Lágrimas de ángeles de la guarda fracasados
por El Responsable
Hay pocas conclusiones que sacar del asesinato del niño Gabriel Cruz. El ser humano es lo que es y este tipo de hechos seguirán ocurriendo hasta el final de los tiempos.
Todo lo han intentado ya las diversas civilizaciones humanas que en la historia han sido y son, para intentar erradicarlos.
Pero al final de cada ley, de cada código penal, de cada método educativo, permanece incólume y eterno el mismo hecho primordial: el libre arbitrio, la posibilidad de elegir.
La misma partida se vuelve a jugar constantemente, en el alma de cada ser humano, cada vez que tiene que tomar una decisión. No hay forma de escapar a esa verdad primera. Somos lo que hacemos. Para bien y, en tantas ocasiones, para mal.
La mera existencia del ser humano entraña este riesgo eterno. El riesgo eterno del dolor y el sufrimiento. Del mal.
Sería falsa, sin embargo, la imagen que se transmitiera del ser humano, si insistiéramos en el trágico final en que suelen terminar las acciones humanas, hasta darle la categoría de necesidad; desesperando para siempre de las criaturas de Dios.
Cuando la mujer que portaba el cadáver del niño trata de explicar a los agentes que ella no sabía que tal cosa se encontraba en el maletero del coche, sin que la misma sepa que ha sido grabada y fotografiada metiéndolo ahí, uno de los hombres que la han detenido le echa las manos al cuello durante unos segundos, antes de lograr controlar su propia ira.
Rabia que es liberada por otro de sus compañeros, rompiendo de un puñetazo el cristal de una de las ventanillas del coche.
Y las lágrimas de ambos. Lágrimas de ángeles de la guarda fracasados.
Qué profunda y triste belleza hay en esa rabia noble, en esas lágrimas impotentes.
Quizá sea una belleza pobre, exigua e insuficiente para tantos optimistas revolucionarios, que siguen confiando en una cura terrenal definitiva de nuestras miserias.
Pero es la melancólica belleza de la que somos capaces los que creemos en la naturaleza caída, pero redimible, del ser humano. Y que, por ello mismo, tratamos de no desesperar nunca de él.
Y así, no desesperar nunca de nosotros mismos.
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