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2 de abril de 2022 0 / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / /

El P. Apeles continúa explicando todo lo relativo a la figura de los cardenales (Parte II y final)

(Una entrevista de Javier Navascués) –

Agradecemos al Padre Apeles la amabilidad de atendernos nuevamente. En esta ocasión profundiza en la figura del cardenal en la Iglesia Católica. Nos cuenta todo tipo de detalles, desde su definición y naturaleza, origen, creación…hasta sus símbolos, vestimenta, trato, tren de vida, y todo tipo de curiosidades que enriquecerán la cultura eclesiástica de los lectores.

¿Qué simbolismo tiene la púrpura y las insignias cardenalicias?

Los cardenales son llamados también “purpurados”, en alusión al color de sus vestimentas: el rojo escarlata, el cual les fue otorgado definitivamente por Pablo II en 1464 como signo de su pertenencia al Papa. Antes de esa fecha, usaban el verde, el turquesa, etc. Una tradición sostiene que Constantino confirió la púrpura imperial a San Silvestre en señal de reconocimiento de su poder. Desde entonces, el rojo ha sido el color propio del Romano Pontífice, que comunica a todo lo que le rodea, en especial a los cardenales —que son sus criaturas— y a sus servidores.

La insignia propia del cardenalato ha sido desde el siglo XII el solideo rojo. El solideo se introdujo en esa época para cubrir la tonsura de los eclesiásticos. El nombre hace alusión a que sólo en presencia de Dios se lo quitan quienes lo llevan: soli Deo tollitur. Los diferentes colores de que se confeccionó servían para distinguir rápidamente a los dignatarios durante las funciones sagradas. El negro era propio de los simples sacerdotes; el violeta, de los obispos, y el rojo, de los cardenales. Además, algunas órdenes religiosas tenían su propio color: marrón los franciscanos, azul los silvestrinos, etc. El del Papa acabó siendo el blanco. El solideo rojo no abandona jamás la cabeza del cardenal cuando está en público, salvo delante del Santísimo Sacramento manifiesto y, durante la Misa, desde el prefacio a la comunión inclusive.

El birrete es un bonete de tres puntas forrado por fuera con seda roja. También servía para distinguir a los eclesiásticos, pero no durante las funciones, sino al entrar y salir de ellas. Hasta hace poco, en las rúbricas de la misa se decía: “Sacerdos accedat ad altare capite cooperto” (el sacerdote vaya al altar con la cabeza cubierta). Las mismas prescripciones sobre los colores que había para el solideo servían para el birrete. Este se ponía y se pone aún hoy sobre aquél. A diferencia del solideo, no siempre se lleva puesto. Cuando el cardenal se halla en su morada, el birrete se deja sobre una bandeja de plata en la antecámara, señal de su presencia. En las ocasiones en que oficia de pontifical, lo sostiene durante la ceremonia un gentilhombre laico apostado a la derecha del trono. Tanto el solideo como el birrete rojos fueron definitivamente concedidos a los cardenales por Gregorio XIV en 1591.

El capelo o galero era la menos usada de las insignias cardenalicias y, sin embargo, la que nos es más familiar por verla representada con mucha frecuencia en las pinturas del Renacimiento y del Barroco. Se trataba de un sombrero de fieltro rojo de ala ancha y plana en forma de disco (de unos 60 centímetros de diámetro), cuya copa estaba aplastada y apenas tenía grosor. El ala estaba perforada a los lados y por los agujeros se pasaban unos cordones de seda roja sujetados por un nudo y cada uno de los cuales se dividían en cinco series de borlas que, atadas a la barbilla, servían para sujetar el sombrero. El capelo entró en la Heráldica para ornar los escudos de los eclesiásticos. Aquí, empero, no es privativo de los cardenales. Los canónigos y ciertos sacerdotes, así como los obispos lo ponen en sus escudos. Ello nos indica que, en su origen, fue un accesorio común a todos los eclesiásticos para protegerse del sol y de la lluvia. Fue Inocencio IV quien, en tiempos del Primer Concilio de Lyon (1245) confirió el capelo rojo a los cardenales para que pudieran usarlo durante las solemnes cabalgatas. Con el tiempo, el capelo perdió su utilidad práctica y quedó como insignia exclusiva de los Príncipes de la Iglesia. Un mero adorno, como lo atestigua el hecho de que, una vez consignado por el Papa, era guardado envuelto en papel de seda en una caja con naftalina. Y es que el capelo no volvía a ver la luz hasta la muerte del cardenal, cuando se lo ponía a los pies de su féretro. Si el cardenal era obispo, el capelo se colgaba en su monumento sepulcral. Pablo VI suprimió el capelo.

