San Isidoro, el hombre más culto de Sevilla y el más olvidado
Por Federico Fernández de Buján
(Publicado en el diario ABC)
Una poderosa herencia greco-romana; distintas monarquías visigodas conformando el Occidente y un pujante Imperio Oriental son los mimbres con los que Isidoro de Sevilla desarrolla, en el siglo VII, su actividad pública. Siguiendo a San Agustín afirma que existe un orbe cultural romano-cristiano y admira a Roma como unificadora de muy diversos pueblos.
La realeza es tema nuclear en su pensamiento. Considera que la monarquía debe valorarse con abstracción de quien, en cada momento, la personifica. El poder real debe promover la justicia, la unidad nacional y el bien común. Éste prima sobre el bien del Rey. Defiende que sólo una consolidada monarquía podrá lograr la difícil fusión de la multiplicidad de los pueblos peninsulares.
No considera que el Rey sea un mediador entre Dios y los hombres. De acuerdo con su formación romana afirma que el poder reside en el pueblo, si bien no admite que los súbditos puedan deponer al Monarca al creer que, en último término, recibe su potestad de Dios. Afirma: «El Altísimo quiere que quien gobierne sea igual que los demás, en el nacer y el morir. No debe oprimirlos sino regirlos y defenderlos con prudencia». Su legitimidad se debilitará, hasta desaparecer, en la medida en que el Rey obre mal. Insiste en que su poder se justifica por el bien de los súbditos. En sus «Etimologías» afirma: «Rey proviene de regir, al igual que sacerdote proviene de santificar… Los Reyes pierden su condición si no obran rectamente. Así, el proverbio «Eres rey si obras rectamente; si no, no lo eres». Ésta es la clave de bóveda de su pensamiento político.
Expresa los peligros del poder para quien lo detenta. Declara que uno de los más generalizados es creerse superior. Recuerda a los Reyes su condición humana. El Monarca no está por encima de los demás sino para asistirlos. Si ejerce el poder para codiciar honores o bienes pervertiría su finalidad. La distinción entre un Rey prudente y uno perverso no depende de su origen sino de su acción política. La realeza no es una dignidad sino un «servicio». Ello vale para los Reyes cristianos y para los paganos, si bien cuando se refiere a los primeros su modelo es más exigente.
Dios no concede al Rey la «impecabilidad», por lo que debe esforzarse en ser virtuoso. Esta es la explicación histórica de la vigente «inimputabilidad penal». Es inviolable jurídicamente porque debe ser admirable moralmente. La mala conducta real es más perniciosa que la de otros hombres, en cuanto que sus súbditos son proclives a imitarle. Considera que si el Rey actúa rectamente es imitado por algunos, mientras que si actúa incorrectamente serán muchos los que sigan su mal ejemplo. Realiza una enumeración de las virtudes regias: «Fidelidad, prudencia, laboriosidad, examen de los juicios, excepcional cuidado del gobierno, munificencia para con todos, generoso con los necesitados, pronto para la misericordia…».
El rey debe regir y corregir. Lo primero equivale a legislar con justicia, lo segundo a obligar que las leyes se cumplan. De manera sintética señala: «Son esenciales en el ejercicio del poder real la realización de la justicia y la aplicación de la piedad». Así, «Si bien debe buscar la verdad, tendrá que ser clemente al corregir». El Rey «manifestará su autoridad más con hechos que con palabras». Por tanto, en su actuación política sería gravísimo «nombrar o tolerar jueces inicuos, o a quienes juzguen movidos por odios o ateniéndose a la particular condición de los litigantes».
Define la Ley diciendo: «Debe ser honesta, justa, posible, conforme a la naturaleza y a las costumbres patrias, conveniente al lugar y tiempo, necesaria, útil, que no induzca a error por su oscuridad y dada para utilidad común de los ciudadanos». El Rey no detenta un poder absoluto sino que debe consultar con los súbditos las decisiones más importantes para el Reino. En este sentido, se entiende la consolidación de los «Concilios de Toledo», como notable Cámara política de participación en la monarquía visigoda española.
El Rey no está exento del cumplimiento de la Ley por él promulgada. El monarca infractor perderá fuerza persuasiva para obligar a su observancia: «Es justo que el Rey acate sus leyes… no puede derogarlas en su favor…». En el supuesto de que falte a la observancia de la Ley debe reparar el daño irrogado. Con esta doctrina, de claridad meridiana, resalta una distinción radical entre la persona del Rey y la institución monárquica que encarna.
En suma, debido a su inquebrantable lealtad a la monarquía, Isidoro de Sevilla denunció siempre todo acto regio que no respondiese al recto proceder y jamás dudó en recordarle al Monarca sus deberes con el fin de evitar, a toda costa, que pervirtiese su ideal de realeza.