Carlismo del Siglo XXI
(Por Pedro Luis Llera) –
Nací en una pequeña aldea asturiana. Dios nos crea a todos únicos e insustituibles. Pero no nos crea solos ni aislados. Nos da la vida en el seno de una familia. Todos tenemos una genealogía, unos antepasados, que nos definen como miembros de una comunidad, de una sociedad, de una parroquia concreta en un concejo determinado. Y esa pertenencia al clan familiar nos define.
Cuando alguien me ve en mi concejo, me suele sacar «por la pinta», por el parecido con mi padre o con mi abuelo. Y si no, nadie te pregunta «quién eres», sino «¿tú, de quién eres?». No te define el nombre, sino tu estirpe. Si digo que soy simplemente Pedro, no les dice nada. Pero si les dices que eres «el fiu de Ricardo y la Tita y el «nietu Xico, el de la Ercoa», entonces todo el mundo sabe quién eres, de dónde vienes, cuáles son tus raíces. Por eso, la familia es la célula básica de la sociedad tradicional. No eres un individuo solo y aislado: eres alguien que pertenece a una familia, a una parroquia, a un concejo, a un pueblo, a una patria.
La tradición expresa la continuidad histórica de un pueblo. Te define tu lengua, tu casa y origen. Y esa tradición pasa de generación en generación. Somos lo que somos. Y tarde o temprano, tus raíces y tu tierra te llaman. Hay algo telúrico y ancestral que te dice que tú formas parte de esa tierra, que es tu tierra, la tierra de tus antepasados. Como señala Vázquez de Mella:
«La tradición, ridículamente desdeñada por los que ni siquiera han penetrado su concepto, no sólo es elemento necesario del progreso, sino una ley social importantísima, la que expresa la continuidad histórica de un pueblo, aunque no se hayan parado a pensar sobre ella ciertos sociólogos que, por detenerse demasiado a admitir la naturaleza animal, no han tenido tiempo de estudiar la humana en que radica.
Y esa es la causa de que todo hombre, aun sin advertirlo y sin quererlo, sea tradicionalista, porque empieza por ser ya una tradición acumulada. Que se despoje, si puede, de lo que ha recibido de sus ascendientes aunque sea prescindiendo de su ser, y verá que lo que queda no es él mismo, sino una persona mutilada que reclama la tradición como el complemento de su existencia. El revolucionario más audaz que, en nombre de una teoría idealista, formada más por la fantasía que por el entendimiento, se propone derribar el edificio social y pulverizar hasta los sillares de sus cimientos para levantar otro de nueva planta, si antes de empezar el derribo se detiene a preguntarse a sí mismo quién es, si la pasión no le ciega, oirá una voz que le dice desde los muros que amenaza y desde el fondo de su alma:
Eres una tradición compendiada que se quiere suicidar; eres el último vástago de una dinastía de antepasados tan antigua como el linaje humano; ninguna es más secular que la tuya. Si uno sólo faltara en esa cadena de miles de años, no existirías; quieres derrocar una estirpe de tradiciones, y eres en parte obra de ellas. Quieres destruir una tradición en nombre de tu autonomía, y empiezas a negar las autonomías anteriores y por desconocer las siguientes; al inaugurar tu obra quieres que continúe una tradición contra las tradiciones pasadas y contra las tradiciones venideras, proclamando la única verdad de la tuya. Mirando atrás, eres parricida; mirando adelante, asesino; y mirándote a ti mismo, un demente que cree destruir a los demás cuando se mata a sí mismo».
Somos herencia. Somos por lo que fuimos o por lo que fueron otros.
Pero los vínculos naturales no son suficientes para conformar el carácter de un pueblo. El hombre tiene su naturaleza caída por el pecado original. Y un pueblo alejado de Dios es un infierno de envidias, odios, rencores y ansias de revanchas y venganzas. Basta que alguien toque las lindes de una finca para que se desaten todos los demonios del infierno y arda Troya. No bastan los vínculos puramente naturales. Los hombres y los pueblos necesitamos ser redimidos de nuestros pecados por el único Salvador del género humano: necesitamos a Cristo y a su Iglesia. Los pueblos tradicionales hispánicos viven y se unen en torno a su parroquia. Un pueblo en el que todos o una mayoría vivan en pecado mortal se convierte en un lugar inhóspito, inhumano e incluso peligroso. Donde no reina Cristo, reina el demonio y con él, la barbarie, la violencia, la crueldad, la ley del más fuerte que machaca a los débiles y desprotegidos.
