Iberia bay; Hispania non
El título de este primer artículo reza: “Iberia, bay*; Hispania, non” (“Iberia, sí; Hispania, non”) y corresponde a un verso del poemario “Iberia sumergida” de Gabriel Celaya.
En el año 1808, Mariano Luis de Urquijo le escribía a Gregorio García de la Cuesta, capitán general de Castilla:
“Nuestra España es un edificio gótico compuesto de trozos heterogéneos con tantos gobiernos, privilegios, leyes y costumbres como provincias. No tiene nada de lo que en Europa se llama espíritu público. Estas razones impedirán siempre que se establezca un poder central lo suficientemente sólido para unir todas las fuerzas nacionales”.
En estos renglones del ilustre afrancesado aflora tempranamente la conciencia de fracaso que ha experimentado toda mente ordenancista y unitaria, fraguada en los moldes obsoletos de la Ilustración del XVIII, ante la articulación de España. Frente al viejo edificio del Antiguo Régimen que es la España del XVIII y el XIX, los tanteos modernos descubren su propia ineptitud para poder “ordenar” y “unir” la abigarrada diversidad de las partes de España. Urquijo cree que la falta de “espíritu público” explicaría la imposibilidad de centralizar el poder para de ese modo unir todos los fragmentos tradicionales.
Más tarde, en la primera mitad del siglo XX, José Ortega y Gasset escribiría un libro cuya brillantez ha ofuscado a no pocos, me refiero a “España invertebrada“, y en él escribiría en tonos lapidarios: “Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho“.
Párrafos y renglones tan bien cincelados siempre pueden servir para indicarnos el camino; no obstante, la actitud más cómoda y frecuente es quedarnos mirándolos de hito en hito y, de ese modo, justificar la inoperancia petrificándonos. ¿Sería, como pensaba Urquijo, el “espíritu público” el factor que nos falta? ¿Llevaría razón Ortega en otorgar a Castilla el ambivalente mérito de haber hecho a España y, por otra parte, haberla deshecho?
Lo cierto es que el problema de esa vertebración de España persiste. El hecho de que la izquierda y los nacionalismos centrífugos hayan abrazado un concepto superestructuralista de España es índice de que la cuestión está sin resolver. ¿Qué es la concepción superestructuralista de España?
La idea tiene sus remotos antecedentes en la revolución francesa. En Francia, una serie de teorías asumidas por no pocos revolucionarios habían conducido a identificar a “Francia” con la superestructura estatal del Antiguo Régimen: monárquica, aristocrática y clerical, herederas de Clodoveo y los “francos”, mientras que al pueblo francés se le vino a identificar con la ancestral “Galia” de Vercingétorix. En palabras de George Douglas Howard Cole la izquierda percibió al Estado como “un poder externo superpuesto a sus súbditos, y no como un organismo que representa la amplia masa de los ciudadanos”: la Francia del Antiguo Régimen era un poder externo y artificial, mientras que a la masa popular se le persuadió de sus presuntos orígenes celtas. Esto daría como resultado un “país oficial” (al que combatir hasta su derrocamiento) y un “país real” que encontraba sus hipotéticos orígenes en el sustrato celta.
Aunque de manera mucho más atenuada, algo parecido vino a ser adaptado aquí en España por los revolucionarios españoles de la primera mitad del siglo XIX. Así podría comprenderse mejor el fenómeno que constituye la llamada Confederación de los Caballeros Comuneros Españoles (también conocida como Comunería, Sociedad de los Caballeros Comuneros o Hijos de Padilla) Esta sociedad secreta y conspirativa, fundada en 1821, presenta en lo que se nos alcanza de ella, todos los indicios de haber operado una lectura selectiva de la Historia de España (en concreto de la revuelta de los Comuneros contra Carlos I de España y V de Alemania); fue así como, adoptando como elemento constitutivo el mito de los comuneros del siglo XVI, se incorporaba así al discurso revolucionario liberal un concepto superestructuralista del “Estado Español”. De ese modo, recurriendo a los comuneros históricos como conspicuos ancestros autóctonos, los revolucionarios decimonónicos podían alegar una genealogía y una legitimidad histórica en su lucha contra la “superestructura” que suponía el absolutismo de Fernando VII. La misma jerga de esta facción exaltada (sus logias se llamaban “torres”, p. ej.), la escenografía que estructuraron en sus reuniones, los mismos símbolos (el color morado; que pasaría más tarde a la franja de la bandera tricolor de la II República Española), etcétera… Muestran a las claras que, por encima de la anécdota, la sociedad comunera ensayó, quizá por vez primera, los rudimentos de la dialéctica revolucionaria contra el poder estatal, apelando a tan remotos antepasados.
La revolución selló el divorcio entre una España artificial que había que destruir (la Monárquica, católica y tradicional) y una España nueva que la revolución se las prometía en construir, pero que -por supuesto- no construyó. El concepto superestructuralista de España en su dimensión política estaba servido, pero a lo largo de todo el resto del siglo XIX, la revolución fue ahondando en ese concepto, sometiéndolo a nuevas adaptaciones y, a la postre, afectando en posteriores momentos a la auto-conciencia de las partes componentes de España.
Pero eso lo veremos, si Dios quiere, pronto.
*Bay: según mi edición de “Iberia sumergida”, el término trae esta grafía, aunque en euskera es más común escribir “bai” por “sí”.