen se remonta a las cofradías religiosas y luego laborales del Imperio romano (los llamados collegia). Su principal función era agrupar y defender los intereses de los profesionales de un ramo concreto, normalmente artes y oficios, o sea, artesanos.

El gremio era el centro neurálgico de cualquier artesano. Decidía el número de miembros que podía haber simultáneamente, para adecuarlos a la demanda, y evitar una perjudicial competencia excesiva, establecía salarios y precios mínimos para asegurar una retribución justa, defendía a sus asociados de los abusos ajenos o ante la justicia del rey, y se encargaba de controlar y reglamentar los cánones adecuados del arte, así como la formación de los nuevos profesionales.

Pero no sólo eso: el gremio era una especie de prolongación de la familia natural, en el modo de una familia profesional. Cada miembro del gremio debía destinar una parte de sus beneficios como cuota para el sostenimiento de diversos servicios: retribuciones en caso de baja por enfermedad o accidente laboral, pensión de viudedad y orfandad para la familia de un asociado si moría, contribución de servicio de atención médica si precisaba, incluso se le pagaba el funeral, entierro y ataúd. Asimismo, seguros de todo tipo, desde responsabilidad civil hasta vivienda. Algunos gremios tenían organizado un rudimentario sistema de viviendas sociales o préstamos a bajo interés a sus asociados, para que no tuvieran que acudir a los usureros en caso de necesidad. Y aún más importante que todo eso, el gremio representaba a todos sus asociados y familias ante otros gremios, los clientes y el gobierno municipal, en el que era frecuente que tuviese representación, fuese esta formal o informal, aportando sus puntos de vista y defendiendo sus intereses, porque esta, y no otra, es la función de los representantes frente a la potestad: luchar por las necesidades de sus representados concretos, y no las ideas abstractas de unos pensadores, o peor aún (y más común), los intereses espurios de unos partidos, como han devenido en la degenerada democracia liberal parlamentaria.

Naturalmente, como toda obra humana, el asociacionismo gremial también tiene sus vicios y se puede corromper. Por un lado, existe la tentación de reducir artificiosamente el número de profesionales, de modo que la remuneración por sus servicios se incremente de forma especulativa por el aumento de la demanda insatisfecha, creando una suerte de mafia profesional, y perjudicando a la comunidad humana a cuyo servicio están, así como retrasando o incrementando irrealmente el coste de los productos y servicios. Otra adulteración supondría la transmisión del saber y las plazas entre los familiares o favorecidos personales de los miembros del gremio, perjudicando no sólo el acceso libre de otras personas sino, a la larga, la propia eficiencia y capacidad profesional del gremio. Este tipo de perversiones se pueden corregir con un adecuado código moral deontológico profesional que debe inculcarse a todos los miembros, y la oportuna inspección de la autoridad correspondiente, pues la autogestión de la asociación tiene también su límite “por arriba” en la repercusión que su mala función pueda provocar a la comunidad política a la que sirve, y que está representada por sus magistrados.

Con el tiempo, aquellos oficios que precisaban estudios superiores fueron desgajando sus gremios del común y convirtiéndolos en los llamados colegios profesionales, con similares atribuciones (médicos, abogados, arquitectos, farmacéuticos, ingenieros, etcétera).

Ciertamente, la decadencia de los gremios comenzó mucho antes del liberalismo. Su anquilosamiento, en vez de resolverse por medio de la reforma y la restauración, fue aprovechado por los nuevos vientos del despotismo ilustrado para su liquidación. A mediados del siglo XVII, a la vez (y no por casualidad) que se acababa con la Cristiandad y se implantaba la Europa de las naciones, descubrieron algunos vivos (franceses e ingleses, principalmente) que la libertad de capitales aumentaba la prosperidad y la riqueza de las naciones. O por decirlo mejor, de algunos pocos en las naciones. Para alcanzar esa riqueza, era necesario eliminar el obstáculo que suponían los privilegios que organizaciones como los gremios poseían, y que regulaban el mercado de bienes y servicios salvaguardando el bienestar de sus asociados por encima del mero crecimiento de la masa de productos y beneficios. Con la excusa de favorecer al consumidor, a la nación o a la libertad, los gabinetes ilustrados, ya de forma descarada en el siglo XVIII, abolieron cuanta capacidad política y autoridad profesional y comercial tenían los gremios, hiriéndolos de muerte, en nombre del lucro privado (los anglosajones) o público (los continentales).

