La comunión, regalo de nuestra Iglesia
(Por Castúo de Adaja)
Hace cosa de unos días saltaba a todos los medios católicos de bien la imagen de un grupo de infantes recibiendo el sacramento de la comunión por primera vez en Gaza. En medio de incesantes y horribles bombardeos; entre los ruinosos escombros de una región azotada por la guerra, unos niños que no llegarían a la edad de 11 años mostraban al mundo un coraje desbordante que ha ido perdiéndose silenciosa, triste y vergonzosamente en nuestra Europa.
Siéndoles sinceros, he de confesar que una imagen vale más que mil palabras que servidor pueda redactar cómodamente desde la seguridad de mi estudio, por lo que les invito cordialmente a buscar la noticia. No obstante, quería detenerme en la última línea del párrafo previo: ¿qué le pasa a esta Europa nuestra, acobardada y recelosa del amor a Cristo? No pocas veces, en tiempos en que fuera catequista, intenté sin mayor éxito trasladar el corazón de nuestra fe: la recepción de la sagrada comunión en el momento más sagrado de la Eucaristía a jóvenes catecúmenos… ¡de 16 años! No hablo ya de infantes cuya inocencia pudiera disculpar su desconocimiento, como afirma Santo Tomás de Aquino, no. Hablo de individuos con la capacidad racional – y hete aquí la importancia de esta última palabra – para comprender vivamente la sacralidad del acto cuando acuden al sacerdote – dejaremos la cuestión de los ministros extraordinarios para otra ocasión – a recibir, nada menos, que a Cristo mismo, descendido del cielo en el momento de la consagración.
Duéleme en gran medida la escasez de formación que se observa en las pastorales americanas y europeas, en las que Dios cada vez queda reducido a una mundanización para adaptarlo a los estándares de la globalización globalizante. El Misterio de nuestra fe es ello: un misterio, pues, ¿cómo cabría en nuestra razón comprender la transubstanciación si no fuera por la revelación de Dios mismo? Expone León XIII sabiamente en su encíclica Libertas Praestantissimum la diferencia entre la criatura racional – véase, el hombre – y la criatura intelectual – los ángeles – por cuánto estos segundos tenían conocimiento directo de las cosas sin mediar proceso de razonamiento, que es el propio de la criatura racional. Nosotros, como católicos, estamos obligados a servir al propósito del perfeccionamiento de nuestra beatitud conociendo por medio de la razón, haciendo uso de ella, pues sólo la razón es conveniente para alcanzar la Verdad revelada y el discernimiento entre el bien perfeccionador y el mal corruptor. Pero, ¿qué bien es ese? El bien último del hombre, que es acercarse y culminar su vida en las manos de Nuestro Señor.
Por eso mimo me asombra tanto ver a unos infantes cuya inocencia no es impedimento para arriesgar su vida y recibir, de la mano de un sacerdote valiente y entregado, al mismo Cristo. Porque de la inocencia fuimos arrancados por nuestro pecado, mas hete aquí que Cristo hace nuevas todas las cosas (“Ecce nova facio omnia”, Ap. 21,5). Heroicos sacerdotes son aquellos que, ante la adversidad de los horrores de este mundo desacralizado, arriesgan su vida entera – física y espiritual – para acercar al hombre a la presencia del Señor.
Durante los diferentes movimientos contrarrevolucionarios que lucharon tan decididamente en pro de nuestra santa fe, se producían confesiones y se celebraba la eucaristía entre los sangrientos y mortíferos combates que enfrentaban a los enemigos de Cristo contra aquéllos revestidos de su santo brazo. Vandeanos, carlistas, sanfedistas, miguelistas, cristeros… ¡Tantos ejemplos ante los que estamos impasibles! Pues yo me levanto contra ello con estupor, pero también con la energía para alzar la voz y decir a un solo coro que “no”; no habrá futuro en esta España nuestra si no sacamos la eucaristía a la calle; no habrá paz mientras los enemigos de Cristo mantengan a un solo cristiano escondido por temor; no habrá virtud mientras no cumplamos con los preceptos de la fe y salgamos a evangelizar la patria que nos ha sido regalada con el sudor y la sangre de tantos mártires.
¡Hijos de Santiago, acudid a la llamada! ¡Hijos del Pilar, escuchad el pálpito resonante cual tambor de vuestro henchido corazón! El reino será católico o no será. Que la inocencia de aquéllos que sufren persecución envalentone el tibio fuego en que se ha sumido la patria y devuelva el fervor de servir al Rey de reyes y Señor de señores. ¡Viva Cristo Rey!
He dicho.