¡Organiza! (Que alguien haga algo, nº 39)
por Javier Garisoain
¡Qué fácil es empezar y qué difícil perseverar! Dejarse llevar por el impulso, el calentón, la rabia o la euforia es algo que nos hace humanos, aunque no nos aleja demasiado de nuestra parte más animal. Todos, por muy noble que sea un impulso momentáneo, damos lo mejor de nosotros mismos a lo largo del tiempo, cuando perseveramos en un ideal, en una entrega, en una lucha, siguiendo un plan, obedeciendo a una jerarquía, persiguiendo unos objetivos bien definidos y bien sopesados, organizando lo que de nosotros depende y sometiéndonos a una organización prudente. El éxito vocacional, el matrimonial y el familiar empiezan a llegar cuando se pasa del enamoramiento a ese amor verdadero que consiste en dar la vida por el otro. Lo mismo sucede en la vida social y política. Allá donde se nos pida dar la vida no en un único momento heroico sino a lo largo de mil momentos cotidianos.
Cualquier organización implica dos cosas: una acción en compañía de otros y al servicio de unos objetivos razonables y razonados. Allí donde falta organización se abre la puerta al egoismo, a la tiranía, al puro instinto, al devaneo y a la pérdida angustiosa de tiempo y energías. En el mejor de los casos, sin organización, se logran momentos de descanso y esparcimiento pero es imposible construir nada sólido. Podrá levantarse una cabaña, podrá ganarse una escaramuza, podrá hacerse uno merecedor de un pequeño milagro. Pero no se podrán erigir catedrales, no podrá haber gobiernos justos, no podrá alcanzarse el milagro de la paz. La organización tiene mala prensa entre las corrientes espiritualistas, como si el uso de la razón y la prudencia fueran necesariamente una puerta cerrada a la Gracia. No es verdad, todo lo humano puede y debe ser sobrenaturalizado, también los reglamentos, los estatutos, las normas y los protocolos.