Fuero familiar
por Luis Ignacio Amorós Sebastiá
La familia es el núcleo de la especie humana; la base de la sociedad (de hecho, es la primera y principal de las sociedades), y de la comunidad política que aquella genera.
La unión conyugal de varón y mujer, y la prole que ambos engendran y crían, constituyen el sustento imprescindible sobre el que se fundamenta todo orden humano. La familia procura los bienes materiales y espirituales imprescindibles. La unión de familias por nuevos vínculos conyugales crea las diversas comunidades, que a su vez procuran a cada miembro bienes comunes suplementarios (no sin importancia, pero siempre inferiores en orden de prelatura a los que procura la familia).
Asimismo, cuantas sociedades creadas espontáneamente para satisfacer intereses comunes se nos puedan ocurrir (desde el ayuntamiento hasta el sindicato) no sólo se nutren de individuos que provienen de familias, sino que, en cierto modo, con frecuencia adoptan para su funcionamiento principios y virtudes que la familia inculca y practica, como la fraternidad, la protección a los más débiles, o el auxilio mutuo.
Parece evidente que la construcción de una comunidad política humana, además de tener como punto de partida la familia, debe emplearla como modelo: como explica el magisterio, la Iglesia es una “familia de familias” (véase CIC números 533, 759, 1603, 2201 y subsiguientes, etcétera), y tanto su autoridad como su potestad debe ejercerse con el mismo celo y cuidado con el que los padres velan por el bien de sus hijos. Como la sociedad política (con sus atribuciones específicas) debe procurar la imitación de la sociedad apostólica, se concluye de modo evidente que también la comunidad política debe procurar ser familia de familias a su nivel (particularmente relevante en sus niveles más cercanos a las propias familias).
No de otro modo emplea ese modelo la religión verdadera, tanto en la Antigua Alianza- cuando eran patriarcas los que dirigían al primitivo pueblo elegido y los reyes posteriores eran respetados y exigidos como padres del pueblo- como en la Nueva Alianza, en la que Cristo nos pone a Dios como ejemplo de padre y nos pide que nos amemos como hermanos.
Una crítica que se ha hecho a la familia es la de que sus miembros pueden anteponer la protección de sí mismos o su estirpe sobre el Bien Común. Olvida esa crítica que, del mismo modo que los padres de familia procuran ejercer la equidad entre sus hijos, y reconvenir a estos cuando caen en humanos egoísmos y olvidan sus lazos familiares, del mismo modo debe la autoridad pública mediar entre las familias cuando estas anteponen su interés personal a la virtud de la justicia.
No olvidemos nunca que la naturaleza del hombre es caída, y que toda institución de la que forma parte está sujeta al riesgo de ser empleada para el mal. Del mismo modo que principados legítimos pueden ser empleados para el mal como para el bien, también los benéficos lazos familiares pueden tener, desgraciadamente, un objeto malo. La familia es natural, y el cimiento de la sociedad, pero no es sagrada per se.
Naturalmente, dichas críticas, magnificadas convenientemente, son empleadas por una filosofía política que pretende la demolición de la familia para que su función la ejerza el estado. Hace ya más de quince años escribí este artículo en el Portal Avant! en el que advertía que el ataque más fuerte de la Revolución en el siglo XXI entonces iniciando sus pasos, sería contra la familia, último baluarte contra el control social de las plutocracias globalistas.
La filosofía estatista es, aunque pueda parecer paradójico, de estirpe liberal, y sus principales propagadores son los mismos que crearon la ficción teórica del contrato social.
El contrato social, inventado por Hobbes en base a ideas previas de filósofos individualistas griegos como Epicuro o Glaucón, se basa en la existencia de un ser humano individuo, plenamente autónomo y plenamente racional, dotado de todos los derechos individuales, a los que renuncia en mayor o menor medida a cambio de obtener del resto de la sociedad, o de su autoridad legítima (el “contrato social”), una serie de bienes que no puede procurarse por sí mismos (por ejemplo, protección de sus bienes ante la violencia ajena, arbitraje cuando tiene un contencioso con otro individuo, o asistencia cuando no pueden valerse por sí mismos, entre otros muchos). El concepto hizo fortuna, y fue empleado posteriormente, con sus matices, por Locke o Rousseau, entre otros muchos menos célebres, hasta el punto de que toda la filosofía política y legal liberal (que es como decir la más conspicua en todo el mundo y dominante en Occidente) está desarrollada sobre esa figura.
