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5 de octubre de 2005 0

El último asalto

Cualquiera que vea la historia de la guerra ya bisecular entre revolución y tradición de forma desapasionada, puede darse cuenta perfectamente de que ha tenido hitos señalados, auténticas batallas en medio de una hostilidad permanente.

La Ilustración declaró en su momento la guerra a todas las instituciones naturales de que la sociedad se había ido dotando a lo largo de los siglos para limitar el poder. Primero cayeron los fueros, arrasados en la vorágine del antifeudalismo.

Detrás fueron los cuerpos intermedios de la sociedad: las universidades, politizadas, y sus enseñanzas, tuteladas por los ministerios de educación; los gremios y colegios profesionales cercenados en sus atribuciones y vigilados continuamente como si fuesen criminales en busca de privilegios; los sindicatos infiltrados por corrientes ideológicas de izquierdas o directamente por grupos mafiosos, de modo que ahora tenemos sindicatos que anteponen sus proyectos políticos y sus beneficios personales a la defensa de los trabajadores que dicen representar; las asociaciones culturales o benéficas, constreñidas a negar públicamente su representatividad social; las cajas de ahorros asaltadas y convertidas en financieras y pesebres de los partidos políticos.

Así el Estado se hace con el control de la sociedad, que pierde su poder de influir por medio de sus asociaciones naturales en el curso de la política. Para articular mejor el dominio del estado por las minorías se crea el parlamento liberal, donde los representantes del pueblo se encuadran en partidos políticos que marcan su voto. Posteriormente el rey, cuyo atributo más precioso es el de ser el juez imparcial de todos, es despojado de su poder real o directamente derrocado. Ahora los poderosos ya pueden manipular a su antojo a los tribunales y los políticos, pues ningún poder está por encima de ellos.

Posteriormente el patriotismo, que unía a todos los españoles de bien, tanto a un lado como a otro del Atlántico, en una misma religión y cultura, fue dinamitado: la España americana no sólo se separó, sino que se fragmentó en decenas de unidades siempre en guerra una contra otra, siempre divididas pese a ser hijos de una misma Madre, pobres y débiles: fácilmente manejables. El mismo modelo se importa para España desde hace un siglo: fragmentarla en regiones enfrentadas unas a otras bajo el espejismo de tener un estado propio cada una. Acabar, al fin, con la Hispanidad.

¿Qué le queda a la Revolución para triunfar definitivamente y dejar desarmado al ciudadano, frente a frente al estado, sin institución alguna que le pueda proteger? No cabe duda alguna: la familia. La familia es la más antigua y básica de las células sociales, la que componen los padres y sus hijos. Los lazos de afecto y fidelidad que los familiares expresan unos por otros son los más sólidos que existen. Para romper esos lazos no basta con la propaganda y el adoctrinamiento: hay que demoler la familia como institución.

Es evidente que para destruir la familia el medio más sencillo y eficaz es romper su piedra angular: el matrimonio. El matrimonio es la primera y mayor de las instituciones naturales. 30 siglos de vida le contemplan y es anterior a estados y códigos civiles. El matrimonio, la unión de un hombre y una mujer para engendrar y criar a los hijos es la causa y razón de que pueda existir la sociedad, así de sencillo. Todos los códigos civiles, desde el de Hammurabi, han regulado el matrimonio y sus condiciones, le han conferido protección legal y beneficios en reconocimiento de una institución previa al estado y que es la más benéfica para la sociedad, cuanto que es la base de la misma: la transmisión de vida, de valores, de tradiciones, de cultura, de religión y de modelos sociales. Los códigos legales pueden proteger más o menos el matrimonio, pero no pueden modificar su estructura puesto que esta es anterior a la existencia de cualquier estado o código civil. El matrimonio se acepta o no como tal, pero no se puede adulterar.

Por último, como expresión de su mayor perfección, Jesucristo consagra el matrimonio de hombre y mujer, indisoluble y bendecido a los ojos de Dios como institución sacra. La institución natural elevada a sacramento.

