La bancarrota del liberalismo y El catolicismo liberal. Doctrina del padre Ramière sobre el liberalismo.
(Por Francesc Mª Manresa i Lamarca. Artículo publicado en la revista Cristiandad, enero de 2021) –
Entre los años 1874 y 1875, publicó el padre Henri Ramière dos opúsculos sobre el liberalismo, como complemento y epílogo de su obra La soberanía social de Jesucristo. Bajo el título de La bancarrota del liberalismo y El catolicismo liberal, quiso el padre Ramière poner de manifiesto el gravísimo error del liberalismo, la falsedad de sus principios, el engaño de sus medios y el horror de sus consecuencias. Este artículo pretende resumir lo esencial de sus ideas.
¿Qué se entiende por liberalismo?
Es enseñanza común en la doctrina cristiana que a la soberbia pertenece no querer someterse a superior ninguno y especialmente no querer sujetarse a Dios y es también conocido en estas páginas que a la doctrina liberal pertenece la afirmación de la completa independencia de la libertad humana y la negación de toda autoridad superior al hombre en lo intelectual, en lo religioso y en lo político. De tal modo, podemos decir que, si en el orden moral la soberbia es vicio capital, esto es, padre de muchos otros vicios, socialmente el liberalismo es también principio de otros errores y muy especialmente de aquellos que han sido engendrados en la modernidad.
Decimos que el liberalismo es un error capital en lo social porque, no solo por sí mismo es perpetrador de muchos males, sino porque andando bajo su dirección se llegan a errores aún más graves. En el plano teórico no se presenta el liberalismo como un destructor de sociedades o un sistema ateo aniquilador de la idea de Dios, no obstante, estudiadas sus consecuencias es fácil darse cuenta, por ejemplo, de que no hay revolución liberal sin terror ni ateísmo imperante sin previo destierro de Dios; porque verdad es que los pueblos que se han dejado seducir por la mentira del liberalismo, se ven obligados a beber todo el cáliz de sus consecuencias. He aquí a qué nos enfrentamos cuando hablamos de liberalismo.
Para reconocerlo, debemos entender que la gradación del liberalismo es variada: desde el liberalismo radical hasta el catolicismo liberal, pasando por un amplio espectro de liberalismos moderados. Si bien en todos ellos se proclaman sus principios, los distinguen de algún modo la modulación de sus consecuencias; en el primero, la sincera y violenta lógica de sus principios puesta en acto sin disimulo ni duda; y en los moderados, el intento de concordar las consecuencias de la verdad con los principios del error.
El catolicismo liberal
En el último grado de liberalismo, no se advierte tanto una doctrina como una actitud, como una tendencia y disposición de ánimo ante el cual la afirmación de los derechos soberanos de Jesucristo es siempre inoportuna desde el momento que choca y desagrada. Los católicos liberales son en todo caso víctimas infelices de sus ilusiones, porque a pesar de la rectitud de sus intenciones, hacen penetrar más profundamente el veneno de sus errores, esa pestem perniciosissimam a la que se refería el beato Pío IX.
Ciertamente el catolicismo liberal más que una doctrina es una ilusión práctica, seductora de rectas inteligencias y corazones generosos, fundada sobre sofismas y afirmaciones equívocas; siempre alerta a no profesar ni la doctrina católica opuesta al liberalismo, ni la doctrina liberal opuesta al catolicismo.
No hay que pensar sin embargo que la actitud del católico liberal no es beligerante, porque lo es ciertamente y muy especialmente con aquellos que a priori deberían ser sus aliados. Entre sus equívocos embaucadores, la mayor parte son condenas a aquellos que, según ellos, turban la paz con sus opiniones, a los que solo desean la libertad para sí pero no para los demás, a aquellos que condenan al liberalismo desde la religión o a aquellos que denigran el lema de “la Iglesia libre en el Estado libre”. No hay nada que inquiete más a un católico liberal que la doctrina tradicional de la Iglesia, mucho más que las injusticias, que los abusos o las consecuencias mortíferas de todo grado de liberalismo.
