Educación para la Ciudadanía, educar sin Dios
Entrevistamos a Antonio Peña, Doctor en Historia, que nos hace un repaso a fondo de la nefasta asignatura Educación para la Ciudadanía, un laicismo feroz, impuesto por el gobierno para descristianizar la sociedad.
En esta entrevista nos explica su génesis y su evolución a lo largo del tiempo siguiendo unos planes perfectamente establecidos. Educación para la Ciudadanía (EpC) es el fundamento para crear un nuevo prototipo de persona, de ser humano y de ciudadano bajo un sistema totalitario.
¿Qué es la Educación para la Ciudadanía y qué pretende?
La Educación para la Ciudadanía no es un compendio de ideas de un pedagogo pos-moderno, ni un pupurri filosófico de un intelectual que, sin oficio ni beneficio, ha conseguido vender su doctrina a un gobierno. Tampoco es el capricho de un presidente de gobierno. Como veremos, Educación para la Ciudadanía (EpC) es el fundamento para crear un nuevo prototipo de persona, de ser humano y de ciudadano bajo un sistema totalitario.
Esta ideología hunde sus raíces en mayo del 68.
Efectivamente los primeros esbozos de las ideas recogidas en la actual EpC ya los podemos encontrar en las propuestas pedagógicas anarquistas de la “Escuela Moderna”. Desde la década de 1960 -especialmente a partir de la revolución marxista de 1968 y con los movimientos de Nueva Izquierda y Terapia Gestalt- estos planeamientos pedagógicos fueron extendiéndose hasta ser ampliamente aceptados y aplicados, sobre todo durante las décadas de 1980 y 1990 y, especialmente, mediante la labor del movimiento de Renovación Pedagógica. Actualmente tales ideas se han implantado y asentado en la conciencia pedagógica, sociopolítica y sociocultural de Europa y Occidente en general.
¿Cuáles son las ideas base de este movimiento?
Son “enseñar a aprender” para “enseñar a ser”. Bajo este lema se trata de cambiar la mentalidad y modelo pedagógicos llevando a la práctica teorías como: el autoaprendizaje, pero sin ninguna guía porque cada alumno se hace dueño de su propio camino de sabiduría; la educación libertaria, antidirigista y antiautoritaria junto a la adquisición de autonomía moral y ética. A ello se añade la teoría de la desescolarización, llevada a la práctica con el fomento de vías de formación no-reglada y no-formal así como con el desarrollo de currículums ocultos sobre el currículum explícito, vertebrados sobre unas llamadas transversalidades.
Desde la década de 1970 se han venido poniendo en práctica, además, teorías como la educación integral que pretende unir todos los saberes en una única materia de formación socioeconómica, sociopolítica, sociocultural, sociomoral. Paralelamente la figura del profesor ha sufrido un cambio radical de concepción surgiendo el educador-pedagogo, cuya función es sólo la de ser acompañante del alumno en su proceso de aprendizaje y de encaje dentro de un conjunto socio-estatal transformado por la subversión cultural.
En definitiva, la expresión “enseñar a aprender” para “aprender a ser” consta de dos conceptos que resumen las intenciones que el movimiento de renovación pedagógica ha conseguido imponer:
“Enseñar a aprender”: inculcar a los niños que sólo existe una forma determinada de aprender. Una forma que aparentemente es libre y que se basa en la experiencia personal y en la especificidad de cada alumno, aunque lo que realmente queda en el consciente y subconsciente del alumno sean las marcas o huellas que dejan esas experiencias. Esto es, al final lo que cuentan son las conclusiones que el alumno extrae de sus experiencias. Es aquí donde el guía-pedagógico (el profesor y el tutor) deben entrar para codificar ideológicamente esas conclusiones, que deben ser convertidas en aprendizaje.
“Aprender a ser”: una vez asumida la forma de aprender y la codificación ideológica realizada instantáneamente sobre de los resultados y conclusiones del proceso de aprender, interviene el “aprender a ser”. Esto quiere decir, sencillamente, que no somos personas humanas ni ciudadanos, sino que a lo largo de nuestra vida debemos aprender a ser personas humanas y ciudadanos. De tal modo, ser persona humana y ser ciudadano quedan convertidos en dos objetivos de vida que se alcanza -o no- mediante el tipo de aprendizaje reseñado.
En España el proceso de extensión y consolidación de los principios y postulados de la Renovación Pedagógica tuvo una rápida expresión en el marco legislativo.
Así es, los grupos reformistas del Franquismo aceptaron el reto de liquidar los restos del modelo educativo edificado a partir de la “Ley Moyano” (1957) para levantar un nuevo sistema sustentado en el modelo de Renovación Pedagógica. Es así como en 1969 -tras la ola revolucionaria- el Régimen Franquista tenía elaboradas las primeras Bases para una política educativa, que fue fundamento de la “Ley Villar Palasí” o Ley General de Educación de 1970. Esta ley cambió la orientación general de la enseñanza y los objetivos y los métodos pedagógicos en consonancia con la Nueva Pedagogía. Especial atención se dio tres factores:
La escolarización básica del conjunto de la población infantil.