Naturalmente, llegados los liberales al poder en todas partes a lo largo del siglo XIX, los cuerpos intermedios fueron privados de cualquier autonomía, por desafiar la soberanía de la constitución y la Asamblea Nacional de turno: a partir de entonces, el omnipresente estado regularía la formación, las condiciones laborales y las retribuciones o precios. Los gremios artesanos quedaron desfondados, reducidos a su mera función de asistencia corporativa, aunque los colegios profesionales pudieron mantener cierta importancia social (que no política). Con la llegada de los totalitarismos en el siglo XX, incluso esas funciones asistenciales les fueron arrebatadas, y transferidas al estado, monopolizador en adelante de todas las atenciones y cuidados sociales (pensiones, salud, educación, subsidios, etcétera), que ya no serían gestionadas por los gremiales, principales interesados en una atención de calidad a precios ajustados, sino por el benéfico gestor de la cosa pública, derrochador y descuidado por sistema, pero, eso sí, muy celoso guardián de la “igualdad de acceso y oportunidades”. Al menos de cara a los demás, porque ya se sabe que en todo totalitarismo (sea descarnado o encubierto), todos son iguales, pero los miembros del partido interior son más iguales que los demás.

En realidad, el gran problema de los gremios fue que sólo alcanzaron a las profesiones más boyantes y mejor organizadas. Grandes sectores de trabajadores, principalmente los menos especializados, quedaron desarticulados y a expensas de la benevolencia o abusos del patrono de turno. Cuando el patrono no fue ya más la transigente Iglesia o el diletante noble, sino el burgués empeñado en el lucro a toda costa (porque de ahí venía la “riqueza de las naciones”), entonces el trabajador humilde pasó a convertirse en proletario, y a poco en explotado. Y de ahí viene, ni más ni menos, todo el caldo de cultivo y la carne de cañón de la que se aprovecharon los filósofos de la revolución socialista en sus diversas variantes (fuesen anarquistas, marxistas o nacionalistas), por la cual nos han venido las peores tiranías de la historia, que son las sufridas en el último siglo en todo el mundo.

De haberse generalizado la constitución de asociaciones profesionales en todas las ramas del trabajo, asociaciones centradas exclusivamente en la defensa de los intereses de sus miembros y del mejoramiento de su arte, y ajenas a contaminaciones ideológicas por las sucursales obreras de los partidos revolucionarios, es probable que el marxismo, el anarquismo o el fascismo jamás hubiesen salido de los cenáculos académicos o las redacciones de los periódicos donde se incubaban esas utopías que indefectiblemente acababan en la tiranía y el asesinato masivo. El orden y la justicia social hubiesen podido ser preservados en algún modo, y nos hubiésemos ahorrados terribles guerras, matanzas, miseria y hambre en las proporciones descomunales en las que las hemos sufrido desde que el mal llamado “Antiguo Régimen” fuese abolido, para inaugurar el reinado de satanás y sus obras.

Por su egoísmo y avaricia, el liberalismo que antepone el capital y el beneficio acabó con las asociaciones sociales que regulan y amortiguan los efectos perniciosos del libre mercado, porque anteponen el bienestar de sus miembros al mero lucro. Y de ese modo abrió la puerta a la facción totalitaria de la revolución (herederos orgullosos todos del comité de salud pública y la guillotina en la plaza mayor), apóstoles redentores de los despojados de sus derechos por sus predecesores los liberales moderados.

El carlismo político reivindica los gremios, y procura constituir o reanimar el asociacionismo profesional, pero a mi juicio aún debe avanzarse más en ese camino. Hace falta reivindicar los gremios como elemento político, como defensa de los profesionales y obreros responsables y laboriosos, y como barrera frente a la revolución posmoderna, normalmente encabezada por vagos y vividores, tan violentos como perezosos (o incapaces) para el trabajo bien hecho.

Es obvio que las raíces de los males de la cultura occidental en los países ex-cristianos son más profundas, y tienen que ver con la apostasía y la deificación del individuo, del estado o de la nación, pero el elemento gremial y su significado no es menor. Después de la religión y la familia, es probable que (junto al municipio) el ancla social más relevante sea el trabajo y las relaciones que engendra en todos los órganos comunitarios (todos necesitamos las capacidades y habilidades de los demás). Reivindiquemos los gremios como asociacionismo profesional, expulsando al estado del monopolio de la formación y reglamentación de los oficios. Defendamos su capacidad de protección social, para acabar con ese “estado del bienestar” que es la excusa con la que se justifica una monstruosa e ineficaz burocracia, buena sólo para la corrupción y el control social. Y sobre todo, luchemos por su representatividad política, para acabar con el monopolio de las mafias de los partidos y del ciego e irreal “un hombre, un voto”, asiento y justificación de todas las tiranías.

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