Et erunt in carnem unam I
(Por Castúo de Adaja)
Parte I.
Todo joven leído y entendido en su justa medida se puede topar sin mucha preparación con el título escogido para este breve pero denso artículo. Verdaderamente, Dios Todopoderoso quiso indicar una realidad por muchos doctos explicada, comentada y aun expuesta en manuales de teología. Sencillamente, todo se reduce al origen de nuestra esencia como criaturas: “y llegaron a ser una sola carne” (Gen 2,24); una verdad inapelable ante tribuno humano que, en tiempos pretéritos, no hallaba contestación alguna y era bien sabida aun entre la ignorancia de los sencillos, que portaban, sin embargo, la sabiduría de sus mayores y la comprensión de la lex naturalis con mayor prosa que académicos de renombre que dicten sentenciosamente sobre este u otro tema. La realidad, a pesar de todo, es la que es: algo falla en nuestra deficiente y agonizante sociedad; un mal se cierne ante la proba puella y el tierno infante que, desprovistos de la realidad tomista de que “las cosas son lo que son” – como tanto afirmaría el Catedrático de Historia Contemporánea Don Javier Paredes Alonso – terminan con la convicción de que no existe convicción posible, en una paradoja existencialista que acaba por deformar la recta – ορτο dícese en griego – virtud a la que están llamados. Esta generación mía, muy a mi pesar, es la “más preparada” pero, mucho me temo, que lo es en “fracasar”.
Allí donde se vieren estadísticas, contémplase con espasmo una falta de orden en los números: familias desestructuradas, el fin del matrimonio no sólo como sacramento sino como institución social natural, el aumento de la tasa de divorcio, etc. ¿Preparados? Preparados para fracasar en las virtudes, me imagino. No puede contemplarse el futuro nuestro sin atender a los pilares fundamentales de lo que supone ser una doncella que aguarda al esposo, como tan laboriosamente se reza en el Cantar de los Cantares. Toda una expresión de amor infinito no puede quedar reducida al olvido. ¡¿Qué digo al olvido?! ¡Al rechazo! Falta más caballerosidad, más virtud, más valor; son necesarios, en fin, más rasgos propios de nuestra naturaleza ante una sociedad que pretende negarla y “experimentar” ad naturam – contra natura – en un despropósito que se cubre con las glorias del Maligno, que se regocija ante el desequilibrio malicioso que se ha venido sembrando desde que se perdiera la fe. Y en estas disquisiciones, preguntábame yo ciertamente sobre qué es un caballero; más aún, como varón, hacíame yo esta pregunta: ¿qué ha de esperar el hombre de la mujer?
No en pocas ocasiones se tilda a la Iglesia y al Tradicionalismo con calificativos que no voy a reproducir; con expresiones insultantes para la inteligencia a la luz de los resultados. Así pues, ¿en qué consiste esta preparación que el varón y la mujer tienen como medio para el fin penúltimo, que es el matrimonio? Tan complejo es este cometido que resultaría hartamente imposible reducirlo a un mero artículo… ¿Qué digo de “artículo? ¡Ni a un tratado siquiera! No obstante, como pareciere perentorio discurrir sobre estos temas, me atrevo – no sé si con suficiente reparo – a redactar estas breves líneas para describir la realidad de la proba puella que busca el esposo en potencia – que no en acto.
San Juan Pablo II, que tan gran y preciado regalo nos brindó con sus Catequesis de la Teología del Cuerpo, tuvo la brillante esperanza de arrojar luz por medio de su encíclica Mulieris Dignitatem, de recomendada lectura. Atrás no quedan otras grandes obras de santos y doctos pontífices, de las que me valgo en esta ocasión con Casti Connubii, de Pío XI. La mujer es, en breves palabras, el don más preciado que guarda el hombre corriente; el joven impaciente que sabe que ha de guardar los fines en su recto orden. Una doncella es voluntad pura de Dios, como apunta tan sabiamente el P. Zezinho en su obra “Y Dios te quiso mujer”[1], en la que el varón contempla los dones y frutos para acometer el mandato de Eloim – de Dios, entiéndase. Pues, antes incluso de la Ley mosaica, obró el Padre de esta manera a través de su verbo, ordenando al hombre y mujer hechos a su semejanza que se multiplicasen y dominasen la creación[2]. Como perla preciada, el varón joven contempla a la doncella desde la esperanza de desposarse con ella como Cristo se desposó con su Iglesia. No podría entenderse de otra manera que el fin “penúltimo” del hombre llamado a la vocación del matrimonio fuera, precisamente, este: el ser fecundo como el Señor fecundó la vida espiritual al darnos a la Santa Madre Iglesia pues, si la última es creación espiritual y terrenal del mismo Dominus, ¿de qué otra manera podrían concebirse el desposorio y las nupcias? Únicamente desde la perspectiva de ser éstas – las nupcias – medio para el fin último: la santidad, que es la unión definitiva con el Señor, el Amor de los amores.
(Fin de la primera parte)
[1] Fernández de Oliveira, J. (Pbro.) (1992). Y Dios te quiso mujer. Santa Fe de Bogotá: Ediciones Paulinas.
[2] “Crescite et multiplicamini et replete terram et subicite eam et dominamini”, Gen 1,28