Mick Jagger, Pedro Sánchez y los condicionantes que nos condicionan
(por Javier Urcelay) –
¡Menudo descubrimiento la película “Una obra maestra” ! Bastante inmoral, pero una de las películas más inteligentes y originales que he visto. Dirigida en 2019 por Giuseppe Capotondi y con guion de Scott B. Smith basado en el libro “The burnt Orange heresy”, de Charles Willeford, está protagonizada por Claes Bang, Elizabeth Debicki, Donald Sutherland y Mick Jagger, al que sorprende ver con magníficos registros como actor.
James Figueras, un prestigioso crítico de arte, tiene un encuentro con una admiradora estadounidense que asiste a una de sus conferencias. Prendado de ella, la invita a acompañarle en el lago de Como a casa de un cínico coleccionista y tratante de arte llamado Joseph Cassidy -papel al que da vida el cantante de los Rolling-, quien les espera con una misteriosa petición que le obsesiona: hacerse con una obra del pintor Jerome Debney como sea.
La ficha técnica la presenta como una cinta de suspense con ecos de cine negro en torno al caprichoso mundo de los marchantes de arte. Pero la película es mucho más que eso.
El alma de Nora
Les invito a ver los primeros cinco minutos. Figueras imparte una conferencia proyectando la imagen de un cuadro abstracto y aparentemente vulgar. Pregunta al auditorio: ¿Qué les suscita este cuadro? Y se responde: indiferencia. No les conmueve. No despierta ningún interés. Pinceladas burdas y toscas. Es casi la pintura de un niño…
Su autor, empieza a explicar sin embargo el conferenciante, es Niels Singen. Participó en la resistencia antinazi en Noruega, como su hermana, y ambos fueron detenidos e internados en un campo de concentración. Niels sobrevivió pintando retratos de los oficiales del campo, algo de lo que se avergonzó muchísimo después de la guerra. Por ello se prometió dos cosas: nunca más pintar la figura humana, y no tocar nunca más un pincel. Y de ahí el trazo burdo de su pintura. Todo está pintado con espátula…y con los dedos.
Singen tituló el cuadro “Nora” en recuerdo a su hermana, que murió de tuberculosis contraída en el campo de concentración. Esta forma -Figueras señala en el cuadro un simple rastro de pintura verde-, representa el alma de Nora zafándose de sus ataduras terrenales.
Este cuadro fue la última obra de Niels Singen. Muerta Nora, el pintor se negó a comer durante 27 días y siguió trabajando en el lienzo. Este detalle -y Figueras señala otro trazo de pintura sin forma en el cuadro- fue el último detalle que incluyó, que podemos interpretar como una carta de suicidio.
Apoderado de su auditorio, que le sigue boquiabierto, Figueras pregunta orgulloso: Ahora parece un cuadro diferente, ¿no? Hay una tragedia en él y una técnica que no habían visto antes, y todo ello por lo que yo, como crítico, he compartido con ustedes. Podría decir que yo he moldeado su experiencia con este cuadro.
El diestro remata la faena preguntando: ¿Alguien quiere una copia del cuadro? Todo el público levanta la mano.
A continuación, después de un teatral silencio, continúa: voy a compartir un último detalle con ustedes. Todo lo que acabo de contarles sobre Niels y Nora es mentira. Soy yo quien ha pintado el cuadro. Y es un bodrio. Lo he hecho en poco menos de media hora y no son más que brochazos dados sin cuidado ni inspiración. Y ahora…, ¿todavía hay alguien que quiera una copia? Yo, sin ayuda alguna, les he hecho creer que esto es una obra maestra. Reconózcanlo, eso queridos amigos, es el poder del crítico, y por eso deben tener cuidado con gente como yo.
Magistral, absolutamente magistral.
Esta era la tesis del conferenciante y el secreto de su ambición, el viejo sueño prometeico de poseer la kriptonita: “el arte no existiría sin la crítica. Simplemente no existiría. Los críticos son como las orillas de un río, y el arte es el agua que fluye. Sin los críticos no existiría nada, sería simple terreno inundado”.
