Esperando el Regreso del Rey
(Por Pedro Luis Llera) –
“Sé que todos los tiempos son peligrosos y que en todas las épocas, las mentes serias preocupadas, atentas al honor de Dios y a las necesidades del hombre, son proclives a pensar que ninguna época ha sido tan peligrosa como la propia. Sin embargo, aún admitiendo esto, pienso que las pruebas que tenemos por delante son tales que habrían espantado y confundido corazones tan valerosos como los de San Atanasio, San Gregorio I o San Gregorio VII. Y que ellos confesarían que, por más oscura que haya sido la perspectiva de sus respectivas épocas, la nuestra posee una oscuridad de un género diferente a cuanto haya existido antes.” Eso escribía San Juan Enrique Newman. Y sus palabras no pueden resonar más actuales ni podrían describir mejor lo que nos está tocando vivir a nosotros en estas primeras décadas del siglo XXI.
Todo suceso histórico, visto desde la fe, resulta providencial, casi sacramental, y forma parte de un designio divino anterior a la misma existencia de la historia. La actual pandemia también. Parece que en nuestros tiempos ha llegado la hora de un despertar de las potencias del mal, predicha explícitamente por la Sagrada Escritura. En el liberalismo burgués, Newman vislumbraba un esfuerzo posiblemente supremo de las potencias del mal por eliminar del mundo las energías salvadoras de la cruz. Y no le faltaba razón a la vista del actual estado de cosas.
Podemos perfectamente considerar a Kant como el padre de la Modernidad. El principio de que todas las personas tenemos derecho al mismo respeto ha pasado de la filosofía moral kantiana a la propia esencia del Estado de Derecho liberal. La ética kantiana consiste, en resumidas cuentas, en el respeto mutuo entre seres racionales autónomos. La dignidad de la persona es inviolable y el individuo es un fin en sí mismo. Esto es a lo que Kant denomina el “Reino de los Fines”, magnífica contraposición antropocéntrica del concepto católico de “Reino de los Cielos”. Desde el principio, la Modernidad nace como oposición a la Cristiandad. Para el cristiano el fin es Dios: Cristo es el principio y el fin. Para el hombre moderno, el principio y el fin es él mismo porque no hay nada más allá. La Modernidad es la pretensión de construir una nueva civilización que prescinda de Dios y que ponga al hombre en el centro de todo: la persona humana ocupa ahora el lugar de Cristo y se convierte a sí mismo en principio y fin. El hombre se redime a sí mismo: es el nuevo pantocrátor, el nuevo creador de todo cuanto existe y de sí mismo. El hombre se autodetermina y es libre para que su voluntad lo convierta en lo que él mismo desee.
La condición de persona, según Kant, supone la imputabilidad de sus acciones; es decir, implica que es responsable de sus actos y capaz de autodeterminarse según principios morales y jurídicos. La persona es dueña de sus actos y responsable de sus acciones. El fundamento de la dignidad de la persona es su autonomía: el hombre es valioso en sí mismo en virtud de su capacidad de actuar libre y racionalmente. El hombre autónomo no depende de nada ni de nadie: tampoco de Dios. Y no debe obedecer ninguna ley que no haya legislado él mismo. La Ley de Dios ha quedado derogada para el hombre moderno. No se acepta ninguna heteronomía ni, mucho menos, una teonomía. El hombre “mayor de edad” es plenamente autónomo, independiente y desobediente de cualquier ley que no haya dictado y aprobado él mismo.
Ahora bien, no todo ser humano desde el punto de vista biológico puede ser considerado como persona, según la filosofía de Kant. Habría seres humanos que no serían personas porque no son autónomos ni pueden autodeterminarse ni son responsables de sus actos: embriones y fetos, niños, enfermos dependientes, ancianos, seres humanos en estado de coma, enfermos mentales, dementes… Los seres humanos que no cumplen los requisitos de ser personas, serían para Kant simplemente cosas: quien no es fin en sí mismo autónomo posee únicamente valor instrumental. En el Reino de los Fines lo que no tiene dignidad tiene precio. Por eso el mundo moderno se permite comerciar con órganos para trasplantes o con restos de fetos abortados para elaborar cremas antienvejecimiento o vacunas contra pandemias. Y los niños se compran y se venden en vientres de alquiler. Y se experimenta con embriones humanos… Y la vida de ancianos, enfermos y dependientes supone un gasto insostenible en pensiones, sanidad y ayudas a la dependencia y para ahorrar costes, se aprueba una ley de eutanasia que alivie los gastos de las arcas públicas: muerto el perro, se acabó la rabia. Si los viejos mueren, dejamos de pagarles la pensión y problema resuelto.