Los sombreros comunes que usan los cardenales para cubrirse cuando van en hábito de calle están confeccionados en fieltro negro. Son de diseño normal, con ala estrecha redonda y copa esférica galoneada con seda roja y oro. Hay también unos sombreros de gala que son idénticos a los anteriores, excepto que están hechos de fieltro escarlata. Estos se hacen servir cuando el cardenal va en hábito de coro. Unos y otros van cayendo en desuso.

¿Cuál es la vestimenta propia de un Príncipe de la Iglesia?

Chateaubriand, esa alma sensible y delicada, escribió en cierta ocasión: “Quien no ha visto a través de las vidrieras de una catedral filtrarse los rayos de sol y juguetear sobre la ‘cappa’ de un cardenal, no ha visto uno de los más bellos espectáculos que hay en el mundo”.

El ajuar de un cardenal no era asunto baladí. Para empezar, hay que distinguir: el hábito de calle, el hábito de coro y el hábito de ceremonia.

El hábito de calle consiste en las siguientes prendas: calcetines rojos, sotana de lana negra filettata u orlada de rojo (el llamado abito piano), fajín de muaré rojo, esclavina negra también filettata, cruz pectoral normal con cadena, anillo y zapatos negros (con hebilla de plata), solideo rojo y sombrero de calle. Sobre los hombros se coloca el manto de lana roja de doble caída con cuello de terciopelo y cordón dorado. En las recepciones se lleva el ferraiolo, manto más ligero de seda roja con tablero en los hombros.

El hábito de coro está formado por las siguientes piezas: calcetines rojos, sotana y fajín de lana escarlata, roquete blanco con encaje, manteleta y muceta rojas, cruz pectoral de pedrería con cordón, solideo y birrete rojos. En los tiempos de penitencia (Adviento y Cuaresma), el color rojo se substituía por el violeta. El duelo por la muerte del Papa es el violeta para los cardenales.

El hábito de ceremonia es como el de coro con la diferencia que, en lugar de la manteleta y la muceta, el cardenal revestía la cappa magna guarnecida con una muceta de armiño y dotada de una cola que medía más de cinco metros cuando, en 1952, Pío XII la redujo a tres. Asimismo, el birrete era reemplazado por el sombrero rojo de gala.

Puede uno imaginarse lo que este ajuar significaba para la economía de los Eminentísimos Monseñores. En algunos casos, como en el del Cardenal Feltin, Arzobispo de París, no hubo que hacer demasiado gasto, ya que pudo aprovecharse el guardarropa de su predecesor, el Cardenal Verdier, por ser de más o menos la misma talla. Por lo demás, Pablo VI eliminó la seda de las vestiduras cardenalicias en un afán de mayor sencillez. Hoy en día, algún cardenal desempolva de vez en cuando los antiguos indumentos para oficiar en alguna ceremonia en la que está permitido el uso de los ritos tradicionales.

¿Cuál ha sido por lo general el tren de vida de Sus Eminencias?

Antes de que el capitalismo, bajo la influencia puritana, viniera a inculcarnos la idea del ahorro y la del destierro de todo lujo inútil (81), la mentalidad clásica era la de vivir según el propio rango. Los cardenales no escapaban, por supuesto, a la regla y tenían no la facultad sino la obligación de mantener casa principesca: la familia cardenalicia. Una especie de corte en pequeño.

