El problema de la inmigración: una visión desde el Tradicionalismo
(Por Javier Urcelay) –
Fotografía: Columnas de subsaharianos bajando del Gurugú en formación, camino de la frontera de Melilla
Según informan hoy los periódicos, Melilla sufrió ayer el mayor asalto a la frontera, protagonizado por 2.500 “subsaharianos” que mostraron gran violencia y determinación a la hora de asaltar la valla. Medio millar consiguió su objetivo, a pesar de la oposición de la policía, que se vio incapaz de contener tal avalancha. Hoy los telediarios informan que los saltos de la valla se reproducen, con centenares de personas entrando ilegalmente en la ciudad.
Los acontecimientos no constituyen nada nuevo, después de lo vivido anteriormente en Ceuta, de las entradas masivas en Canarias y las pateras que llegan cada verano a las costas andaluzas, propiciadas por las mafias que negocian con vidas humanas.
Y ello sin contar el caso de los refugiados sirios, libios etc y el de otras personas que huyen de zonas de conflicto en países de África o del cercano Oriente.
La inmigración ilegal desde los países pobres fronterizos es un problema para España, pero también para otros países europeos. El caso de Francia es paradigmático, pues una población inmigrante de seis millones de personas está cambiando la faz de la nación, hasta el punto de poner en riesgo el mantenimiento de su propia identidad cultural. De ello son prueba las crecientes muestras de rechazo por parte de muchos franceses, que sintiendo en riesgo los valores fundamentales de su propio país, desplazan su voto hacia partidos de corte nacionalista.
El fenómeno tiene algo de reacción de lo que podríamos llamar el sistema inmune del cuerpo social, que se manifiesta en la defensa frente a lo no propio, de la misma manera que ocurre en el cuerpo humano. La resistencia afgana contra las potencias invasoras, fuera la Unión Soviética o las potencias occidentales, más recientemente, tuvo también algo de esa reacción inmunológica. Como lo tuvo nuestra Guerra de la Independencia y, en cierta medida, lo tuvieron también las Guerras Carlistas.
Cuando uno se encuentra frente a modos de vida, culturas o religiones no solamente diferentes sino opuestos a los suyos, reflexiona y reacciona. Y ello tiene algo de conducta natural, parte del instinto de supervivencia social. Un instinto grabado en el ADN de las sociedades, con mecanismos internos tan profundos y consustanciales dentro de la fisiología de las colectividades como el instinto de perpetuación de la especie o el de procurarse el sustento.
Pero la defensa de la propia identidad y el rechazo de lo no propio que amenaza con ponerla en riesgo no puede llevarse a cabo sin discernimiento y de manera ciega. Primero porque todos los hombres somos hijos de un mismo Padre y “copropietarios” del planeta, con derecho a poder vivir una vida humana digna de tal nombre. Y segundo porque solo mediante decisiones inteligentes y en profundidad podremos afrontar el problema con soluciones duraderas y justas.
Tenemos por una parte un Tercer Mundo pobre, en plena expansión demográfica y al que las nuevas tecnologías y medios de comunicación han puesto en contacto con las formas de vida existentes “al otro lado de la valla”, sea esta la valla que sea. Hoy esos subsaharianos que intentan entrar a Melilla o a Lesbos o a cualquier otra costa europea pueden llegar sin pan, ni zapatos, ni una moneda en el bolsillo, pero a ninguno le falta un móvil en la mano.
Por otro lado, tenemos un Occidente rico y que no renueva sus generaciones por una caída en picado de la natalidad. Las cifras son de tal calibre, que cada año vamos camino de batir récords absolutos, llegando a nacer menos niños en la España actual que los que nacían en plena Guerra Civil, a pesar de que la población se haya doblado.
Son muchas las razones que se invocan para explicar este “suicidio demográfico”, como le ha llamado con todo rigor el especialista Alejandro Macarrón -Vox clamantis in deserto)-, que ciertamente no es un fenómeno exclusivamente español, sino que afecta a todos los países europeos en mayor o menor grado. Se han aducido causas de índole económica, tales como el paro juvenil o la dificultad de acceso a la vivienda, pero lo cierto es que los estudios existentes han acabado concluyendo que las causas hay que buscarla más en el declive de un sistema de valores (el valor de la paternidad, la estabilidad de la unión familiar, el papel de la mujer, el sentido de la vida etc), más que en explicaciones más mecánicas. Y de ahí precisamente la dificultad de abordarlo y, en cualquier caso, la de hacerlo con fórmulas de respuesta cortoplacista.
Lo que ocurre, en cualquier caso, es que la naturaleza tiene horror al vacío; y lo mismo ocurre con la sociedad humana. Una vez más nos encontramos con eso que existe aunque nos neguemos a reconocerlo: la naturaleza de las cosas y, entre ellas, la naturaleza de las sociedades humanas. No porque se deje de impartir la asignatura de Derecho Natural en las facultades, o porque se deje de aceptar la existencia del mismo, deja de operar como una fuerza actuante.
El actual desequilibrio ricos-pobres y el desequilibrio demográfico, constituyen una grave amenaza, que solo puede reducirse actuando en dos direcciones: ayudando al desarrollo del Tercer Mundo y mediante el restablecimiento demográfico de Occidente. Y el éxito en abordar uno y otro, condicionara la paz en los años venideros, de forma tal que, de lo contrario, las causas producirán sus efectos, aunque nos obstinemos en mirar para otra parte. O queramos darnos cuenta cuando ya sea tarde.