La civilización cristiana predica la compasión, la misericordia y la caridad hacia los más desvalidos porque todo ser humano ha sido creado por Dios a su imagen y semejanza e independientemente de su edad, de su estado de salud o de sus capacidades, su condición de causa segunda, de criatura de Dios, no decae. La vida del ser humano es sagrada desde el momento mismo de la concepción hasta su muerte natural y toda vida humana debe ser protegida con la ternura y el amor que se merece por amor de Dios. Los católicos queremos hacer la voluntad de Dios: no la nuestra; y obedecer sus Mandamientos, que son Ley Divina y no humana.
Pero el mundo moderno combate abiertamente a la civilización cristiana. Lean a Nietzsche:
Los débiles y malogrados deben perecer; tal es el axioma capital de nuestro amor al hombre. Y hasta se les debe ayudar a perecer. ¿Qué es más perjudicial que cualquier vicio? La compasión activa con todos los débiles y malogrados; el cristianismo…
La Modernidad es enemiga de Dios. Y sigue Nietzsche: “La compasión del cristianismo atenta contra la ley de la evolución, que es la ley de la selección. Preserva lo que debiera perecer; lucha en favor de los desheredados y condenados de la vida”. Y concluye el filósofo alemán, en El Anticristo, que “nada hay tan malsano como la compasión cristiana”.
Ni la moral ni la religión corresponden en el cristianismo a punto alguno de la realidad. Todo son causas imaginarias (“Dios”, “alma”, “yo”, “espíritu, del libre albedrío”, o bien “el determinismo”); todo son efectos imaginarios (“pecado”, “redención”, “gracia”, “castigo”, “perdón”). Todo son relaciones entre seres imaginarios (“Dios”, “ánimas” “almas”); una teleología imaginaria (“el reino de Dios”, el “juicio Final”, “la eterna bienaventuranza”).
Para el mundo moderno, no hay Dios y si no hay Dios – porque Dios ha muerto – no hay una ley moral universal, no hay Ley de Dios. El hombre está por encima del bien y del mal. El hombre autónomo es libre para decidir lo que es bueno y malo, lo que se puede hacer y lo que no. De este modo el parlamentarismo liberal se ha convertido en la nueva divinidad, el nuevo ídolo, que con la legitimidad que le da su representación de las mayorías, determina los derechos y las obligaciones de los ciudadanos y legisla desde la nube de su Sinaí particular los nuevos mandamientos del hombre autónomo autodeterminado, de modo que lo que para Dios es pecado, para el Anticristo deviene derecho (aborto, eutanasia, divorcio, desfiguración de la familia y el matrimonio…). Lo que para Cristo es virtud, para el Anticristo es pecado. Lo que para Cristo es pecado, para el Anticristo es virtud. Y así estamos en esta situación de apostasía clamorosa. El mundo occidental está cambiando la civilización cristiana por una nueva era de barbarie pagana donde prima la decadencia y se adora el placer como única felicidad posible: culto al cuerpo, al orgasmo, adoración a Dionisos, liturgia de la bacanal, pornografía, prostitución… Un mundo donde toda práctica sexual es aplaudida y cuanto más pervertida sea, mejor. Y en este Reino de los Fines, en medio de esta orgía permanente, se rinde culto a la Madre Naturaleza, que es nuestra casa común y se sacrifican niños y ancianos al Moloc de la sostenibilidad, de la economía circular y de la ecología integral, implorando así que la sangre inocente vertida aplaque los efectos del cambio climático y reduzca el impacto de las emisiones de carbono a la atmósfera. Para los malthusianos darwinistas sobramos la mitad de la población mundial (si no más).
Decía Newman que “así como la primera venida del Señor tuvo su precursor, así también lo tendrá la segunda. El primero fue “Alguien más que un profeta”, San Juan Bautista; el segundo será más que un enemigo de Cristo, será la misma imagen de Satán, el pavoroso y aborrecible Anticristo”. El mundo moderno si no es el Anticristo, se le parece mucho. La gran apostasía ya la estamos viviendo y padeciendo.
Pero nosotros esperamos el regreso del Rey y el fin de este mundo – del Reino de los Fines – puede ser repentino. Cristo, de un momento a otro, puede venir a juzgar, a salvar y a condenar. Todo lo que no sea prepararse para ese momento en el que nos encontraremos cara a cara con Cristo es pura vanidad.
Conversión y penitencia.
¡Ven, Señor Jesús!
Un comentario en “Esperando el Regreso del Rey”
ANTONIO
Sr. Pedro Luis Llera:
Comparto lo que dice en su artículo “El reino del Anticristo”. Sin embargo, encuentro una contradicción en sus palabras. En dicho artículo usted pide o solicita a los lectores del mismo que salgan de las redes sociales (Facebook, Twuiter, Telegran, etc) algo que usted no hace. Verá usted, cuando alguien cae en la incoherencia entre sus palabras y sus hechos, deja de ser confiable. Un saludo.