Un pueblo sólo puede ser civilizado si vive conforme a la ley de Dios; si practica las obras de misericordia; si sus hombres y mujeres se confiesan con frecuencia; si los hombres, mujeres y niños se unen en la Santa Misa al sacrificio de Cristo en la cruz. Un pueblo que tiene a Cristo como Rey y Señor es un pueblo de santos y un lugar civilizado donde la caridad, que es amor sobrenatural, se convierte en la norma que rige entre los vecinos, siempre dispuestos a ayudarse entre sí por el bien común del pueblo.
España – las Españas – no se entienden sin la cruz de Cristo. Lo que une a las distintas tierras de España es Cristo y la devoción a María Santísima. Por eso los carlistas hemos luchado siempre por la unidad católica de España y lo seguiremos haciendo.
Hay dos cosmovisiones y dos antropologías enfrentadas entre sí: el teocentrismo que pone a Dios en el centro y acepta con humildad que el hombre es criatura de Dios y que ha sido creado para dar gloria a Dios, cumplir su voluntad y así llegar un día a la Patria celestial; y el antropocentrismo, que pone al hombre en el centro y su voluntad por encima de la Dios y que, si cree en Dios, es porque él quiere y no porque asuma su condición de causa segunda. El antropocéntrico, humanista o personalista considera que su dignidad proviene de su independencia y de su autonomía respecto a cualquier factor exterior a sí mismo: incluida su independencia de Dios. El antropocentrista pone su libertad por encima de cualquier otra consideración. El que se sabe siervo de Dios y tiene a Cristo como Señor obedece la ley de Dios y, cuanto más ama a Dios y se somete a su voluntad, más libre es.
Hay que volver a poner a Dios en el centro de la vida personal y social. Cristo es y ha de ser cada día más, Rey. Los carlistas estamos llamados a luchar por el reinado social de Nuestro Señor Jesucristo. No queremos políticos ni políticas sin Dios. No queremos leyes inicuas. No queremos blasfemias ni sacrilegios ni ofensas a Dios. No queremos herejías ni apostasías. Somos contrarrevolucionarios militantes, católicos a macha martillo y enemigos del liberalismo, del socialismo, del comunismo y del fascismo. Nosotros defendemos la Verdad y el Bien y sometemos nuestra libertad a la voluntad de Dios para ser soldados de Cristo, incapaces de pecar contra el primer mandamiento de la Ley de Dios. Y termino haciendo mías las palabras que Vázquez de Mella pronunció en un discurso el 29 de julio de 1902:
«Yo quiero estar dispuesto para reñir esa batalla. Y si caigo en el combate antes de ver ese glorioso final, ¡no importa! Porque, con los ojos fijos con la última mirada en los del Redentor agonizando en la cruz, aún podrán decirle, trémolos, mis labios: ‘¡Señor! ¡Señor! Cuando las muchedumbres que redimiste de doble servidumbre, enloquecidas por el viento de la impiedad te maldecían. Cuando los sofistas se mofaban de Ti y Te escarnecían saludándote con el Ave rex iudaeorum! Cuando los perseguidores echaban suertes sobre tus vestiduras, y los escribas y fariseos se concertaban para infamarte, y los cobardes pactaban con ellos, y discípulos pusilánimes te confesaban en silencio.., ¡Señor!, Tú bien lo sabes, yo no te negué. Y en horas muy amargas se levantó hasta Ti como una oración mi propia pesadumbre, para decirte: Que sea tu nombre el último que pronuncien mis labios; y que, cuando mi lengua quede muda, todavía con el postrer esfuerzo de mi brazo se alce mi pluma como una espada que te salude militarmente al rendirse a la muerte, peleando por tu causa»
2 comentarios en “Carlismo del Siglo XXI”
José Fermín Garralda
Muchas gracias, amigo y correligionario.
Pedro Luis Llera Vázquez
Gracias a usted, señor Garralda.