Ocurre que ese “contrato social”, sobre el que sigue pivotando inconscientemente el pensamiento político moderno y posmoderno, está basado en un ser humano que no existe, lo cual es un inconveniente bastante embarazoso. No podemos escribir tratados de doma y equitación de unicornios, y no podemos construir ideologías sobre pactos políticos entre individuos completamente autónomos.
Todo ser humano proviene biológicamente de otros dos seres humanos, a los que debe la vida (la material, pues la espiritual se la debe a Dios directamente). Y todo ser humano nace desvalido, necesitando ser alimentado, protegido, cuidado de muchas maneras hasta que alcanza, al menos, la adolescencia. Naturalmente, quien procura todo ello es la familia. Y eso genera una deuda hacia esa familia con la que todo ser humano carga por el mero hecho de venir al mundo. Si uno alcanza la mínima madurez debiendo lo fundamental a sus parientes, en cualquier comunidad desarrollada deberá además muchos otros bienes a diversos miembros de la sociedad inmediata, como cuidadores, educadores, médicos, etcétera (podríamos decir en un sentido figurado que a toda ella). El ser humano autónomo que establece contratos con otros seres humanos desde la más absoluta libertad no se encuentra en el mundo real, sino en el imaginario.
Esa deuda moral y material que adquirimos tiene además una característica única, y es que frecuentemente no se puede retribuir en exacta proporción a aquel con quien la adquirimos. Así, los cuidados y amor recibidos de nuestros padres y abuelos los devolvemos al proporcionarlos a nuestros hijos y cuidar de nuestros ancianos. Asimismo nuestro oficio y su producto tiende a servir a personas diferentes, que aquellas de cuyo trabajo nos servimos para perfeccionarnos (o sea, lograr nuestro objetivos legítimos). Se suele afirmar que, de hecho, tenemos una deuda general para con la sociedad (de la que proviene la virtud del patriotismo), que hemos de satisfacer a lo largo de nuestra vida procurando su bienestar y mejoramiento. Somos pues simples nudos de una gran red o lienzo de tejido, que es la comunidad política, en la que tanto como nosotros cuentan los que ya fueron y los que serán (si Dios quiere).
La ruptura de un nudo conmueve la red, qué duda cabe, pero no pone en riesgo su existencia.
Esta deuda social, que se adquiere sin pedirla (no es un “contrato libre”), porque los bienes que nos proporciona son necesarios, que se paga “a futuros” con nuestras acciones en vida, las cuales a su vez generan nuevas deudas en sus próximos miembros… es exactamente aquello que conforma la sociedad: la necesidad constante que tenemos unos de otros, de modo más o menos evidente. Una unión que está cimentada en el amor y la benevolencia, que son los auténticos entramados de la sociedad, y no en ningún supuesto pacto de renuncia de poderes a cambio de servicios, que jamás existió fuera del caletre de los malos filósofos. Los buenos filósofos parten de la realidad para llevar a cabo sus deducciones o sus inferencias.
Es esa deuda social, en la que nacemos y a la que contribuimos, es la que conforma la comunidad humana y, por ende, la comunidad política. Y todas las civilizaciones, el pensamiento humano más elevado, y el verdadero progreso, se basan exactamente en esa deuda social.
Pues bien, la base de todo ese entramado, la escuela de ese amor que se transforma en cuidados y servicios de unos a otros, la única unidad indispensable para levantar el edificio de la sociedad humana, es la familia. Sin ella, todo lo demás cae como al quitar la carta más baja de un castillo de naipes. La familia es, sencilla y literalmente, fundamental.
Resulta, por tanto, lógico a un pensamiento como el tradicionalista, que tanta relevancia da a las leyes propias de los cuerpos sociales espontáneos, como universidades, sindicatos, ayuntamientos, cofradías, etcétera (o sea, a los fueros), no olvidar las leyes propias del más importante de todos, la familia.
El fuero familiar existió siempre, y no sólo en las Españas católicas, sino en realidad en toda sociedad constituida políticamente (y aún en aquellas que no lo tenían). De hecho, estaba tan evidentemente enraizado en el pensamiento político, que jamás fue codificado legalmente en su integridad, y pocas veces se reconocieron legalmente algunos aspectos del mismo, únicamente cuando pudiere plantearse conflicto con alguna otra ley vigente.
Porque el fuero familiar pertenece a la costumbre más genuina de las sociedades, y cuando la autoridad era algo serio, y no necesitaba atiborrar la cotidianeidad de funcionarios de policía (de toda clase y condición) para ser respetada, ni se le pasaba por la cabeza meter sus legislativas narices en la forma en que los caput familiae ejercían sus prerrogativas en su ámbito propio. Como ocurre con la ley gitana, no hacía falta ponerlo por escrito para que todos conocieran y respetaran el fuero de la familia. Era una realidad palpable que nadie cuestionaba.