La escena narrada, antológica, muestra algo que la neuropsicología sabe desde hace mucho tiempo: si bien el ojo recibe las imágenes en la retina, es el cerebro el que ve. Y el cerebro sólo ve lo que quiere ver, o está influido de múltiples formas para ver lo que “ve”. Es la conocida experiencia de las embarazadas, que sólo ven otras embarazadas por la calle, más que las que nunca habían visto antes. Es una muestra de los condicionantes que nos condicionan lo que vemos. ¡Cuántos ejemplos conocemos de algo que ve todo el mundo menos el interesado, ofuscado por sus condicionantes!
Recibo con frecuencia catálogos de subastas de pintura contemporánea. Veo cuadros de arte abstracto –pintura “moderna”, como la llama, con cierto deje irónico, la sabiduría popular-, que, mirados objetivamente, como los ven los ojos, son verdaderas mamarrachadas o parecen simples tomaduras de pelo. Nada diferente de lo que son capaces de pintar con la trompa los elefantes de un parque de atracciones de Birmania. Hasta que entran en juego los condicionantes: una firma de la que hemos oído hablar, una casa de subastas prestigiosa, un precio de 40.000 euros que debe ser porque lo vale… Es difícil sustraerse de los condicionantes para devolver la objetividad a la mirada. Es difícil tener la libertad de ver lo que hay y, sobre todo, la independencia para poder manifestarlo.
El signo de la decadencia
Es uno de los rasgos de la figura del pintor Fernando Álvarez de Sotomayor que me hacen atractiva su personalidad.
Fue el mejor pintor gallego de la historia, y uno de los mejores pintores españoles del siglo XX. Y nada menos que dos veces -antes y después de la II República- director del Museo del Prado. Tenía demasiado arte en la retina y demasiada libertad en el espíritu como para comprar los condicionantes de los críticos y las imposiciones de los abundantes ismos de su tiempo. Siempre fue claro, categórico y expresivo en sus opiniones artísticas. Una vez le preguntaron[*]:
– ¿Cuál es el signo pictórico de nuestro tiempo?
-El de la decadencia. Estamos en un momento de absoluta decadencia, más fuera de España que entre nosotros.
– ¿Qué opina de la pintura moderna, de la pintura abstracta?
– ¿La pintura abstracta? Se escapa a mi comprensión. Yo soy pintor.
– ¿Por ser pintor no la comprende?
–Justamente por ser pintor. Tampoco entiendo el algebra. A mis 78 años no consigo comprender esas cosas. ¡Qué quiere usted! Los pintores pintamos, el público juzga y los críticos dicen lo que quieren. Sorolla, Zuloaga, Solana…tres nombres decisivos en la Historia del Arte; sí innovaron, pero ajustándose a una técnica, a un oficio concienzudamente aprendido y perfeccionado.
– ¿Y Juan Gris, Picasso, Dalí?
– ¿Dalí? Sí, ese sabe pintar ¿Los otros…? Yo no digo nada. Usted hable lo que quiera.
Una experiencia de la realidad irreal
Me ha parecido interesante traer a colación el caso de la pintura moderna y los críticos de arte porque es el que se plantea en la película a la que nos hemos referido, y porque es ciertamente ilustrativo de un mecanismo mental que tiene aplicación también en otros campos: el caso de los condicionantes, que nos hacen tener una “experiencia de la realidad” irreal.
En “Una obra maestra” Figueras es el taumaturgo, ambicioso y codicioso, que se recrea con orgullo en la contemplación de su poder –“el arte no existiría sin la crítica”- y de su potestad sobre la vida y la muerte: puede hacer una obra de arte de la nada, de unos trazos ridículos de pintura, de un bodrio, y puede deshacerla otra vez si quiere, a su antojo. Puede ser un dios, un taumaturgo que crea o destruye. Juega con su auditorio, al que le hace creer una cosa o su contraria. Suyo es el relato, suya nuestra experiencia de la realidad.
El tratante y coleccionista Cassidy -interpretado por Mick Jagger– es la pura codicia, el afán de lucro sin escrúpulos. Lo mismo le da cómo sea el cuadro, con tal de que sea apetecido por los compradores de arte y su manejo le proporcione un beneficio.
