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22 de abril de 2019 0 / /

Suprimiendo la Ley de Hierro de la Oligarquía

El orden social necesariamente debe ser gobernado. El punto está en que tipo de instituciones gobiernan. El llamado orden natural está regido por instituciones de autogobierno, aquellas que surgen espontáneamente en la sociedad a partir de la base de la civilización que es la propiedad privada. La familia, la religión, la comuna, las profesiones, los gremios -los viejos-, etc, son todas instituciones patrias, a las que el individuo se encuentra intrínsecamente unido desde su concepción, por lo que no son en sentido estricto asociaciones, sino que son comunas. Regidas por la propiedad privada, poseen autoridades claras y responsables por ellas, cada una con una función establecida y conocida. Independientes entre sí, forman, indudablemente, una estructura de gobierno social naturalmente descentralizado y fragmentado que actúa como una barrera de autoridad, como fuentes de lealtad y obediencia alternas al Estado. El autogobierno natural consistía en excluir lo más posible la injerencia del orden político en el orden social.

Juan Manuel de Prada nos dice al respecto: “El verdadero federalismo, el tradicional, partía de las familias, de los municipios, de las comarcas, en una vocación ascendente que componía un riquísimo tejido que se modulaba e integraba a través un patrimonio espiritual común.” Indudablemente, toda forma de autogobierno de la sociedad, que vaya de “abajo hacia arriba”, es exactamente el opuesto del Estado moderno. El Estado es, justamente, lo contrario: Convertir, fusionar el orden social al orden político

Justamente, la retórica política moderna equipara orden político a orden social, los trata indistintamente. No es que simplemente se asuma que sean iguales, sino que siquiera se concibe tal diferenciación. La trampa del Estado consiste en exactamente eso, bloquea la posibilidad de concebir al orden político como distinto del orden social, al Estado como distinto de la sociedad y, por tanto, de visualizar una forma política alterna al Estado-nación. Precisando, esto es la unicidad pretendida entre Estado y sociedad, “el Estado somos todos”. Ya no hay un gobierno de un orden político respecto de un orden social, sino que el Estado, el orden político, gobierna a la sociedad, al orden social, identificándose como ella misma, dando la pauta de que se gobierna a sí misma. De este modo, el Estado logra monopolizar el orden político absorbiendo la idea de gobierno y convirtiéndolo en su sinónimo. Ahora es imposible concebir cualquier institución de gobierno que no sea política -desaparece el autogobierno- y, mucho menos, un gobierno que no sea el de tipo estatal. El resultado es la fusión republicana entre gobernantes y gobernados, donde ambos forman un mismo orden integrado y comandado desde el Estado como base asumida del orden social. El gobierno ahora es el gobierno del Estado, de un orden político que impone sus directivas sobre un orden social recreado continuamente por el mismo, moldeándolo a gusto, dando la ilusión de que son lo mismo, puesto que todo lo que determine el primero pasa a plasmarse en el segundo. Esto es, el Estado va reconstituyendo constantemente a la sociedad a la vez que se transforma a sí mismo, comportándose como uno.

El Estado es la organización política desde arriba. -De Prada aporta- “Una que destruye las realidades naturales, la organización política desde abajo, de las familias; y la sustituye por una abstracta soberanía nacional que se orquesta a través de partidos políticos que acrecientan su poder e influencia destruyendo todas aquellas instituciones que favorecen la jerarquía social vertebradora, y constituyendo en su lugar entes artificiosos con el único objetivo de crear centros de poder que le permitan fortalecerse”.

No obstante, esta ingeniera social, increíblemente violenta como toda ingeniería social, al ampararse en que “el Estado somos todos”, no obtiene resistencia alguna, puesto que, si el pueblo es soberano, según la lógica democrática, y el Estado también lo es, según la lógica racionalista hobbesiana, pueblo y Estado son soberanos, por lo que ningún límite existe a esta soberana voluntad. Así, La voluntad estatal y la voluntad popular no difieren, se vuelven abarcativas de todo el orden político y social en su conjunto en un sentido holístico. Esta es la idea de voluntad general que expresaba Rousseau. Y tal cual lo expresaba, no acepta ningún tipo de restricción, puesto que restringir al soberano es volver soberana a esa barrera, y no hay nada más antidemocrático, y por tanto intolerable, que ello. El verdadero absolutismo es el del Estado, el del Estado democrático.

Ahora, mantener esta ilusión, que el Estado somos todos, que Estado y sociedad son uno, requiere de un medio, de un nexo entre Estado e individuo, puesto que unir a estos átomos aislados es tarea imposible sin ello. Esto es la burocracia. Es el esqueleto del Estado, es la estructura entretejida entre un extremo, el del mando, y el otro, el de la obediencia. El Estado es la sociedad en la medida en que la burocracia la une, en que los dictámenes del orden político hacen al orden social a través de la eficiencia técnica burocrática. Las uniones congénitas que el orden natural concibió, las instituciones de autogobierno, una vez desaparecidas, dejan a los individuos aislados y desprotegidos a merced del Estado, quien las reemplaza por burocracia. Todas las funciones que la sociedad no hace por sí misma no desaparecen, sino que el Estado las absorbe, de igual modo, todo el poder que la sociedad no contiene para si es absorbido por el Estado. Esta es la consecuencia del liberalismo analizado a nivel social, que, dejando a la intemperie a los individuos, libero todo el poder que el Leviatán estaba deseoso por absorber. Es lo que llamamos “centralización”. Volvió efectivo ese poder a través de asumir estas funciones desaparecidas y encontró así una manera de volver infinito su crecimiento. Cuanta más funciones sociales capte el Estado, más crecerá su poder y más se extenderá la burocracia para administrarlas.

Precisando, si bien la creencia de que “el Estado somos todos” es falsa, porque ningún orden político escapa al hecho elitista, ya que la separación entre gobernantes y gobernados siempre existe; si es cierto que la lógica de funcionamiento del Estado moderno y republicano, y de la sociedad moderna en consecuencia, actúa efectivamente así. Este es el peligro del mundo moderno, que el orden social y el orden político parecen “fusionarse” moldeando el primero al segundo a gusto y recreándolo “a imagen y semejanza” suya. El Estado se vuelve una deidad. Es la base de la tiranía invisible, de los totalitarismos contemporáneos.

 

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