En el pasado, hubo cardenales que desplegaron un fasto verdaderamente impresionante, al punto que el Papa hubo de prohibir que tuvieran más de doscientos servidores… El Cardenal francés Guillermo d’Estouteville (muerto en 1483) pasó por ser el más rico de su tiempo. Este amante de las artes y de la buena vida solía acudir a consistorio escoltado por 300 jinetes. En el Renacimiento, existía la costumbre del saqueo del palacio del cardenal que era elegido papa (lo que testimonia la riqueza que podía llegar a tener). El pueblo acudía en tropel a la vivienda del electo y pillaba todo lo que encontrara a su alcance. Los Pontífices, mucho más comprensivos con la naturaleza humana de lo que generalmente se cree, toleraron durante mucho tiempo este bárbaro uso.

Los cardenales, en general, cumplieron bien una de las funciones que justifica la existencia de la Aristocracia: el mecenatismo. Los de las grandes familias papales (tales como los Farnese, Borghese, Barberini, Pamphilij o Chigi) se comportaban como príncipes espléndidos y muníficos y dejaron numerosas muestras de su poder y buen gusto en Roma. Muchos monumentos de la Urbe están ligados a la memoria de algún Príncipe de la Iglesia, como el Palacio de la Cancillería, mandado edificar y costeado por el Cardenal Riario, sobrino de Sixto IV. La suntuosidad no estaba, empero, reñida con la caridad cristiana: los purpurados ricos estaban obligados a mantener un buen número de indigentes, a los que vestían y daban de comer. Algunos llegaron a privarse a sí mismos para ampliar el radio de su acción benéfica: el santo Cardenal Tommasi, de los Príncipes de Lampedusa, y el Cardenal Barbarigo, por ejemplo, vestían andrajos bajo sus hábitos y llevaban una vida personal austerísima.

En los tiempos presentes, claro está, no es ya dable el tren de vida del pasado, pero un cardenal debe tener un mínimo de “estatus” compatible con su dignidad. Para ello cuenta con una renta fija que le asigna la Iglesia Romana y que recibe el nombre de “piatto”, esto es: plato, porque de él comen Su Eminencia y su familia. Si el cardenal dirige algún dicasterio de la Curia, percibe, además, una bonificación al cargo. Con estos ingresos (y los que le puedan venir de familia o de algún bienhechor) ha de mantener su casa (casa en el sentido más amplio: vivienda y habitantes).

El palacio cardenalicio ya no es lo que en tiempos llegó a ser. Generalmente, los cardenales residentes en la Curia se alojan en apartamentos propiedad de la Santa Sede y ubicados en los Palacios de las Congregaciones Romanas. Ellos no obstante, deben constar, al menos, de las siguientes piezas: vestíbulo, antecámara, sala de visitas, sala del trono, oratorio privado y habitaciones privadas para el cardenal y su servicio. El vestíbulo debía estar adornado de un baldaquín rojo sobre la puerta y tener un trono con las armas del cardenal. En la sala de espera o antecámara había —como hemos dicho— un mueble sobre el que se ponía en bandeja de plata el birrete del cardenal para indicar que se hallaba en casa. En cuanto al salón del trono, tapizado en damasco rojo, había de contar con un trono con dosel para el Papa, con su retrato en la pared.

La “corte” constaba de cuatro personas: un maestro de cámara eclesiástico, un mayordomo laico, el caudatario y un gentilhombre de honor (vestido a la usanza de Felipe II: jubón, calzas y medias de seda negra, cuello y mangas con encaje, zapatos con hebilla de plata, capa negra corta de muaré y espada de ceremonia al cinto, a lo cual se añadía un anacrónico bicornio con plumas). Aparte había que considerar el personal del servicio doméstico: chófer, cocinera, etc. En el presente, Sus Eminencias se suelen contentar con un secretario y el servicio de algunas religiosas. Quien esto escribe, yendo a visitar a algún cardenal, se ha dado con la sorpresa de ser recibido a la puerta directamente por el dueño de casa.