El pintor Jeremy Debney es en la película el hombre que cae en el camino de Damasco. Un día se quema la obra de toda su vida y descubre que, lejos de lamentarlo, ha sido para él una liberación. Le permite salir del mundo de mentira en que vivía inmerso, quitarse la máscara y descubrir la libertad. Le permite incluso planear, para después de muerto, la burla de los que han creado el juego: ¿Para qué pintar, si son los críticos los que crean al final el arte? ¿Para qué hacer una obra de arte, si son otros los que luego se encargan del relato, de encumbrarla o destruirla? Y deja su obra llena de lienzos en blanco, firmados, para que sea lo que encuentren esos críticos cuando accedan a su estudio después de su muerte. ¡Hagan, señores críticos, su trabajo desde la nada!
Figueras, el crítico de arte, usa uno de esos lienzos vacíos para pintar él mismo un falso cuadro de Debney y entregárselo al marchante, que a cambio le catapultará a la gloria como le prometió.
La chica, admiradora inicial del crítico de arte James Figueras y parte de su mundo de mentira, sufre un vuelco al contacto con la verdad liberadora del pintor Debney y, despojada de la máscara con la que también ella vivía, espeta al crítico: “¡El cuadro es un fraude! ¡Tú eres un fraude!”. El crítico no puede resistirlo y se quita de en medio a su antigua compañera.
La construcción del relato
El lector inteligente ya habrá advertido que esto no va de crítica de arte, y mucho menos de crítica cinematográfica. Es una reflexión sobre los condicionantes, sobre el relato construido por alguien que nos hace ver la realidad de manera irreal.
Fernando Álvarez de Sotomayor, uno de mis recientes descubrimientos, podía ser un alter ego, a su modo, del pintor Debney de la película, libre e independiente para vigilar que los condicionantes no se adueñen de su mirada. Despreció a los que se presentaban como vanguardias, y pasó olímpicamente de tratar de emular el supuesto arte cocinado por la crítica, falso y fraudulento, consciente de que su obra sería juzgada sólo por la posteridad.
Pero Iván Redondo, por ejemplo, podría ser ese crítico de arte, nuestro James Figueras. Él, ambicioso y taumaturgo, es la orilla que encauza el agua que fluye, el fautor del relato, el que determinará nuestra experiencia de la realidad. El que hace pasar el cuadro de ser un bodrio a ser una obra de arte para el auditorio absorto. Da lo mismo que sea de la gestión de la pandemia, de los pactos con terroristas o del indulto a los que trataron de romper España. Es capaz de convertir en un “gobierno de progreso” lo que no es sino el período más negro, siniestro y destructivo de los últimos ochenta años de nuestra historia.
En la película, el crítico no puede resistir la denuncia de la joven de la libertad recobrada, y la elimina. El relator no puede consentir que se desvele su impostura, y prefiere matar civilmente a los que osan hacerlo. Por eso su poder es tiránico y liberticida.
Y sí, ya lo han adivinado ustedes, Pedro Sánchez podría muy bien ser el coleccionista y marchante Cassidy -el viejo Mick Jagger-, codicioso y sin escrúpulos, al que nada importa ni la obra de arte ni el relato, sino el beneficio substancioso que obtendrá de él. O sea, el poder.
Él, el tratante Cassidy, el presidente Sánchez, sabe que todo es mentira y que el cuadro de Debney es falso y todo un montaje. A pesar de eso, lo presenta triunfalmente en su galeria, y sonríe a los necios admiradores que se embelesan con el fraudulento cuadro. Sabe la verdad de los muertos de la pandemia y de las contrapartidas a Bildu y los golpistas catalanes, y sabe que todo lo que nos cuentan, cocinado por su relator, es falso y mentira.
Lo sabe pero no le importa. Es el perfecto inmoral.
Por una vez, una obra de ficción nos ha narrado la realidad.
[*] Entrevista recogida en “Sotomayor, de Calle Real”. Fundación Caixa Galicia, 2005.