Pero los filósofos ilustrados primero y liberales después (dos brotes de la misma plaga, o dos matojos de la misma mala hierba, si se prefiere), a fuerza de especular sobre el buen gobierno, acabaron por apuntalar y entronizar al estado moderno, cada vez más delimitador, reglamentador, interventor, olvidando las verdades raíces de la comunidad, que no están en el senado ni en el foro, sino en el hogar. Y el estado dejó de servir a los hogares reales para dedicarse a servir a los individuos autónomos imaginarios.
El liberalismo doctrinario y todas sus ramas se ha construido deliberadamente de espaldas a la familia, del mismo modo que a las restantes asociaciones espontáneas de la sociedad. Las leyes pasan directamente del individuo a la nación representada en asamblea, y todo otro cuerpo intermedio del órgano social es explícitamente execrado.
El final ya lo sabemos: el marxismo leninismo, y otras variantes comunistas, decidieron poner orden en todo el batiburrillo de diversas intervenciones e intermediaciones de la potestad sobre el individuo, en aras a protegerle de sus relaciones sociales, por el expediente de estatalizar todas las diversas injerencias. E incrementarlas hasta límites totalitarios.
Imitando al peor de los regímenes antiguos, la belicosa Esparta, que castigaba el celibato y arrancaba a los niños a los siete años de brazos de sus padres para convertirlos en máquinas de guerra al servicio del estado, el comunismo, en sus diversas facetas (incluida la de libre comercio, modelo chino), se ha propuesto hace mucho eliminar a la familia, tanto mediante la sustitución de sus funciones (desde guarderías estatales hasta inculcación a los niños de los (contra)valores que el estado decida) como mediante el ataque directo, por medio de la facilitación de su disolución por todos los medios (divorcio libre, denigración del matrimonio natural, depreciación instituida de la vida del hijo no nacido hasta su asesinato, promoción de la sodomía) y el desprestigio de su función social (sobre todo por medio de un ataque demoledor en el plano de la cultura oficial, donde la familia unida y fecunda se presenta siempre bajo un plano despectivo cuando no directamente odioso).
El enemigo tiene muy clara la importancia de la familia como freno a sus proyectos totalitarios. También nosotros debemos tenerla.
¿Abominamos de la filosofía liberal del “tanto tienes, tanto vales”? En la familia cada uno somos valorados independientemente de nuestras posesiones. ¿Queremos combatir el homo productor-consumidor al que nos aboca la filosofía materialista contemporánea a mayor gloria de la plutocracia? La familia encarna la importancia de la realización completa de cada miembro por encima del mero empleo de bienes materiales. ¿Advertimos del enorme peligro que supone el individualismo moderno, que disgrega las sociedades? La familia, escuela de amor y sacrificio mutuo, es el antídoto perfecto. Su fortaleza, procura la unión social; su debilitación, la disolución social. ¿Nos alarma la secularización y descristianización de la sociedad? Por norma, la familia es la primera escuela de fe y caridad. ¿Queremos combatir el libertinaje sexual y la aberrante ideología de género? Por su propia naturaleza, la familia enseña a las nuevas generaciones cuál es el fin y naturaleza de la relación carnal, la perpetuación y cuidado amoroso de la prole. ¿Luchamos, en fin, por defender la Tradición? No hay más evidente recuerdo y respeto por los antepasados, y preocupación por los que han de venir que los que practica de forma continua la familia.
Es por ello que, contra toda costumbre, pero precisamente para preservar la costumbre (porque vivimos en la época en que defender lo natural es defender lo extraordinario), conviene sistematizar de forma sucinta aquellos derechos que conformarían un fuero básico (que no completo) e imprescindible de la familia. Un fuero a promocionar y propagar. No meramente como una declaración de intenciones, sino propiamente para su reconocimiento legal.
Algo que jamás hizo falta, pero vivimos tiempos recios.
