Respuestas tradicionalistas a la crisis económica
Hayek: “la religión que ha defendido las tradiciones de la familia y la propiedad, ha marcado ineludiblemente la civilización que ha triunfado en el plano económico”.
El hombre y Dios
Llenad la Tierra y Dominadla (Gn 1, 28)
El hombre es el fin de toda actividad económica, y no un medio para la obtención de un resultado crematístico (como en la filosofía capitalista) o de un diseño social (como en la filosofía socialista), propuestas del materialismo económico. Esta corriente filosófica sustenta un darwinismo económico en el que el fuerte (sea como individuo, en el capitalismo, o como estado, en el socialismo) se impone al débil. Frente a ello, la teología cristiana enseña que el hombre, dotado de alma y entendimiento a diferencia de las bestias, está llamado a una misión superior: la de ser perfecto como lo es Dios, y alcanzar su salvación también por ese camino. Por ello, ha de cumplir sus mandamientos, que en el apartado económico son: trabajar para obtener su sustento, poner toda su capacidad y atención en su labor (una forma de amor al prójimo), no robar ni defraudar (sea en el trabajo, sea en el pago), no codiciar los bienes ajenos, conformarse con lo que le corresponde y hacer justicia dando a cada uno lo suyo.
El trabajo
Ganarás tu sustento con el sudor de tu frente (Gn 3, 19)
Tres son los bienes que procura el trabajo al hombre, según enseña la teología católica: el primero, colmar el anhelo natural de desarrollo en el talento de cada ser humano; el segundo, ser útil a sus semejantes y a la sociedad toda; el tercero, procurar su sustento y el de su familia. El fin último del empleo no es simplemente que todo el mundo trabaje, sino además que cada trabajador obtenga el mayor fruto posible de su trabajo. El trabajo debe ser visto y enseñado como un beneficio personal y social. La ociosidad engendra vicios personales y sociales.
La propiedad
La posesión de un bien genera el privilegio de su disfrute (derecho), y el deber de asumir sus cargas (obligación). No obstante, como en toda cualidad humana, existe un bien superior al que se somete la propiedad: el de actuar de instrumento para el mejor servicio a la sociedad (esto es, el Bien Común). Cuando se antepone el bien particular de una propiedad al bien general, se invierte el orden natural y pueden aparecer unos abusos derivados. La filosofía liberal enseña que las reglas de mercado, por un mecanismo de supervivencia de los más aptos, en un plazo de tiempo equilibran de forma espontánea los desajustes. La filosofía marxista aboga por una estatalización de toda propiedad y una administración científica de la misma por un comité de expertos. Ambas trasforman al ser humano en simple sujeto de productividad y consumo, rompiendo sus lazos con Dios y su ligazón con el cuerpo social, que es negado (en el caso del capitalismo liberal) o suplantado completamente por la administración del Estado (en el caso del socialismo). Asimismo, ambas han demostrado ya su fracaso para lograr una economía estable: el capitalismo provoca crisis cíclicas de empobrecimiento, y el socialismo el anquilosamiento económico y la ruina social. Favorecer la dispersión de la propiedad entre cada entidad y ser humano (bien a titularidad exclusiva o bien en régimen de cooperativa o sociedad) es la mejor fórmula para que el mercado libre no provoque abusos en la propiedad (principalmente por medio de los monopolios, sean privados o estatales).
La empresa
El ojo del amo engorda el ganado.
Todo dueño de una empresa ha de gestionarla directamente, y asumir tanto sus pérdidas tanto como sus ganancias. De ese modo se responsabilizará de una administración prudente.
Las sociedades de responsabilidad anónima y limitada (en las que los socios solo asumen cubrir las pérdidas hasta un máximo de la cantidad que han aportado al capital, bien en forma de acciones o de participaciones) deben ser ilegalizadas, por favorecer la irresponsabilidad en la gestión, y generar indirectamente que los socios deleguen en terceras personas, asalariadas y con frecuencia no socios, la administración de la sociedad, hacia la que no sienten el amor y prudencia del dueño. Esta forma de actuación causa un fraude hacia empleados y acreedores cuando la sociedad se endeuda irresponsablemente.
Las formas de producción más coherentes con el pensamiento católico son las del pequeño propietario y la cooperativa económica, en la que cada socio posee una parte igual de la propiedad, siendo todos ellos copropietarios.
El salario
El obrero merece su salario (Lc 10, 7)
Todo aumento de la producción, de su complejidad o de los servicios prestados, debe acompañarse de un paralelo aumento de los salarios. Cuando no existe una verdadera solidaridad del cuerpo social (en este caso la empresa), el patrono tiene a considerar el trabajo una simple mercancía, y el asalariado se desentiende de la prosperidad de la empresa. La pérdida de esa solidaridad conlleva a que dos miembros de un mismo cuerpo social se ofusquen en sus intereses inmediatos, y olviden que ambos son esencialmente solidarios entre sí. La fijación por compromiso del cuerpo social de un salario mínimo (equivalente al mínimo preciso para poder llevar una vida digna) evita la depreciación irreal del trabajo, situación en la que se falta al fin último del mismo: que cada trabajador obtenga el máximo fruto de su trabajo. Ese salario mínimo no puede ser igual, sino que variará, por lógica, entre categorías, tipos de trabajo, lugar de residencia, carga familiar y otros condicionantes. La estipulación concreta, en el tiempo y el espacio, del salario mínimo, al igual que otras condiciones de trabajo, recaerá mayormente en la asociación profesional en que se halle encuadrado cada trabajador. La administración civil tendrá potestad de inspección de que las condiciones de trabajo se ajustan al fuero laboral, y ejercerá el arbitrio en los conflictos entre trabajador y empleador que no se puedan solucionar amistosamente. Para alcanzar el fin último el trabajo no solo hemos de fijarnos en el salario; también influyen las condiciones laborales, la seguridad, la conciliación con la vida familiar, los horarios, etc. Un trabajo inhumano no se soluciona con más salario, sino humanizándolo.