España, como Francia y Europa entera, se beneficiarían en primera persona con la formación de verdaderas élites para el Tercer Mundo, adaptada a las necesidades reales de las poblaciones, y deberían proponerse lograrlo dentro de un plan estratégico, a largo plazo, suficientemente dotado y mantenido en el tiempo.
No vale hacerlo al buen tuntún y sin sentido, a impulsos de la creatividad de ONGs o del emotivismo surgido de esta o aquella desgracia. Cuando los niños lloran de hambre y en las casas no hay comida, no es el momento para el padre de familia de iniciarse en la Filosofía. A pesar de ello, los datos indican que en las universidades francesas, por ejemplo, se forman más personas del Tercer Mundo en Sociología que en Agronomía.
Hace años tuve oportunidad de conocer en cierto detalle la forma de trabajo de las embajadas de los Estados Unidos y los programas llevados a cabo por sus trade representatives al servicio de los intereses de las empresas americanas operantes en nuestros países. En el objetivo de una progresiva liberalización o desregulación de los mercados, siempre pretendido por el capitalismo globalista, un cierto número de altos funcionarios de cada país eran elegidos anualmente para visitar durante algunas semanas los Estados Unidos, brindándoles la oportunidad de conocer de primera mano y familiarizarse con las bondades de la economía de libre mercado y el managed competition, en lugar de la regulación proteccionista o de los principios de la justicia social distributiva.
El objetivo era, naturalmente, contar años después con una serie de futuros gobernantes o altos funcionarios capaces de introducir esa misma filosofía económica en sus respectivos países, liberalizando sus mercados para mayor beneficio de las grandes empresas multinacionales, en la mayoría de los casos de matriz norteamericana.
Si queremos que el problema de la inmigración, y todos los riesgos que a medio y largo plazo comporta, deje de ser una amenaza para nuestras sociedades, hay que conseguir que el Tercer Mundo produzca riquezas en su territorio, que los países magrebíes y africanos se desarrollen y alcancen cotas mínimas de bienestar. Porque nadie abandona su tierra y sus costumbres para emigrar a un país extraño si no empujado por el hambre o la falta de oportunidades de desarrollar una vida mínimamente digna.
España debería dedicar una parte de su presupuesto a este objetivo, a través de programas de cooperación para el desarrollo, brindando sus universidades, centros de formación, empresas e instituciones de gestión pública a la formación de minorías que puedan, tras regresar a sus países, ayudar a su desarrollo. Y no hacerlo sólo, sino promover insistentemente en la Unión Europea, de consuno con otros países, que tales programas formaran parte prioritaria de la estrategia de la propia Unión, de forma tal que los presupuestos alcanzaran un orden de magnitud y un nivel de rigor y excelencia apropiados para marcar la diferencia y ver frutos tangibles al cado de algún quinquenio, de pocas décadas.
No estamos hablando de dedicar a ello las migas, sino de reunir presupuestos suficientes, acordes con la importancia trasformadora del objetivo que se persigue. No debería ser imposible. Acabamos de ver con qué rapidez y unanimidad la Unión Europea ha asignado un presupuesto, que podemos presumir elevado, para comprar armas para Ucrania. O como Alemania ha encontrado hueco presupuestario para dotar con 100.000 millones de euros adicionales el presupuesto para modernizar sus Fuerzas Armadas.
Solo convirtiéndose en un programa de acción estratégico y a largo plazo, podría quedar a resguardo del cortoplacismo inherente a la política democrática, donde la necesidad de resultar elegido una y otra vez impide siempre abordar y resolver los verdaderos problemas de fondo.
En cuanto al restablecimiento demográfico, es una condición indispensable para que España como nación continue existiendo. Porque una nación no es simplemente un territorio ocupado por unos individuos que consumen, indistintamente unos u otros. Las naciones tienen un alma, una identidad colectiva, una cultura y todo ello se asienta sobre una tradición y una historia compartida, sobre unos vínculos comunitarios.
Volvamos a la restauración de los valores que han fundado nuestras sociedades, y que los mitos revolucionarios, que prosperan, continúan destruyendo. Porque son los valores, y en particular el matrimonio estable y duradero, la familia naturalmente constituida, el respeto a la vida del no nacido, la protección de la infancia, la dignidad del trabajo y el salario justo los que constituyen el terreno germinal de la confianza en el futuro y, al final, de la natalidad recuperada.
El hombre que nace en una familia, una comunidad humana, una patria, contrae unos deberes. Sus derechos derivan de esos deberes, entre los cuales se encuentra en primer lugar el de transmitir la vida. De lo contrario dentro de algunos años no habrá nadie aquí para explicarlo.
En todas estas cosas pensaba mientras miraba la fotografía que encabeza este artículo.
No habrá en el mundo vallas ni concertinas, ni policías suficientes, ni en España ni en ningún otro de nuestros países, para parar una marea humana que no tiene nada que perder. En cualquiera de nuestras cárceles tendrían una vida mejor que la que tienen en la mayoría de sus países.
El control de fronteras, la lucha contra las mafias, la vigilancia costera, la policía y las alambradas, todo ello parece inevitable a corto plazo. Pero de nada servirá si no va acompañado de una actuación de mucho más calado.
Solo evitaremos que prefieran morir en una patera o perecer asfixiados en el remolque de un camión, ayudando a formar élites locales capaces de desarrollar las riquezas de sus propios países, en lugar de expoliárselas, y recuperando nuestros valores para revitalizar con ellos nuestras decadentes sociedades.
Quizás incluso, ambas cosas estén ligadas y sean en realidad sólo una.