Nos falta sólo tratar en este apartado lo relativo al transporte cardenalicio. Quien visite Roma no debe extrañarse si ve algún clérigo con la sotana roja bajo el abrigo subido en un autobús. Esto que ahora es posible era impensable no hace mucho, ya que no estaba permitido a un cardenal trasladarse a pie por las calles de la Urbe, teniendo a su disposición un carruaje adornado con sus armas y tirado por caballos engualdrapados. El hecho de llevar éstos borlas dio origen a la expresión romana de ir in fiocchi (ir en borlas). En 1870, en razón del luto de la Corte decretado por la expoliación de los Estados Pontificios y que el Papa no podía ya garantizar la seguridad de sus cardenales, fue suprimido el aparato de las carrozas, las que, por otra parte, cedieron el paso en el siglo XX a las limusinas. Estos elegantes automóviles provocaron un jocoso comentario (muy propio de la mordacidad romana). Sabido es que la matrícula de los coches de la Santa Sede es SCV (Stato della Città del Vaticano). Pues bien, alguien dijo un día: “se Cristo vedesse!” (¡si Cristo lo viera!), palabras que tienen las mismas iniciales, y la feliz expresión pasó a ser proverbial.

¿Qué trato se les debe dar a los Príncipes de la Iglesia?

Todos los cardenales tienen el tratamiento de Eminencias Reverendísimas, equiparándoseles a los Príncipes de la sangre de las casas soberanas. De hecho, el elenco del Sacro Colegio figuraba en la primera parte —la más exclusiva— del famoso almanaque Gotha. De este modo se podía dar el caso que el hijo de un humilde campesino, convertido en cardenal, pasase delante de un Ligne, un Auersperg o un Czartorisky. Después de todo, la Iglesia ha sido siempre factor de movilidad social. Por asimilación, los purpurados son llamados también “Príncipes de la Iglesia”. En la correspondencia dirigida a ellos, la fórmula tradicional de la etiqueta hace concluir las cartas “besando la sagrada púrpura de Vuestra Eminencia”.

A veces se ha juntado la dignidad espiritual a la proveniente del nacimiento. Los Papas solían crear algunos cardenales de entre los segundones de familias encumbradas. España tuvo varios de éstos, como el Cardenal-Infante Don Fernando, hermano de Felipe IV e inmortalizado por Velázquez, o el Cardenal-Infante Don Luis Antonio de Borbón, hermano menor de Carlos III, que dimitió de la púrpura para casarse morganáticamente con Dª María Teresa de Vallabriga (lo que provocó la promulgación de la famosa Pragmática de 1776 sobre matrimonios reales). Pablo VI, en nuestros días, creó un Cardenal de Fürstenberg. En cuanto a la nobleza menor, hay muchos más casos, como el del Cardenal Nasalli Rocca.

Incluso hubo cardenales que fueron reyes.

La Historia registra tres: uno efectivo y otros dos en calidad de pretendientes. El primero fue el Cardenal Don Enrique de Portugal, que se convirtió en rey a la muerte de su sobrino nieto Don Sebastián en Alcazarquivir (1578). Fue el último soberano de la Casa de Avís y reinó dos años con el nombre de Enrique II. Al morir, reivindicó la corona otro sobrino: nuestro Felipe II. El segundo Cardenal-Rey fue Carlos de Borbón, quinto hijo del Duque de Vendôme y tío de Enrique de Navarra. En 1589, al morir asesinado Enrique III, último de los Valois, el jefe de la Liga Católica Duque de Mayenne se opuso al Bearnés y proclamó Rey de Francia con el nombre de Carlos X al Cardenal de Borbón. Murió prisionero del partido realista en 1590, a causa de enfermedad. El último de los Príncipes de la Iglesia que tuvo también la dignidad regia fue Enrique Benedicto Estuardo, Duque de York (82). Era hijo del Viejo Pretendiente y hermano de Carlos Eduardo (llamado “Bonnie Prince Charles”). Al morir éste sin hijos, recayó en el Cardenal-Duque la legitimidad monárquica, convirtiéndose en Enrique IX de Inglaterra, mientras los usurpadores Hannover reinaban efectivamente en las Islas. Lo curioso es que Jorge III llegó a pensionarlo. Murió siendo Cardenal-Obispo de Frascati, en cuya catedral está enterrado.