No hay peor quimera que la de pretender la conciliación el dogma cristiano de la soberanía social de Jesucristo con el error liberal de la negación de esta soberanía. […] Así es en fin el liberalismo católico: quimérico en su fin, anticatólico en su proceder y desastroso en sus efectos.
Las mentiras del liberalismo
En el liberalismo hay una primera mentira constitutiva: la libertad, que consiste en poder hacer lo que no daña a los otros dentro de los límites determinados por la ley4; pero esta ley no es la del Creador sino la expresión de la voluntad general5. Es decir, si en la facultad de poder obrar libremente el bien está la facultad de poder obrar el mal, establecida una ley desasida de la ley divina no se reivindica la facultad del hombre de poder obrar mal, sino su derecho a hacerlo.
Renegando de la autoridad de Dios, en un absurdo funesto por el cual se reconoce a un Dios creador del hombre mientras se niega la obligación de obedecerlo, el liberalismo inocula el germen del ateísmo y el del anticristianismo. ¿Quién, negando la autoridad divina, declarando su independencia respecto de ella, soportará el dogma de la autoridad real de Jesucristo sobre la familia humana?
Peor aún, porque esta familia humana no estará ya formada por hombres sino por brutos, pues siendo incapaz de descubrir su dignidad sublime y la realidad de su abatimiento por el pecado, ignorará de plano su destino celestial. Así, siendo incapaz de dar rescate a ese hombre bruto, conviene creer que éste “ha nacido bueno y naturalmente inclinado a la verdad y a la justicia”; entonces la sociedad que necesitamos ya no es aquella que preserva al hombre de las perversas inclinaciones que provienen de su caída y favorece el desarrollo de sus facultades superiores, sino la que lo devuelve a su feliz estado original.
Bancarrota intelectual
Una mirada sincera sobre la sociedad que ha “construido” el liberalismo -que es la nuestra-, una mirada por encima del aturdimiento de su opulencia, una mirada desengañada de sus ilusiones, podrá ver cómo a este imperio irresistible sobre los ánimos y naciones todas, Dios le hace expiar su victoria con un doble castigo: con los desastres que acarrea a los pueblos sometidos a su yugo, y con las contradicciones en las que necesariamente cae en su desenvolvimiento por razón de los errores que lleva ocultos bajo hipócritas fórmulas.
En el liberalismo hay una doble rebelión: una intelectual y una social. La primera pretende sustraer la razón humana a la supremacía de la verdad divina y la segunda no quiere reconocer ninguna autoridad emanada de Dios.
En el origen se pretendía dar alas a la razón sacudiéndole el yugo de la fe; por la razón debíamos llegar a las más altas esferas, a los más elevados conocimientos, a la contemplación misma de lo verdadero, lo bello y lo bueno, huyendo necesariamente de todo espiritualismo exagerado. Las verdades serán las mismas, se nos decía, pero la manifestación será diferente; esta vez será del todo científica. Pero no es esto lo que ha sucedido: en lugar de la razón ultra-espiritualista que se nos prometía, hemos tenido la negación de Dios, del alma, y hasta de la misma razón, porque el liberalismo traza una línea arbitraria sobre la pendiente que lleva de las altas cumbres de la vedad al precipicio del error, y luego dice a las inteligencias y a las naciones: hasta aquí descenderéis, pero no proseguiréis. ¿Quién detendrá esa razón en caída libre? ¿una nueva línea cada vez más baja?
He ahí la desgracia del liberalismo: ha embrutecido la razón. Ha pretendido liberarlo de los misterios de la verdad revelada y ella se ha empecinado en no creer siquiera en los filosóficos, porque el orgullo humano no se contenta más del Dios de la razón que del Dios del evangelio. Y si hay que admitir solamente lo que se comprende, hay que suprimir todo misterio y todo problema insoluble, y con ellos deberán suprimirse también las bases de la moral y de la sociedad, las aspiraciones naturales del corazón humano y hasta la filosofía y la misma razón.
