Un texto inédito y apócrifo del Quijote
Sancho hermano, debes saber que uno de los más feos vicios, de los que más desfavorecen a la humana naturaleza, es la pasión por el poder. Nuestro Creador, en toda su grandeza, nos hizo capaces de elaborar bellas poesías, de admirar los anocheceres, las maravillas del otoño, la belleza de la primavera, cuando todo crece sin mesura alguna y nos muestra las bondades de la tierra. El poder, en cambio, ocasiona la ambición de poseerlo y, enseguida, la ansiedad de asegurarlo para no perderlo, siendo muchos los que, a lo largo de nuestra edad, acudieron a las mayores felonías y bajezas con tal de poseer lo que nunca puede ser poseído, pues en realidad pertenece a todos los humanos, incluso a la multiplicidad de seres que pueblan los campos, las praderas y los mares. Ese feo vicio de dictaminar lo que deben hacer los demás, cuándo y de qué manera, es tan desastroso que lleva a los pueblos a la guerra, a los hermanos al odio y un sinfín de calamidades recaen sobre los que así obran.
De esta manera, mi querido Sancho, muchos creen poder cambiar la faz de la tierra humillando a otros, acaso engañando, robando, mintiendo y hasta matando. Así se inventaron falsas banderas y falsas patrias en contraposición a esas otras que mostraron su devenir histórico basándose en el arraigo de la verdadera libertad, el discurrir de las ideas, el paso del tiempo por el que ningún acto noble es inútil y que hace que todo cambie pero sin brusquedad alguna, como un río que fluye parsimonioso entre bellas orillas llenas de robles. Pareciera entonces que es eterno pero no lo es en realidad, pues poco a poco crece, o mengua, según el ritmos de las lluvias, la laboriosidad de la gente y los más diversos cambios, o mutaciones, que modifican, de manera casi imperceptible, su cauce.
Y a este tipo de libertad, de serenidad, acaso firmeza, es donde se encuadra lo que denominamos las Españas o simplemente España. Es ésta que aquí nombro tierra de pensadores y poetas, muchos de ellos hidalgos sin nombre, capaces de arriesgar sus vidas para defender al abandonado, al oprimido, al desterrado por la ambición ajena. Y para mayor ventura, con el fín de apartar a los honrados labradores, ganaderos, poetas, escritores, soldados, etc, de menores ocupaciones se creó la figura de la monarquía. Unas personas que, dedicadas a estos menesteres de generación en generación, evitaban al ciudadano honrado caer en odios e inmundicias. Era tal el carácter liberal de esta institución que todo lo bueno que hacían era considerado como hecho por pura inspiración divina y todo lo equívoco por la perversidad de sus malvados corazones, pues también erraban con grande frecuencia. Así el monarca era el gran defensor del pobre, el que atraía el común sensorio cuando fallaba el raciocinio de uno o de muchos.
Sin embargo, por la maldad de algunos y para el malestar de todos, llegaron unos reyes que se recluían en sus palacios, que no hablaban ni decían cosa alguna. Al igual que, en otrora época, se les ponía sobrenombres como “el batallador”, “el ceremonioso”, “el casto”. A éste último estaría bien llamarlo el “silencioso” pues ni opina, ni dice ni hace. Solamente calla mientras los más soeces arruinan su reino.
Por eso, querido escudero, es lícito buscar algunos que sean, a la sazón, semejantes a aquellos antiguos, hombres de paz para un pueblo que, en realidad, aborrece del escándalo y la mentira pues esa fue siempre la naturaleza de aquellos que llamábamos españoles. Son esa una raza inacabable de personas que persistirá siempre, de una forma o de otra pero que no está destinada a que seres sin escrúpulos sean capaces de hacerlos callar con la ignominia o el olvido de los tiempos.