1) Usos y normas de unidad y fortaleza de la familia. Si la familia es fundamento de la sociedad, el matrimonio es el fundamento de la familia. El matrimonio es la primera de las instituciones sociales, anterior a toda ley positiva, arquetipo de cuerpo natural de la sociedad, pacto creado para unión y socorro mutuo de varón y mujer, generadores, protectores y educadores de los hijos que engendran. No sólo la familia, sino también la economía y la organización de los estados, se llevó a cabo en los albores de la civilización humana teniendo en cuenta el derecho matrimonial. Este se fundamenta en primer lugar en la benevolencia mutua de los esposos, y la exigencia de amor entre ellos (esfuerzo por respetarse, colaborar, ser veraces, ejercer la prudencia, etcétera), modelo de virtudes. El matrimonio se ha de contraer libremente entre dos adultos biológica, psicológica y emocionalmente preparados, es muy aconsejable un periodo previo de conocimiento, y debe ser indisoluble, para aportar estabilidad y confianza en el futuro. Exigencias similares existen hacia el sostenimiento, cuidado, amor y transmisión de virtudes a los hijos. Naturalmente, la tradición hispana es que el matrimonio, acto solemne personal y social por excelencia, es el católico. Por tanto, el fuero familiar debe reconocer todas las características del matrimonio natural que hemos descrito, y hacerlo en su formato más sublime, el del matrimonio sacramental. Ese debe ser nuestro combate, que la legislación reconozca como principios de la comunidad política los que sostienen al matrimonio natural y cristiano. Aquellos que rechacen contraerlo, podrán acogerse a los diversos convenios de amancebamiento que la España tradicional y católica, tan consciente como la propia Iglesia de la debilidad del ser humano, toleró como uniones imperfectas desde hace muchos siglos. Contubernios que se regulan para protección de los hijos ilegítimos (carecen de sentido si no los hay), que en ningún caso deberán tener el mismo reconocimiento y derechos que el matrimonio católico, y existentes siempre como remedio provisional hasta que los contrayentes asuman la responsabilidad de un verdadero matrimonio.
2) Usos y normas de autoridad de los cabezas de familia. Padre y madre son los progenitores, y por tanto los encargados por la naturaleza y el orden divino de la custodia y crianza de sus hijos. Esa obligación ineludible conlleva una autoridad indiscutible hacia el bienestar de su prole. Eso quiere decir que de forma natural se presupone por la legislación que aquello que los padres deciden con respecto a la educación y sostenimiento de sus hijos es lo mejor para ellos. Esa autoridad debe ser normativa dentro del área familiar propia y para todos los aspectos relacionados con la misma. Cualquier institución sanitaria, educativa o lúdica a la que los progenitores acudan para confiarle un aspecto del cuidado de sus hijos, deberá seguir escrupulosamente las peticiones razonadas de los padres al respecto (en todo aquello que no contravenga su propia ética profesional). Ninguna administración pública podrá injerir en dicha autoridad. Si en un caso excepcional un tribunal de justicia considera que debe intervenir en la autoridad de los cabezas de familia (por conculcación grave de la ley natural o revelada, o para proteger la integridad de los hijos o de uno de los cónyuges), el proceso deberá realizarse de forma escrupulosa, y la suspensión de la autoridad será siempre parcial (únicamente en aquel aspecto gravemente dañado) y temporal hasta que se pueda restituir el orden perdido. La suplencia de las carencias de la familia, sea por la potestad civil o por asociaciones particulares de auxilio social, tendrá siempre en consideración el mejoramiento moral y material de la familia (particularmente de la prole) sin socavar aquel principio de autoridad. La expulsión de un miembro de la familia (el extrañamiento) por decisión unánime de los progenitores, como forma de castigo supremo, está amparada por la autoridad parental, supone en la práctica su exclusión legal de la institución familiar, y solo se tomará por los motivos más graves.
3) Usos y normas de representatividad política de la familia. Obviamente, si la familia es la célula básica de la sociedad, en una tradición política respetuosa con la organicidad social, también será la célula básica de la comunidad política. Es decir, que en todas aquellas decisiones públicas que deban ser tomadas por la comunidad, está vendrá organizada primariamente por cada familia, en la persona del cabeza de la misma que la represente fielmente. Así, la asamblea de cabezas de familia es el núcleo decisorio y autoridad del clan (organización social) del mismo modo que lo es de la aldea (organización política). Cuando los cuerpos intermedios a representar sean demasiado grandes para una asamblea directa, los representantes de la unidad política inferior serán designados por los cabezas de familia, por consenso o por votación (en este último caso, cada familia deberá contar por todos sus miembros, de modo que el cabeza aporte tantos votos como miembros de la misma haya, sean mayores o menores de edad, incluso los no natos, que tienen reconocido su estatus de persona desde la concepción). Los representantes políticos, sean a asambleas superiores, o para la elección de magistrados civiles, lo serán por las familias, no los individuos. De este modo, y para una determinada delegación o una determinada función pública, sus titulares recibirán así de forma directa una porción limitada, y condicionada, de la autoridad de las familias, que seguirían ostentando remotamente la verdadera autoridad política. Las potestades fundadas en esta autoridad son las verdaderamente más “democráticas” de todas (sin contar con otras características de la potestad en el pensamiento tradicional, ya bien conocidas por todos, como son el mandato imperativo, la limitación por arriba por la ley divina y por abajo por los fueros, el juicio de residencia, y tantas otras).
