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2 de febrero de 2017 0

Sobre la Providencia

Antes de ver cómo se manifiesta este sentido español de lo Providencial, sería bueno intentar decir algo, aunque pobremente, sobre qué es la Providencia.

La etimología de la palabra “providencia” es latina. “Providentia: mirada o cuidado hacia algo o alguien”. En su sentido teológico, debe destacarse su procedencia del verbo pro-videre: tener a alguien ante sí. Al afirmar que Dios es Providente estamos diciendo que nos tiene ante Sí, que cuida del mundo y de nosotros.

Es curioso que el griego no tuviera esta palabra con el rigor significativo del latín. La prónoia helénica no equivale exactamente a la providencia romana. Y ello se explica, pues el griego fue un hombre racionalista en el sentido moderno. El propio Aristóteles concibió a Dios como “motor inmóvil”: no podía proveer. Ese mismo Dios arquitecto distante de cierta masonería y de cierto calvinismo, que deja el proveer al mero y esforzado quehacer humano. Ese mismo Dios lejano del islam y ese dios mecánico del estado comunista.

En cambio, la palabra Providencia parecería central para el hombre bíblico. Pero lo que el hebreo vio en su Malkut fue la máxima representación del poder absoluto de Yahvé. Un poder que no concedía libertad al alma para servir al plan divino. “Tu poder, oh Padre, lo gobierna todo” se dice en los Salmos.

Hasta Cristo la palabra “Providencia” no adquiere su doble misterio de autoridad y libertad. Por eso en el romano antiguo, que valió en la Historia -según San Agustín- para preparar el advenimiento del Hijo de Dios, ya la palabra “Providencia” tuvo un sentido menos absorbente que en el hebreo. Pero menos espiritual que en el cristiano. Cicerón la usa con ciertas limitaciones porque no en vano la diosa Providencia era representada con los atributos mismos de Júpiter más un cuerno de la abundancia. O sea, con la facultad de proveer riquezas, salud y fortuna.

Los Padres de la Iglesia van precisando el misterio evangélico de lo Providencial hasta que San Agustín, como se ha dicho, hace de la Providencia el eje divino sobre el que gira la Historia humana. Dando con ello la posibilidad, con toda la teología posterior, a que el Concilio Vaticano definiera así: “Todas las cosas que hizo protege y gobierna Dios con su Providencia -que alcanza de un confín a otro confín- y lo dispone todo con suavidad, porque está todo patente en sus ojos, aún las acciones futuras de las criaturas libres…”

O sea, que la Providencia, como Verdad de Fe, es una facultad divina y omnipresente que alcanza en espacio y tiempo de modo paternal al hombre libre.
Esta Providencia divina tiene, además de la prueba evangélica, la de la Tradición y también la filosófica. Pues siendo una, digamos, planificación divina ha de tener medios para alcanzar sus fines. Y en cuanto a su prueba vulgar, la Providencia se manifiesta en la oración ante el peligro o la necesidad, en las gracias ante la fortuna, en la tranquilidad del justo y en el remordimiento del impío.

Y, sobre todo, en el milagro. A pesar de Renan, de Bultmann y de todos los teólogos “desmitificadores”, el sentido Providencial de la Historia admite el milagro. Y no la mecánica causalidad de hechos y programas más o menos oscuros, más o menos totalitarios -no se confunda “totalitario” con “absoluto”, ni “programa oscuro” con “plan trazado inevitable”-. La Historia de España es, en muchos sentidos y en muchas épocas, milagrosa y se basta para demostrarlo.

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