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24 de febrero de 2024 0

Et erunt in carnem unam III

 

(Por Castúo de Adaja)

¿Cómo han de satisfacerse los medios de unión sacramental entre el varón y la doncella según la doctrina imperante en el mundo de hoy? En primer lugar, por la correcta disposición de la mujer, como indica Santa Edith Stein[1], cuando dispone que dos son las disposiciones naturales: (1) la de ser madre; (2) y la de ser compañera, por cuanto está llamada a “compartir la vida de otro ser humano y participar en todo lo que le afecta[2], siendo prolongación misma de su vocación materna:

 

este don está estrechamente vinculado con la actitud materna. Su participación vital despierta las fuerzas e incrementa las prestaciones de aquel en cuyo favor ella toma parte. Trátase de una función asistencial y educativa, por ende puramente maternal, de la que todavía propiamente necesita el ser humano maduro, y que también se dará en favor de los propios hijos tanto más cuanto más crecen, ocupan un empleo y se desvinculan de las funciones inferiores[3].

 

Así, el hombre busca en la mujer a la “esposa deseada”, que se entiende por 7 principios[4]: (1) inspiradora, pues entiende el Presbítero Paul Wickens que “la esposa debe animar a su marido a mejorar en esas áreas en que lo necesita, pero debe hacerlo con oración, buen ejemplo y el uso sutil de la influencia femenina, el cual es uno de los dones que Dios da a todas las mujeres”; (2) dotada de personalidad; (3) paciente; (4) deseada en el ser físico, que no es otra cosa que ser agradable por medio de la virtud de la modestia y la castidad – antes y durante el matrimonio – como San Pablo nos pide que nos presentemos como ofrenda viva, santa y agradable a Dios[5]; (5) con sentido del humor, que es expresión de la alegría del cristiano por saberse hijo de Dios; (6) compañera de su esposo; y (7) religiosa, pues nada acrecienta más el espíritu de la familia que la devoción de una madre entregada. Y, en todo ello, la mujer se presenta como “auxiliar del hombre”, pues “le complementa y además contrapesa aquellos peligros que le amenazan por su naturaleza específicamente masculina[6], velando con sus fuerzas “para que él no se abandone total y absolutamente a su trabajo profesional, a fin de que no olvide su dimensión humana ni relegue sus deberes como padre de familia[7].

En segundo lugar, el hombre busca establecerse como cabeza de la casa, sabiendo que ésta queda guardada por el corazón de la misma, que es la mujer. Puesto que hombre y mujer se unen en una sola carne, se comprende que éstos se complementan en un solo cuerpo, que deriva en la familia y en la constitución del hogar. Este lecho no es meramente un lugar de comida y dormición, sino de trabajo conjunto, rezo y aprendizaje donde se desarrolla la fecundidad. Puesto que Cristo es cabeza de su Iglesia, ha de entenderse también el matrimonio como cuerpo místico en cuanto que Sacramento instituido por el Señor. Y, tal como fuera cuerpo místico, así está dotado de capita y cors – cabeza y corazón – que son los órganos que indican el estado de vida de un cuerpo sano. Faltando el corazón de lugar, no llega la sangre al cerebro y éste muere; no habiendo razón – cerebro – que ordene el corazón y le provea de estabilidad, éste se deteriora hasta quedar convaleciente. Así, el cuerpo nace, vive y muere, y el matrimonio se convierte en vida propia según la carne unida, como se leía en el Génesis. Y como fuera que la vida es breve, es ahora tiempo de volverse santos, como indica la frase atribuida a San Maximiliano María Kolbe. Mas, ¿cómo ha de surgir este cuerpo conjunto?

 

(Fin de la tercera parte)

 

Notas

[1] Stein, E. (Sta.) (2001). La mujer. Su papel según la naturaleza y la Gracia. Madrid: Palabra, pp. 25-31.

[2] Íbid., p. 27.

[3] Ídem.

[4] Cf. Kinsella, L. J. (1954). La esposa deseada. Techny: Palabra Divina.

[5] Rm. 12,1.

[6] Stein, E. (Sta.) (2001). La mujer…, op. cit., p. 113.

[7] Íbid., pp. 113-114.

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