Iberia, bay; Hispania, non (2)
“Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho“ –dijo Ortega y Gasset. Pero, ¿es aceptable esto? Desde los parámetros del concepto superestructuralista de España, no. Sólo desde los presupuestos de su liberalismo unitario podía Ortega expresarse tan categóricamente.
Desde el lado de nuestros “superestructuralistas”, Castilla no ha sido artífice de la unidad de España; la unidad ha sido forzada por poderes externos superpuestos a la base multi-étnica y, por ende, oprimiendo también a Castilla; así puede expresarse Francisco Pi y Margall: “Castilla fue, entre las naciones de España, la primera que perdió sus libertades; las perdió todas en Villalar, bajo el primer rey de la casa de Austria. Esclava, sirvió de instrumento para destruir las de los otros pueblos; acabó con las de Aragón y las de Cataluña bajo el primero de los Borbones”. Pi y Margall escribe “Las nacionalidades” en 1877, por lo que puede comprobarse que el “mito comunero”, acuñado por los “Hijos de Padilla” en 1821, sigue operante a lo largo de toda la centuria como motivo (tal vez nebuloso, pero persistente) al que remitir la lucha revolucionaria contra el poder estatal. La “nación histórica” será, para los federalistas de Pi y Margall, el Estado unitario que se ha hecho mediante la imposición, ahogando las fuerzas infraestructurales de lo que el mismo Pi y Margall llama “pueblo eterno” que sería la auténtica España en su diversidad de nacionalidades.
Antonio Machado Álvarez, alias “Demófilo”, padre de los hermanos poetas Machado, entenderá que el fracaso de la república federal a la que él se adhirió podía hallarse en la ignorancia que las elites políticas tenían sobre la realidad concreta de ese “pueblo eterno” que era el español. Por eso lanza en 1881 la Sociedad “El Folk-lore Andaluz” y, a partir de instituir ésta primera, concibió la idea de ir creando sociedades análogas en todas las regiones de España, para recopilar y estudiar las tradiciones y los folclores locales, inspirándose en la línea antropológica marcada por su amigo Hugo Schuchardt. “Demófilo” participaba del supuesto “superestructuralista”, aunque en una dimensión más cultural que política: “La obra del pueblo español, la del primero y más importantes de los factores de la historia patria, ha sido completamente desatendida hasta aquí, y por nadie estudiada; diríase, o que en España no ha existido pueblo, o que su papel se ha limitado sólo al tristísimo simbolizado en aquella fórmula que ha hecho considerar a algunos de nuestros concilios como el origen de nuestras Cortes: omni populo asentiente, esto es, media docena de infelices que movían afirmativamente la cabeza cuando hablaban el obispo o el magnate que les proporcionaba el sustento.” Esto es, el “pueblo eterno” no ha pintado nada en la historia, pues otra vez la “superestructura” dominante lo ha silenciado.
En 1884 se creaba la Sociedad del Folk-lore Vasconavarro, de la que sería secretario el joven Miguel de Unamuno. En Unamuno también podría descubrirse el fondo “superestructuralista”, más explícitamente en su etapa federalista, pero siempre presente, aunque fuese en estado de latencia, en uno de sus pensamientos nucleares: el de la intrahistoria. A la génesis de la “intrahistoria” unamuniana he tenido ocasión de dedicarle un artículo: “El origen a descubrir de un “pensamiento cardinal” unamuniano: la ‘intrahistoria’”; para no abusar de la paciencia del lector, le ofreceré muy sucintamente la conclusión de esa indagación: la “intrahistoria” de Unamuno consiste en la traslación de nociones biológicas (en concreto “el plasma germinativo” de Weismann) al campo de las “ciencias humanas”, llamémosle genéricamente así.
Pero en lo que nos incumbe aquí, la “intrahistoria” supone otra variación del mismo asunto de la noción “superestructural” de España. En “Paz en la guerra”, Unamuno escribe: “Por debajo de las nacionalidades políticas, simbolizadas en banderas y glorificadas en triunfos militares, obra el impulso al disloque de ellas en razas y pueblos más de antiguo fundidos, ante-históricos, encarnados en lenguajes diversos y vivificados en la íntima comunión privativa de costumbres cotidianas peculiares a cada uno”.
La “intrahistoria” de Unamuno es, cabalmente entendida, una negación rotunda de la Historia, por eso el cura Manuel (de “San Manuel Bueno, Mártir”) puede decirle a su discípulo Lázaro, cuando ambos -en uno de sus paseos- divisan a una joven cabrera en un picacho de la montaña: “Esa zagala forma parte, con las rocas, las nubes, los árboles, las aguas, de la Naturaleza y no de la Historia”. La “intrahistoria” se revela ahí (hay otros pasajes unamunianos similares) en la estampa de una mocita al margen de todo el ruido que arma la historia con sus revoluciones y choques. En “San Manuel Bueno, Mártir”, el asunto de la “intrahistoria” está muy presente. No desde otro enfoque que el intrahistórico cabe entender el desdoble que se establece entre el pueblo de Valverde de Lucerna, donde tiene lugar la acción de la novela, y el otro pueblo de “Valverde de Lucerna”, éste otro sumergido en el fondo del lago: “…yo oía las campanas de la villa que se dice aquí que está sumergida en el lecho del lago –campanadas que se dice también se oyen la noche de San Juan- y eran las de la villa sumergida en el lago espiritual de nuestro pueblo”. La villa que yace bajo las aguas lacustres y que insistentemente refieren los personajes en la novela, viene a ser “el cementerio de las almas de nuestros abuelos, los de nuestra Valverde de Lucerna…, ¡feudal y medieval!.”
De este modo podemos decir que, en Unamuno, también subyace una concepción superestructural de España; en su caso, la Historia toda es la superestructura que constriñe a la “intrahistoria”. Y la conclusión a la que parece que nos quiere llevar es la necesidad de negar la Historia, para poner a salvo la Naturaleza en cuyos rumores profundos habría que buscar al “pueblo eterno” de España (y, también, cierta “inmortalidad”). El rechazo del tradicionalismo y del liberalismo es, en Unamuno, motivado por la misma razón: tradicionalismo, liberalismo, socialismo, cualquier producto ideológico que se quiera sería algo artificial y accesorio que oculta lo que él considera la “tradición verdadera”.
Estos federalistas, precursores (Pi i Margall) o epigonales (Machado Álvarez y Unamuno), tienen claro que es de rigor cuestionarse los modos como España ha llegado a su unidad o dan por sentado que la unidad ha sido impuesta con desdén hacia el pueblo, pero pugnan honestamente (aunque cada uno con sus defectos) por ensayar una forma nueva que dote de unidad a España en la pluralidad subyacente. Pero esa buena intención no tardaría en crujir.