Pesimistas con esperanza
(por Javier Urcelay)
A menudo se nos acusa de pesimistas y desesperanzados, como si una cosa tuviera que ver con la otra.
El cardenal Ratzinger cuenta una anécdota que ilustra bien los riesgos de cierta clase de optimismos[i]. En la primera mitad de los años 60 del siglo XX, una persona de su círculo hizo un viaje a Holanda, cuya Iglesia daba mucho que hablar por entonces: para unos era la adelantada de una Iglesia como la modernidad reclama, mientras que otros la consideraban como síntoma de una ruina consecuencia de ciertas actitudes que en ella proliferaban.
Con cierta curiosidad, dice Ratzinger, esperábamos el informe que nuestro amigo nos entregó a su regreso. Como era un hombre honrado y un observador riguroso, en el informe se relataban escrupulosamente todos aquellos fenómenos de descomposición que con frecuencia habíamos oído: seminarios vacíos, órdenes religiosas sin jóvenes, sacerdotes y religiosas que daban masivamente la espalda a su vocación, desaparición de la confesión, descenso dramático de la asistencia a misa y así sucesivamente. También se reflejaban en el informe los nuevos experimentos que se llevaban a cabo, que no podían modificar los signos del ocaso, sino más bien confirmarlo.
La verdadera sorpresa del informe fue, sin embargo, la valoración final que el mismo hacía: a pesar de todo se trataba de una Iglesia magnífica, pues en parte alguna había pesimismo, todos afrontaban el mañana llenos de optimismo. El fenómeno del optimismo general hacía olvidar la decadencia y los estragos, bastando por si mismo para compensar todo lo negativo.
Escribe Ratzinger: “En silencio reflexioné sobre el particular: ¿Qué diríamos de un hombre de negocios que solo escribiera números rojos, pero que, en vez de reconocer el mal, buscar remedio para el mismo y cambiar valientemente el rumbo se recomendara a sus acreedores solo por optimismo? ¿Qué deberíamos opinar de un optimismo opuesto completamente a la realidad?”.
El optimismo no solo no tiene nada que ver con la esperanza, sino que a veces pueden ir en dirección contraria.
Ser optimista ante la evolución y perspectivas del mundo moderno, construido sobre la supuesta autonomía del hombre –Homo deus– y el mito del progreso, traídos por la Ilustración y la Revolución Francesa, es negar las evidencias de una realidad que apunta más bien al desastre en todos los órdenes. Y le ahorro al lector la enumeración de los síntomas.
Nada tiene que ver ese optimismo con la esperanza, sino que más bien es su contrario.
Ser hombre de esperanza es ser creyente, creer que Dios existe. Sin fe, no hay esperanza. Creer no es meramente aceptar que tal vez exista en algún lugar un ser superior, del que, por lo demás, no sabemos más, pues no se hace notar, sino creer que Dios es Dios, es decir, que ni el mundo le es indiferente ni se le ha ido de las manos.
En la época actual, es preciso tener confianza en que Dios -sólo Él- es capaz de traer la salvación en estas horas del mundo. Esa es nuestra esperanza.
Cuando como cristianos, abandonamos esta convicción y opinamos que somos los hombres mismos los que encontraremos el camino, dejando de confiar en Dios y reduciendo su presencia al ámbito privado -como pretende el optimismo antropológico hoy dominante-, le cerramos las puertas a Dios: “el mundo se tornará ingobernable e incurable”, profetiza Ratzinger.
Tener esperanza no consiste en un iluso optimismo que lleve a ignorar la decadencia y los estragos a los que asistimos, sino creer que el mundo debe abrirse a Dios, porque Él quiere y puede actuar.
Cristo reina sobre el universo.
Incluso cuando obra de modo distinto a nuestros planes.
[i] Joseph Ratzinger: Cooperadores de la verdad. Madrid: Rialp, 2021, páginas 362 a 364.