4) Usos y normas de conservación del patrimonio familiar. Si el reconocimiento de la autoridad paterna nos habla del mundo espiritual, también hemos de considerar (aunque no sean tan primordiales como los liberales la consideran) la preservación de los bienes materiales pertenecientes a la familia. No olvidemos que el hombre labora por sus sostenimiento en primer lugar, y por el de sus hijos cuando los tiene secundariamente. Y que el bien social producto del trabajo de cada persona (que sin duda es mucho) es secundario y posterior a estos dos primarios. Eso quiere decir que todo rendimiento del trabajo que los progenitores llevan a cabo se considerará por norma para aprovechamiento, posesión y disfrute de sus hijos con la misma privatividad que para sus padres. Hasta tal punto que si uno de los progenitores (normalmente esclavo de su concupsicencia y no por maldad), malbarata de forma evidente el patrimonio familiar, la administración de justicia puede intervenir a denuncia de parte para impedirlo, en vistas a proteger el patrimonio expoliado del resto de miembros de la familia. La transmisión a los descendientes de los frutos del propio trabajo es uno de los principales motores que mueve a este, y por tanto, causa directa del crecimiento económico, y por ende de la riqueza (de las familias y secundariamente de las sociedades, que no “de las naciones”). Por ello, los bienes heredados entre familiares directos no podrán ser gravados en ningún caso, y las donaciones entre padres y sus hijos no emancipados, tampoco. En general, toda entrega de bienes entre parientes de sangre debe ser considerada a efectos fiscales una preservación del patrimonio familiar, y no una transmisión del mismo entre particulares, salvo situaciones muy concretas donde se deba evitar un mal mayor. Por el mismo motivo, convendría considerar el reconocimiento legal de la obligación familiar de asumir el aval del miembro que haya contraído obligaciones pecuniarias con un tercero.
A mi modo de ver, no podemos permanecer pasivos o simplemente quejumbrosos ante una potestad, ilegítima de origen y de ejercicio, que totalitariamente socava, desde hace muchas décadas, la autoridad paterna de muchos modos: alentando el repudio, la destrucción y la devaluación del matrimonio (nada parece importar que los psicólogos infantiles coincidan en que crecer en un hogar roto es lo peor para la salud psicológica de los niños); destruyendo la ascendencia que deben poseer de forma innata los progenitores (la cultura postexistencialista atacó y denigró de todas las maneras imaginables el respeto debido de los hijos hacia los padres, y los deberes de estos entre sí); invadiendo las competencias paternas en educación y salud hasta extremos que superan la tiránica agogé de los lacedemonios, e infectando a los niños y jóvenes con un variado repertorio de pensamientos antinaturales y toda suerte de vicios y debilidades al servicio de los apetitos, con el objeto de formar siervos esclavos y no personas libres; imponiendo la soledad del individuo frente a las instancias públicas, en las que la familia es sustituida como representadora legal por partidos políticos sectarios y corruptos hasta la médula; cargando, en fin a las familias con gravámenes injustísimos en la transmisión del patrimonio ganado honradamente por los padres (y ya tarifado en su momento por medio de diversos impuestos) a sus descendientes legítimos.
Debemos recuperar estos usos y costumbres, ese fuero familiar, y lograr su reconocimiento legal. Si queremos ser fieles a la restauración de la Christianitas Major, que esa y no otra es nuestra misión en política, hemos de defender el bien en su integridad, y no conformarnos con males menores, remedios parciales (más bien parches), o lo que sería peor, quejas lastimosas sin un plan estratégico bien claro de reconstrucción social cristiana a la vista. La Revolución no se para, ni tiene compasión. Nosotros hemos de combatir contra ella como siempre hicimos, con las armas legítimas disponibles que mejores resultados nos puedan procurar. Sin temor a la burla del ejército de esclavos o sus amos siervos del mal. Sin más miedo que el de que en el Tribunal de Dios se nos muestre cuánto bien pudimos hacer en vida y no hicimos, y las consecuencias que de nuestra acción se derivaron. Eso sí debe aterrorizar a cualquier cristiano de bien.