La forma y método de aprendizaje de los alumnos en supuestas destrezas y habilidades, que deberían prevalecer sobre los contenidos teórico-prácticos.
La nueva dimensión ética: la progresiva pérdida de los valores de raíz cristiana hizo necesario un consenso sobre los nuevos valores que debían difundirse a través del sistema educativo. Con la Ley General de Educación y, desde entonces, con las diversas reformas se ha intentado poner en marcha un nuevo sistema moral diseñado por el Estado, y conforme a los valores ideológicos que sustentan la Nueva Pedagogía.
El fracaso en este tercer punto llevó a un nuevo intento reformista en 1985, con la Ley Orgánica Reguladora del Derecho a la Educación (LODE).
Esta nueva ley dejaba intacta la estructura educativa pero iniciaba un cambio curricular profundizado por la LOGSE. En 1990 se promulgó la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE). Esta Ley sí comportó cambios importantes de forma efectiva: tanto de estructura como curriculares.
¿Quién fue uno de los principales ideólogos de la LOGSE?
Fue Álvaro Marchesi uno de sus principales exponentes. La LOGSE se basaba en tres ideas propias del revolucionarismo marxista: 1) la enseñanza como camino hacia la igualdad total, forzosa y necesaria (llamada integración social); 2) la enseñanza como potestad del Estado quitándosela a la familia (padres), y 3) la enseñanza como instrumento de “modernidad” (de progreso, es decir, de revolución económica, social y cultural). Estos tres principios son asumidos como dogmas. Para conseguir hacer realidad estos principios la educación y el sistema educativo deberían basarse el cognitivismo constructivista.
En el cognitivismo constructivista no se enseñan “saberes” -calificados de “tradicionales”- no hay fenómenos ni hechos ni fórmulas o reglas objetivas que aprender o describir o explicar, no hay personajes que retratar. El alumno debe conocer la realidad únicamente mediante su experiencia. El resultado es un conocimiento sesgado y manipulado por los propios sentimientos, impresiones o recuerdos sobre las experiencias vividas. De ahí la importancia dada a la memoria vivida (memoria histórica se llama ahora) como uno de los modos de manipulación social. A esto se llama “aprendizaje significativo”.
Con la LOGSE el cognitivismo constructivista y el aprendizaje significativo se hacían explícitos siendo una cuña para la ideologización del alumnado.
Sí y al mismo tiempo el docente quedaba reducido a un guía o agente motivador de ese proceso de aprendizaje. Y para que el docente respondiese a la ideología que se pretendía imponer necesitaba un inspector. Por eso la LOGSE relanzó la figura de los inspectores y les dio mayores funciones, capacidades y posibilidades de vigilancia, control y censura sobre el profesorado y los centros.
Todo este proceso se justificó aludiendo a que una “realidad” -cada vez más “plural”- hacía necesarias esas “nuevas” formas de aprendizaje. Más que transmitir “saberes tradicionales” se debía mantener la cohesión social, alcanzar la igualdad de oportunidades, así como la igualdad de voluntades y de capacidades pero manteniendo una falsa tolerancia hacia otras formas y modos de vivir.
También se nos decía que para conseguir estos objetivos era necesario insistir en el currículum oculto, que debería transmitir valores. Lo que no se nos explicaba era qué valores. Además se nos decía que el mejor medio para alcanzar estos objetivos eran las transversalidades, las diversidades y las adaptaciones curriculares por las que se podían hacer explícitos muchos de los contenidos del currículum oculto.
Así es como en la década de 1990 comenzaron a impartirse asignaturas o materias con títulos como “desenvolverse en la vida experimentando con las cosas”, “manera de que salga bien una cita”, “Cómo hacer democrática mi casa”, “saber cuándo uno está enamorado”, y chorradas similares; mediante las cuales se podía transmitir un nuevo sistema de valores y de ética civil para la cual no había consenso en nuestra sociedad y, por lo tanto, no podía hacerse de forma curricularmente explicita.
¿Qué implicaciones tuvieron estas medidas?
Las consecuencias de este proceso ya se dejaron sentir en la frontera del año 2000: un sistema de evaluación laxo, un sistema que promociona que los alumnos pasen de curso por su edad, un sistema que penaliza y reprime el saber y el esfuerzo y la responsabilidad; un sistema que anula la disciplina y la autoridad, un sistema que vacía los valores de contenido cristiano y los relativiza para poder suprimirlos y sustituirlos por otros nuevos.
En 1998 el Instituto Nacional de Calidad y Evaluación (INCE) constató el progresivo éxito ideológico que este sistema educativo había proporcionado, aunque señalaba el fracaso del mismo en referencia a los niveles de conocimientos: un 30% del alumnado no conseguía el título de graduado en educación secundaria obligatoria. Ante esto la llamada “tasa de idoneidad” en conocimientos fue sustituida por las “adaptaciones” y “diversificaciones” curriculares (del tipo ya referidas) donde el currículum oculto se hacia explícito.
Javier Navascués Pérez