Estamos inmersos en el último asalto: el asalto a la familia, el asalto al matrimonio. La revolución sólo halla ante sí ese obstáculo para dominar definitivamente al hombre. El gobierno actual, socialista en el papel, laicista y anticristiano en su sustancia, se ha lanzado concienzudamente a esa tarea. En menos de un año ha preparado y aprobado varias modificaciones a la ley de matrimonio civil que suponen el mayor ataque a la familia jamás practicado por gobierno alguno en la historia de España. La excusa ha sido la presunta ampliación de derechos y de igualdad de los invertidos. Las asociaciones gay han jugado de mil amores el papel de ariete, ya que se hallan inmersas completamente en su papel de peón de la revolución social, vertiente revolución sexual. Sin embargo, pese a que se haya establecido el debate social sobre el “matrimonio homosexual”, tal no es más que una cortina de humo, humo de satanás, sería más que nunca adecuado decir.

Porque el verdadero problema es la desnaturalización completa del matrimonio civil. No es casual que la ley de modificación del matrimonio en la que se sustituye las palabras hombre y mujer por cónyuges se haya aprobado simultáneamente (y con el significativo voto a favor o abstención de todos los grupos) con la legalización del repudio. A partir de ahora el contrato matrimonial es un contrato privado entre dos personas (¿quién va a preguntar a dos hombres que se casan si son o no homosexuales?) con beneficios fiscales y comunidad de patrimonio, sin ningún objeto social (es decir, sin la misión de engendrar y criar a la siguiente generación), y con una validez tan escasa que uno de los dos contrayentes de este contrato puede romperlo unilateralmente sin aducir razón alguna y obtener a los tres meses la nulidad de dicho contrato, sin penalización y con la mitad de los bienes de la sociedad en el bolsillo. Un contrato basura. Un contrato que nadie querrá, finalmente, contraer. Objetivo cumplido.

Ese es el verdadero objetivo de la nueva ley de matrimonio civil: destruir por completo una institución a base de degradarla legalmente para confundir a la sociedad. Convertir al matrimonio civil en un contrato sin trascendencia, sin compromiso, vacío de contenido. La ruptura definitiva con las raíces latinas y, sobre todo, cristianas del matrimonio es el objeto de esta modificación de la ley. No dejemos que nos engañen: no se ha creado una nueva figura jurídica donde se unan los invertidos en una parodia de matrimonio, sino que se ha degradado completamente el significado del matrimonio con la excusa de las demandas de los colectivos gay. El asalto definitivo al matrimonio natural y cristiano.

Sus efectos no se notarán hoy, ni mañana, pero al igual que todas las otras modificaciones de las instituciones, se irán infiltrando poco a poco en el imaginario común. No engañarán a los firmes, pero sí confundirán, y mucho, a los incautos e indocumentados. La sociedad corrupta y desorientada en la que los católicos habitamos es en gran medida producto de una educación y legislación que iguala lo correcto y lo incorrecto, lo bueno y lo malo. Ahí están sus frutos.

Esta sociedad, y este estado, que es su reflejo, se alejan cada vez más de Dios. No debemos tener temor. Todo esto ya estaba anunciado desde hace tiempo. Muchos son los llamados y pocos los elegidos. Eso sí, debemos ser perfectamente conscientes de que si la sociedad se aleja de Cristo, la Iglesia y todos cuantos formamos parte de ella ya sabemos cual es nuestro sitio: Junto a nuestro Redentor y, si la sociedad actual se aleja de Él, lejos en la misma medida de ella. Llega el tiempo de la marginación y de la persecución, donde, de un modo u otro, los cristianos deberemos de probar día a día nuestra fidelidad.

Llega el momento, ahora más que nunca, de decir: este no es nuestro estado, esta no es nuestra Patria, este no es nuestro matrimonio. Gracias a Dios nosotros tenemos algo mucho más grande que un contrato para testificar nuestros matrimonios, nada menos que un sacramento: ese es nuestro matrimonio. Ese es nuestro compromiso y esa es nuestra responsabilidad y nuestra liberación.

Llega el momento de hacer una verdadera objeción de conciencia. Pero una objeción de conciencia no a una ley, sino a todo un sistema y toda una filosofía de vida anticristiana que nos quieren imponer.

Llega el momento en que el emperador publicará el edicto en el que obligue a todos a sacrificar carne a sus estatuas y prestarles fidelidad pública, y los cristianos ya conocemos, demasiado bien, cuál es la respuesta que debemos dar.

Artículo originalmente publicado en el Portal Avant! de los carlistas valencianos.

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