Ayuda – Que alguien haga algo (nº 27)
Así, en general. Ayudar puede significar miles de cosas diferentes. Pero ayudar significa hacer esas cosas en un segundo plano, sin afán de protagonismo, confiando en otro la dirección. Para ser un buen ayudante hay que valer. Hay que tener la sabiduría y la perspectiva que terminan por pulir las aristas del carácter. El ayudante obedece y no se equivoca, empuja cuando se le dice y no se molesta cuando, a su juicio, salió torcida la trayectoria del conjunto. Porque el ayudante sabe relativizar, que es lo contrario de ser relativista. Porque el buen ayudante se fija en lo importante y no en las pequeñas tonterías y matices. El encargado de afinar, de medir, de sopesar es siempre el ayudado, el que ha recibido el encargo de la dirección. El ayudante, por el contrario, cumplirá bien su trabajo si no se molesta por las imperfecciones de la vida, si empuja, trabaja, sonríe y calla. El rey o el padre de familia son cabeza en lo suyo, necesitan ser ayudados, pero pueden al mismo tiempo, ser de gran ayuda para otros. Es la misma energía la que sirve para llevar las cosas en la buena dirección. Pero unos tiran del carro mientras que otros empujan.
Ayudar es, en última instancia, la forma más evidente en que se materializa el querer. Obras son amores, porque el amor puro y destilado, el literario, el romántico y desencarnado no sirve para nada. Sabemos que Dios nos ama porque nos ayuda. Y cumplimos con el resumen de todos los mandamientos cuando nos ayudamos los unos a los otros. Cuando nos dedicamos tiempo, y cuando compartimos los bienes. Cada uno sabrá hasta dónde alcanza su capacidad de ayudar, de servir, de querer y de ser útil. Y hasta dónde su misma inteligencia y amor propio, pues cada vez que ayudamos a un prójimo nos ayudamos a nosotros mismos. Sólo podremos ayudarnos si rompemos ese ensimismamiento budista que no nos hace felices sino estériles, que no es lo mismo.
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