La autoridad del páter familias ante la acusación de machismo heteropatriarcal
El hombre es un animal social por naturaleza. Nace desvalido y al menos durante la primera década de su vida, si no durante toda ella, necesita de otros para sobrevivir. Es ley de naturaleza, un hecho previo incuestionable, reconocido ya desde los albores de la reflexión humana.
Todo grupo humano, para ser funcional, necesita de una autoridad -auctoritas o potestas- que coordine a las partes y resuelva en última instancia con la toma de decisión. Desde una trainera de remeros o un equipo de futbol, pasando por cualquier empresa por pequeña que sea, hasta una comunidad de vecinos, una aldea o una nación, todo grupo humano orientado a la colaboración y el esfuerzo en común, requiere de una autoridad, reconocida o ejercida de una forma u otra. La autoridad es también, por tanto, de origen natural, y por eso decimos que toda autoridad proviene de Dios, autor de nuestra naturaleza. Es otro hecho de partida y, por tanto, incuestionable. La anarquía o acracia no deja de ser una utopía, inviable en cualquier sociedad humana. Hasta en la granja de Orwell, todos eran iguales, pero tenían que reconocer que unos eran más iguales que otros, y por eso ejercían la autoridad, aunque en este caso fuera poder despótico.
Entre todas las manifestaciones de la sociabilidad humana, la familia es la primera, tanto en el orden cronológico como en el de su importancia. Por eso fue reconocida siempre, ya desde los antiguos griegos, como la célula de la sociedad. No solo constituye el núcleo primordial en el que recibimos el apoyo vital necesario en esos primeros años de vida, sino que en ella aprendemos también las claves iniciáticas que nos permiten integrarnos en otros grupos humanos mayores. Por eso Cicerón la llamó el seminario -el semillero- de la república.
Como todo grupo humano, también la familia requiere una autoridad, que en este caso ejerce por naturaleza el varón, reconocido como páter familias desde los albores de la civilización y el derecho. Para esta función la naturaleza ha dotado al hombre de rasgos determinados que posibilitan esta función, como a la mujer de otros -igualmente valiosos- que hacen posible la suya.
El ejercicio de la autoridad se manifiesta fundamentalmente en la toma de decisiones o, más específicamente, en la responsabilidad por la toma de la decisión final. Este ejercicio puede desarrollarse, dependiendo de las circunstancias, tanto de manera unilateral, como consultiva o de forma democrática o por consenso. No hay una forma mejor que otra en términos absolutos, sino que la conveniencia de emplear una u otra manera vendrá aconsejada por las circunstancias. Así, habrá momentos en que el padre de familia adoptará por si mismo la decisión de lo que conviene a la familia a él encomendada, otras en que consultará las preferencias de su esposa e hijos para tomar la decisión, y otras, finalmente, en que la decisión podrá resultar directamente de la posición mayoritaria en el grupo. Ninguna de esas formas de tomar la decisión menoscaba la responsabilidad de quien tiene encomendada la autoridad ni es superior a las otras, sino que dependerá de las circunstancias en cada caso. Algo que es aplicable, por cierto, a cualquier autoridad en cualquier grupo humano, desde empresas hasta gobiernos.
Todo lo dicho hasta ahora pertenece al orden de la ley natural, válida para todos los hombres, independientemente de su credo religioso o grado de civilización. El cristianismo -heredero de la civilización grecolatina, tomó como base esta concepción natural de la familia para elevarla a una categoría superior en el contexto del matrimonio cristiano. San Pablo, en los apartados 5, 22-25, 5, 28-33 y 6, 6, 1-4 de su Carta a los Efesios, expone esta concepción cristiana de la autoridad en la familia que corresponde al varón y de la diversidad de deberes que corresponde a los distintos miembros que la componen:
“Las casadas estén sujetas a sus maridos como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia y salvador de su cuerpo. Y como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres a sus maridos en todo. Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla…
Los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer, así mismo se ama, y nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. “Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una carne”. Gran misterio es éste, pero yo lo aplico a Cristo y a la Iglesia. Por lo demás, ame cada uno a su mujer, y ámela como a si mismo, y la mujer, reverencie a su marido”.
Y respecto a los hijos:
“Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor, porque es justo. “Honra a tu padre y a tu madre”. Tal es el primer mandamiento seguido de promesa, “para que seáis felices y tengáis larga vida sobre la tierra”. Y vosotros, padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y en la enseñanza del Señor”.
En el texto paulino, se relaciona la autoridad en la familia con la que Cristo representa respecto a la Iglesia, tanto en lo que afecta al ejercicio de la misma por parte del varón, como a su aceptación interior por parte de la mujer. Esa relación y referencia a Cristo no es baladí, sino que marca el tono que no solo evita la deriva de la autoridad en despotismo y el de la sumisión en esclavitud, sino que eleva las relaciones entre los esposos a la categoría de reflejo del amor de Cristo y su Iglesia, reforzando el carácter sacramental que para el cristiano tiene el matrimonio, y el que la familia tiene de “Iglesia doméstica”, como tantas veces ha sido denominada por el Magisterio.
En la familia cristiana recibimos la Fe que nos es transmitida y es la vía normal por la que nos incorporamos a la Iglesia. En la familia natural, con deberes comunes y con deberes diferenciados entre padre, madre e hijos, como seminario de la república, aprendemos lo necesario para integrarnos en la vida comunitaria, entre ello el reconocimiento de la autoridad y de las jerarquías existentes en las relaciones humanas -que después reconoceremos en los distintos ámbitos en los que nos encontremos-, el sentido de los deberes junto al de los derechos, la disciplina, la obediencia, el apoyo mutuo, el sacrificio por los demás…bagaje que nos permitirá ser, ya fuera del entorno familiar, buenos ciudadanos, buenos trabajadores de una empresa, buenos integrantes de un equipo deportivo, miembros solidarios de la comunidad…
Hoy el feminismo radical, blandiendo la acusación de “machismo heteropatriarcal”, pretende sustituir el orden familiar establecido por la naturaleza y santificado por Dios, por un modelo democrático e igualitario, sin cabeza de familia, sin deberes diferenciados entre los esposos, sin obediencia por parte de los hijos y basada en el principio de la soberanía popular y de un hombre-un voto.
No se trata sólo del contagio en las familias de la mentalidad ambiental, sino también del propósito deliberado de destruir la familia natural y cristiana. O, como diría Gramsci, de cambiarle el signo a la misión que cumple como seminario de la res-pública, y, en nuestro caso, como vehículo de transmisión y perpetuación de la Civilización Cristiana. Que es el blanco último de la Revolución.