Estar asalariado no te hace menos libre
Recientemente, hice un acto ensayístico-argumentativo con la mera intención de convencer de que verdaderamente no hay motivos para que un tradicionalista tenga que abominar o mantener cualquier otra clase de prejuicios hacia el libre mercado (incluso rebatí comprensible y constructivamente una de las preocupaciones del distributismo).
No obstante, independientemente de las reacciones de aquellos hacia quienes tengo que sentirme muy agradecido por dedicar parte de su tiempo libre, al menos, a leer el artículo, quizá (dada la extensión habitual para una columna), no pude centrarme demasiado en un prejuicio interrelacionado con lo que sí se abordó: la sumisión y “esclavitud” del trabajo asalariado (a juicio de algunos).
Quienes siguen las teorías distributistas, que resultan ser una interpretación de la Doctrina Social de la Iglesia del escritor británico Gilbert K. Chesterton, piensan que el libre mercado o capitalismo (concebido de acuerdo a semánticas moralmente positivas) da lugar a grandes empresas que “cosifican” a los trabajadores y anulan su autonomía para sí mismo, su familia o su comunidad.
Por ello insisten en un ideal de sociedad y economía de pequeños propietarios (aunque como se dirá por enésima ocasión, como libertario, estaré de acuerdo con ellos en la oposición al monopolio y al oligopolio, que más bien se debe a la acción de los planificadores centrales, de los burócratas de turno, ejerciendo dominios directos o indirectos).
Pero esos temores (aparte de perspectivas considerablemente negativas) hacia el trabajo asalariado, hacia el hecho de ser parte de la plantilla de otra empresa, controlada por una persona ajena a tu familia, que no necesariamente tiene que formar parte de tu ámbito geográfico, no tienen mucha razón, sino que son prejuicios a ir desmontando, sin acritud, a lo largo de este ensayo.
La espontaneidad no implica privación de emprendimiento
En un entorno de intercambios que esté ordenado espontáneamente, no hay ninguna “fuerza” que determine que las personas estén privadas de proveer algo a la sociedad por medio de la propiedad sobre la que ejercen titularidad y administración. Dirán que hay escollos, lo cual es cierto, aunque para nada se trate de lo que algunos piensan (atribución de factor adicional habitualmente).
Si una persona tiene muchas dificultades para emprender un negocio que le permita ofrecer bienes o servicios (incluso para intercambiar sin más algunos conceptos), no será sino por el exceso de presión ejercida por el Estado, en forma de complejas regulaciones (trámite medioambiental del nosequé, licencias municipales, restricciones horarias) y una indiscutiblemente confiscatoria presión fiscal.
Puestos a emprender, simplemente tenemos derecho a la concepción hayekiana de libertad negativa (en base a la libertad de origen deístico para hacer el bien, en ausencia de coacción por vías burocráticas y de derecho positiva) y deber moral de esforzarnos en pro del bien “individual, familiar y común”, compitiendo de manera innovadora, aprovechando el talento, para proveer algo más idóneo e innovador.
Da igual que se trate del mismo concepto. Si por ejemplo, existen dos panaderías en un pueblo o dos factorías automovilísticas en una comarca, cada una tratará, a su manera y criterio, de proveer alimento y medios de transporte a la gente. Nosotros simplemente demandamos en base a una valoración positiva, ya sea por calidad, coste o cualquier otra característica. Ilegítimo sería “plagiar” en vez de “hacerlo lo mejor posible”.
Hay quienes, sin apatía alguna, no estiman oportuno crear su propio negocio
Cierto es que España es uno de los países europeos cuyos habitantes prefieren incorporarse al funcionariado en vez de crear su propia empresa (en cierto modo, el estatismo asistencialista, voraz e indiscutiblemente problemático, genera grandes incentivos de irresponsabilidad y de escepticismo hacia el concepto de riesgo en sí).
El sentido común nos permite asimilar que tomar riesgos no implica ser inconsecuente e irresponsable. No obstante, hay quienes de buena fe creen que por el momento estén en condiciones de crear una empresa (de hecho, si hacen pequeñas provisiones puntuales con contraprestación dineraria, corren el riesgo de ser perseguidos por el fisco: por ejemplo, un adecentamiento de pared o arreglos de costura).
Hay quienes no tienen el suficiente capital ahorrado para poder sortear sin demasiados estragos personales-familiares una quiebra financiera de un negocio, prefiriendo simplemente aportar al capital humano de un servicio gestionado por un tercero que, en la medida de lo posible, conforme a las estipulaciones de la ley natural de mercado, pone en valor su valía y aptitud, con un salario.
Mientras, hay quienes aceptan el aprecio económico-contractual de sus habilidades profesionales e intelectuales. En otros casos, se dan oportunidades magníficas para adquirir experiencia resolviendo problemas de la vida real en entornos conjuntos (yo puedo corroborar esto, como empleado de una consultora tecnológica).
Eso sí, si alguien va a “arrojarme” alguna mala interpretación sobre la Revolución Industrial, parafraseo al historiador paleolibertario católico Tom Woods, corroborando que si muchas familias del entorno agrario no hubieran optado por formar parte de las plantas industriales (por no ser capaces de defenderse en el entorno inicial), el hambre hubiera sido la norma.
