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16 de marzo de 2017 0

Iberia, bay; Hispania, non (5)

Ortega y Gasset

Hasta ahora, por lo que llevamos visto sobre la concepción superestructural de España, puede que hayamos pensado que éste concepto parece haber operado -desde el siglo XIX- exclusivamente a favor de la fragmentación territorial de España o con afán disolvente, pero esta primera impresión no sería exacta. El concepto superestructural es de índole metapolítica y contiene una virtualidad que no se agota en la instrumentalización que de él se ha hecho (y hace) por los nacionalismos centrífugos o las izquierdas mundialistas que hacen su comparsa.

Aristóteles nunca llamó “metafísica” a su famoso libro titulado “Metafísica”, sino que hablaba de “filosofía primera” para esa “ciencia del ser en cuanto ser“. Y con el mismo derecho podríamos decir que, para nosotros, “metapolítica” sería algo así como “política primera”: y si no es una ciencia, sí que la metapolítica vendría a ser una labor intelectual invisible como las esencias; previa y también condición de posibilidad para la política visible que luego se hace o deshace. La metapolítica estudiaría y articularía de este modo conceptos que están en la base de un accionar político eficaz, así como se ocuparía de disputar la hegemonía cultural que se ejerce en la opinión pública; y se ha demostrado que eso, cuando se hace, resulta efectivo, aunque -lo sentimos por los impacientes- tiene frutos a medio o largo plazo.

El concepto superestructural de España lo habían ensayado implícitamente los liberales (sedicentes “comuneros”) contra el absolutismo y se prolonga en el federalismo hasta desembocar en los nacionalismos separatistas y en la izquierda no-jacobina; eso lo sabemos ya, si se me ha leído “Iberia bay, Hispania non” (1, 2, 3 y 4); pero la izquierda españolista y centralista también emplearía el concepto, sazonándolo a su sabor.

El 23 de marzo de 1914, en el Teatro de La Comedia, D. José Ortega y Gasset pronunciaba una conferencia con la que arrancaba aquel proyecto, alumbrado por hombres de la Generación del 14 a la cabeza de los cuales estaba Ortega: la Liga de Educación Política Española. El título de la conferencia era “Vieja y nueva política“. Y el filósofo madrileño empleó a discreción el concepto superestructuralista de España. Lo vemos hacerlo así cuando dice: “La España oficial consiste, pues, en una especie de partidos fantasmas que defienden los fantasmas de unas ideas y que, apoyados por las sombras de unos periódicos, hacen marchar unos Ministerios de alucinación“. El párrafo recibió una aclamación del auditorio que merece que la consignemos (“Aplausos”, pone en mi edición) y mucho me engaño si no la aplaudiremos todavía, los que hoy (en España, año 2017) leemos esos renglones orteguianos, pues pareciera que describen a la perfección nuestra situación actual.

Poco tiempo antes Joaquín Costa había llegado a una conclusión semejante a la de Ortega, escribiendo que la oligarquía del sistema turnista “…forma un vasto sistema de gobierno, organizado a modo de una masonería por regiones, por provincias, por cantones y municipios, con sus turnos y sus jerarquías, sin que los llamados ayuntamientos, diputaciones provinciales, alcaldías, gobiernos civiles, audiencias, juzgados, ministerios, sean más que una sombra y como proyección exterior del verdadero Gobierno, que es ese otro subterráneo, instrumento y resultante suya, y no digo que también su editor responsable, porque de las fechorías criminales de unos y de otros no responde nadie. Es como la superposición de dos Estados, uno legal, otro consuetudinario: máquina perfecta el primero, regimentada por leyes admirables, pero que no funciona; dinamismo anárquico el segundo, en que libertad y justicia son privilegios de los malos, donde el hombre recto, como no claudique y se manche, sucumbe.

Ni en Ortega ni en Joaquín Costa podremos hallar ni una sombra de separatismo. Ambos, eminentes intelectuales, son hombres de izquierda, pero no creo que se les pasara por la cabeza borrar de los mapas el nombre de España. Y menos sospechoso de esa aversión sería José Antonio Primo de Rivera que en 1935 escribía: “Os llamamos a la labor ascética de encontrar bajo los escombros de una España detestable la clave enterrada de una España exacta y difícil“.

José Antonio Primo de Rivera -en 1935- todavía confiaba en los “cimientos populares” de España, pero denunciaba que sobre ellos había un montón de escombros -la España oficial con sus políticos de izquierda y derecha- que había que retirar para descubrir nada más y nada menos que la “clave” de España, soterrada por esa montaña de cascotes. La metáfora acuática -España en el fondo del lago de Unamuno, Iberia sumergida de Celaya- se ha tranformado aquí en metáfora arquitectónica. En un discurso pronunciado en el Campo de Criptana (en la primavera de 1935), el cofundador de la Falange Española de las JONS será incluso más explícito:

Vosotros sois la verdadera España: la España vieja y entrañable, sufrida y segura, que conserva durante siglos la labranza, los usos familiares y comunales, la continuidad entre antepasados y descendientes (…) Pero sobre vosotros, oprimiéndoos, deformando la España verdadera que constituís, hay otra, artificial, infecunda, ruidosa, formada por los partidos políticos, por el Parlamento, por la vida parasitaria de las ciudades“.

Se pone de manifiesto que el concepto superestructural de España no pertenece exclusivamente ni al discurso nacionalista centrífugo ni al izquierdista (aunque son, sin ninguna duda, los que mejor provecho le han sacado al mismo), pero también podemos hallar que se delinea en el discurso nacionalista español, nada más y nada menos que en el falangista. Que algo así como el concepto superestructural pueda servir a propósitos que, a primera vista, son tan opuestos me ha hecho pensar siempre que el concepto envuelve alguna verdad, como si en una boñiga de vaca se ocultara un diamante.

Entre los pocos politólogos españoles que han abordado este tema figura Miguel Ángel Quintanilla Navarro con su artículo “España como superestructura“, pero a poco que el curioso lector haga por leerlo se ve que -sus razones tendrá- dicho autor ha prescindido de hacer lo que aquí trato de hacer yo: un recorrido histórico.

Enarbolar el concepto superestructural de España a manera de “producto” ideológico al que ponerle una calavera y dos tibias, como se usa hacer con los frascos que contienen materiales tóxicos, no me parece que sea lo congruo, puesto que -no sé el lector, pero yo sí- se barrunta que aquellos que nos imponen sus políticas -la España oficial- cada día tienen que ver menos con nosotros, no comparten nuestras fatigas ni tampoco están por la labor de dar respuesta a los problemas que nos acucian como españoles… o iberos (poco importa ahora -informo- para el caso).

A ver si, queriéndolo Dios, mañana vemos un poco más de los iberos.

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