En fin, aquellos que quisieron erigir la filosofía como la ciencia racional por excelencia, verían hoy a su hija negada como ciencia porque ésta solo es reconocida en las relaciones de los números y en las leyes de la materia. Tales son los hijos del liberalismo: devoran a sus padres.
Y si hallamos perdida a la razón, limitada la ciencia, ¡qué no podemos decir de la literatura y de las artes! Apenas una mirada a la historia nos convencerá que las bellas artes no pueden florecer sino en una sociedad en que reinen los nobles sentimientos y las sublimes inspiraciones, cuyo manantial ha suprimido el liberalismo. Solo excepciones nos rescatan del escenario tétrico que hoy nos presenta el mundo “de la cultura”, como la Sagrada Familia barcelonesa, obra de un genio rebosante de fe.
El estado, como representante de la soberanía popular y principio de todo, se ha arrogado también el papel de educador del hombre, ha definido un nuevo atributo para sí mismo, éste es el de docente: la enseñanza como servicio público, expresión que tiene más de doscientos años ¡y aún hoy sigue vigente! En manos del estado liberal y postliberal, este “servicio público” no es más que un instrumento de degradación de las almas, a pesar de las mejores intenciones de los que toman parte en ella. Lo cual se efectúa de muchas maneras: primero destruyendo en las almas el amor a la verdad, después haciendo imposible su educación moral y finalmente ciñendo a todo el país con la barrera tiránica, que impide toda instrucción seria y todo progreso real.
¿Qué queda finalmente para una sociedad a la que han sustraído el yugo de la fe, han embrutecido su razón, han envilecido la ciencia y han dominado por la educación? Solo queda la esclavitud de su pensamiento. Ahí hallaremos el papel fundamental del periodismo, el único arte que ha creado el liberalismo. Si somos libre pensadores, dispongámonos a recibir con la boca abierta la doctrina que cada mañana nos remiten sobre tan graves cuestiones unos fulanos que hacen el negocio de pensar por nosotros. ¡Ay del que no lea periódicos!
El liberalismo político
Quienes acusan a la Iglesia de haber intervenido en política condenando el liberalismo yerran en tres cosas: la primera, negando al hombre los fundamentos de la realidad, la de su propia realidad actual y trascendente; la segunda, ignorando la dimensión religiosa de su doctrina que niega a Dios su soberanía social, el orden dispuesto por Dios en la comunidad humana; y por último acusando a la Iglesia de algo que no ha hecho, puesto que la Iglesia respeta la libertad plural de la verdadera política.
La clave de la práctica política del liberalismo está en la negación de la autoridad de Dios. Contra ella nace un concepto de libertad que se opone a la autoridad, queda suprimida toda noción del deber e invita a tomar el lugar de la autoridad al despotismo.
Si el dogma fundamental de la política liberal es que la sociedad debe subsistir y gobernarse por sí misma sin apoyarse en ningún poder superior; si la potestad de mando ha de derivarse del libre consentimiento de aquellos a quienes está encaminada, resulta del todo dependiente de su capricho. Si la autoridad es la determinación de la voluntad general desasida de toda ley y autoridad divina, queda también roto el principio de unidad que en ella se funda; y quitado de en medio el principio de unidad, a la armonía le sucede el desorden y el cuerpo cae en la disolución… de modo que para hacer cumplir las leyes no queda otra que recurrir sucesivamente a la fuerza bruta. La anarquía primero y después el despotismo son los frutos que necesariamente produce, en virtud de su principio, la negación de la autoridad de Dios.
Conclusión
No hay duda de que el padre Ramière conocía con profundidad lo que escribía y veía sus consecuencias ya en la sociedad de su tiempo, pero es difícil que su imaginación fuera capaz de adivinar el modo en que se desarrollaría aquello que intuía y más difícil sería describir la perplejidad que le producirían las consecuencias funestas de los errores que denunciaba, las mismas que hoy copan nuestros parlamentos, nuestros escenarios, nuestros periódicos, nuestras aulas y nuestros pensamientos. El funesto veneno del liberalismo ha inficionado una sociedad entera, una sociedad que apura con diabólico orgullo y no poca amargura el cáliz de sus consecuencias.