El crecimiento económico es una vía de contribución al “bien común”
[…] No toda distribución de bienes y riquezas entre los hombres es idónea para conseguir, o en absoluto o con la perfección requerida, el fin establecido por Dios. Es necesario, por ello, que las riquezas, que se van aumentando constantemente merced al desarrollo económico-social, se distribuyan entre cada una de las personas y clases de hombres, de modo que quede a salvo esa común utilidad de todos, tan alabada por León XIII, o, con otras palabras, que se conserve inmune el bien común de toda la sociedad. […]
Teniendo en cuenta esa concepción del Papa Pío XI sobre el capital (en su encíclica Quadragesimo Anno), no debe de cabernos duda alguna sobre la conveniencia de que el crecimiento del capital ha de repercutir en un beneficio para la sociedad (mayor prosperidad, en aras del “bien común”), lo cual nada que ver tiene con la redistribución forzosa, contraria a la propiedad y partidaria de la igualdad de miseria.
Que una empresa crezca y pase a ser una entidad de “grandes dimensiones” (teniendo mayor dinero para poder operar) ha de ser algo a celebrar. Se supone que así podrá haber una mayor capacidad de prestación de unos servicios lo mejores posible (en régimen de competencia “por naturaleza), de valoración de capacidades técnicas.
De hecho, el autónomo, el “pequeño empresario”, no solo puede prosperar a sí mismo y beneficiar a su familia, sino también (igual que los “grandes”). crear oportunidades para sus vecinos y otras personas de entornos cercanos que sean aptas para que su empresa sea productiva y pueda crecer económicamente (esto suele ser un premio por el buen hacer de prestaciones para con la sociedad). Inditex es buen ejemplo.
Seamos libres de contribuir económicamente al bien común
Una vez dicho esto, hay que tener claro que lo importante es que no haya coacciones ni restricciones a la hora de contribuir, por medio del mercado y la empresa, a través del área en la que estemos más capacitados, al “bien común”. Ya sea emprendiendo o aportando al capital humano de otra empresa, seamos libres, responsables y generosos, para que sean beneficiosos nuestros bienes y servicios.
Un comentario en “Estar asalariado no te hace menos libre”
Luís B. de PortoCavallo
Les recomiendo, a todos, el libro
“Destapando al Liberalismo. La Escuela Austriaca no nació en Salamanca”
por Daniel Matrin Arribas, Prólogo de Javier Barraycoa;
SND Editores (2018); 159 págs.
«No obstante, pesos pesados como Hayek —aunque no tanto en sus obras, como sí en sus conferencias—, se empeñaron en amalgamar contra toda lógica la neoescolástica salmantina con la escuela liberal austriaca.
»Por ejemplo, este autor, en una visita a Salamanca, en 1979, afirmó que ahí, en el siglo XVI, había existido una escuela de pensamiento económico que había descubierto el funcionamiento espontáneo del libre mercado. Obviaremos la falsedad de la afirmación y el anacronismo, pero la intención estaba clara. Lo que sí es evidente, es que el concepto de naturaleza que tenían los neoescolásticos en absoluto coincidía con el de Hayek. Para él, el derecho natural era meramente “producto, no de una voluntad racional, sino de un proceso de evolución y selección natural”. Ello le permitiría defender un libre mercado teóricamente fundamentado en una espontaneidad factual, y sin necesidad de someterlo a un criterio de moral natural.
[…]
»Se ve así, de forma patente, que muchos de los autores de la Escuela Austriaca no dominaban el pensamiento de estos neoescolásticos, y sólo buscaban en ellos una legitimación histórica de la que carecían.
[…]
»Los defensores de la Escuela Austríaca a veces argumentan que su postura no es consecuencialista. Es decir, que los que se adscriben a esta escuela, de fondo lo hacen más como una afirmación o defensa del libre mercado que como una corriente económica explicativa. […] Ante la disparidad de opiniones, uno podría plantearse si estamos realmente ante una escuela o corriente económica, o ante un posicionamiento ideológico
[…]
»Esta búsqueda de fundamentos ontológicos en la vida económica, es lo que convierte a la Escuela Austríaca en atractiva a la par que peligrosa. Pues a partir de este deseo se debe optar por un fundamento antropológico. Por desgracia, aunque encontramos muchas antropologías aparentemente compatibles con el catolicismo, en el fondo son inútiles, pues siempre nos acabarán remitiendo a los mismos errores. Una forma de sintetizar estos errores es que uno de los pocos puntos comunes que abordan estos economistas es el de priorizar la acción como explicativa del hecho económico, si ésta muestra exteriormente unas preferencias estrictas y objetivables.
[…]
»Por intentar simplificar la cuestión, diremos que la Escuela Austriaca tiene presupuestos más protestantes o judaizantes que no católicos. De ahí que extrañe la insistencia en intentar vincularla con la neoescolástica de Salamanca.
[…]
»Este posicionamiento queda constatado en la obra de Ludwig von Mises, La acción humana: Tratado de economía (1941). En ella, se nos presenta una apología del capitalismo asentado en el laissez faire, donde el bien común es prácticamente un hecho inexistente y no un fin de la praxis humana, sino, como mucho, un efecto secundario».
[Extraído del Prólogo de Javier Barraicoa]