Nos queda por repasar lo que podríamos considerar como aspectos menos sacros de la púrpura.

El primero de ellos se relaciona con el anterior apartado. No sólo hubo cardenales que fueron reyes: también los hubo que fueron hombres de Estado (a veces, más que de Iglesia). Cabe mencionar entre ellos a: Beaufort (canciller de Enrique V), Wolsey (ministro de Enrique VIII) y Pole (presidente del Consejo de María Tudor) en Inglaterra; Richelieu, Mazarino, Dubois, Fleury, (ministros, respectivamente, de Luis XIII, Luis XIV, el Regente y Luis XV) en Francia; Cisneros (regente), Adriano de Utrecht y Granvela (al servicio de Carlos V), Nithard (consejero de Doña Mariana de Austria) y Alberoni (ministro de Felipe V) en España; Olesnicki (consejero de los Jagellones) en Polonia; Gattinara y Ciacconiani en el Sacro Imperio, etc. En nuestros días, el Cardenal Mindszenty (+ 1975) fue Príncipe Primado de Hungría, lo que le daba la representación política del Estado en ausencia del Rey. Otros cardenales consideraron incompatible su dignidad eclesiástica con la política y la depusieron para mejor dedicarse a ésta: tal fue el caso de César Borgia, hijo del Papa Alejandro VI. Al revés, un antiguo político se convirtió en cardenal: el Duque de Lerma, valido de Felipe III. Otro soberano, el duque Amadeo VIII de Saboya, siendo laico fue elegido antipapa con el nombre de Félix V. Ordenado y consagrado, acabó abdicando, por lo que el papa legítimo Nicolás V le premió con el cardenalato.

Hubo cardenales creados a edades tempranas hasta el punto que puede hablarse de cardenales-niños, casos no muy frecuentes, gracias a Dios.

El más joven de que se tiene noticia fue el Infante Don Alfonso de Portugal, creado por León X… ¡a los siete años! (aunque con la especificación de que sólo sería tratado como cardenal a partir de los catorce). El mismo León X fue creado por Inocencio VIII antes de los catorce, habiendo su padre —Lorenzo el Magnífico— hecho falsificar la fecha de su nacimiento. Alejandro Farnese —el futuro Pablo III— fue cardenal a los catorce años gracias a los encantos de su hermana la “Bella Giulia”, amiga de Alejandro VI (83). Roberto de Nobili y Pedro de Luxemburgo, creados respectivamente a los catorce y diecisiete años, murieron con fama de santidad. De modo que no necesariamente un abuso daba malos resultados.

No hay que olvidar a los cardenales dimisionarios: los casos ya citados de César Borgia y Luis Antonio de Borbón y el del Archiduque Alberto de Austria, que dejó la púrpura para casarse con la Infanta Isabel Clara Eugenia y convertirse en Gobernador de los Países Bajos. Tampoco faltaron cardenales depuestos: los procesados por León X (Petrucci, Bandinelli y Riario) como consecuencia de la conjura descubierta contra su vida, según se vio en otro capítulo.

La dignidad cardenalicia no suponía necesariamente el sacerdocio.

César Borgia y Mazarino tenían sólo el subdiaconado. Por eso pudo el segundo, a lo que parece, contraer matrimonio secreto con la Reina Regente Ana de Austria, madre de Luis XIV (lo que lo habría convertido en el único cardenal casado de la Historia). El gran Cardenal Consalvi, Secretario de Estado de Pío VII, no quiso ser ordenado sacerdote. Se dio hasta el caso de un cardenal laico: lo fue el príncipe inglés Reginald Pole, pariente de los Tudor, que, al ser creado por Pablo III en 1536, no había sido ni siquiera tonsurado. Sólo en 1556 recibió las sagradas órdenes para convertirse en Arzobispo de Canterbury. El Código Canónico de 1917 determinó que todo cardenal había de ser por lo menos sacerdote y, en 1962, el Beato Juan XXIII estableció, a su vez, que fuera consagrado obispo si antes de su creación no lo era ya.

Fin

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