El dinero
No se puede servir a Dios y al dinero (Mt 6, 24)
El concepto que denominamos dinero (del latín denarius, la moneda de plata referencia del sistema monetario romano) no es sino un medio (en forma de unidad contable) para facilitar el intercambio de bienes y servicios, otorgándoles un valor. Las primeras monedas establecían un valor facial fijo en relación al peso de una pieza de metal precioso; este valor era constante y objetivo. La aparición del papel-moneda (recibo de depósito de un metal precioso, normalmente oro) permitió la agilización del intercambio económico. Con el tiempo el papel-moneda se convirtió también en un medio de aceptación de obligaciones frente a deudas.
En nuestra sociedad actual se ha producido una perversa inversión de valores: el dinero ha dejado de convertirse en un medio para devenir un fin en sí mismo.
Política monetaria
Desde tiempos antiguos los poderes públicos han buscado intervenir en el valor de la moneda, siempre con el objeto de financiar su deuda. Rebajar la ley de la moneda metálica fue el primer mecanismo. Establecer precios obligatorios para bienes y servicios de primera necesidad podía influir también en el valor del dinero. Al aparecer el papel-moneda (o recibo de depósito de metálico), las autoridades comenzaron a exigir que estos recibos de depósito fuesen aceptados como “liberadores de deuda” al receptor, aunque no existiera el depósito metálico que supuestamente lo respaldaba. Desde ese momento, la emisión de papel-moneda se ha convertido en el mayor mecanismo de satisfacción de deuda pública que las autoridades han tenido a su alcance.
Tras el abandono del patrón metálico que respalde a la moneda (bien sea real o ficticiamente), se considera que el valor o cotización de una moneda supone la valoración de todos los bienes y servicios del área económica que emplea esa moneda. El volumen de moneda circulante debe variar en función del volumen de bienes y servicios (producción), incrementándose en la misma proporción cuando la producción crece y retrayéndose cuando esta rescinde. Con esta política se obtiene una moneda estable. Si en un período la emisión de moneda es proporcionalmente superior al crecimiento de la producción, aparece una depreciación del valor de la moneda, o inflación. En el caso inverso, la moneda se revaloriza, y aparece deflación. Modificar el valor de una moneda en un sentido u otro por parte de las autoridades monetarias no es intrínsecamente malo; puede estar justificada tanto una devaluación (para mejor exportar los bienes y servicios propios a otras áreas monetarias) como una apreciación (para captar capitales ajenos). No obstante, tales medidas deben ser puntuales, moderadas y de corta duración en el tiempo. Las autoridades monetarias deben informar y obtener el consentimiento anticipado de los órganos administrativos y sociales adecuados (el consejo de estado- sobre todo el económico- y los procuradores a Cortes legítimas). El empleo sistemático y ocultado de las variaciones del valor de la moneda (frecuentemente la emisión de papel-moneda para financiar la deuda pública, provocando la depreciación de la moneda) ignora el funcionamiento real del mercado, conduce al descrédito de la economía y al empobrecimiento general de la población que emplea esa moneda; es un fraude a los usuarios, tanto a los que depositan sus ahorros como a los que cobran un salario o el producto su actividad productiva. La política económica no puede estar basada única o principalmente en la política monetaria pues, recordemos, el dinero es un medio, no un fin.
El uso de un patrón fijo y ajeno a la voluntad de las autoridades económicas (por ejemplo, el retorno al patrón metálico del oro), aunque causara algunos desequilibrios iniciales, permitiría a largo plazo eliminar muchos de los trastornos causados por las políticas monetarias inflacionistas ejercidas por administradores poco cuidadosos con las cuentas públicas.
El sistema económico
El fin supremo de la economía es lograr que todos los hombres obtengan la máxima utilidad de los bienes y servicios. Elementos como trabajo, producción o moneda son un medio siempre subordinado a este fin. Esto es, el fin de la economía no es el consumo, sino el consumidor, que es el único que ha de determinar qué y cuánto ha de producirse.
La política económica debe responder a la realidad económica de la sociedad, esto es, a la Verdad. La gestión económica de los cuerpos sociales complejos (como empresas o administraciones públicas) responde a los mismos principios que la de los cuerpos sociales simples (como familias o pequeños comercios): no se debe gastar por encima de aquello que se ingresa. Con frecuencia las administraciones públicas han producido déficit en sus cuentas porque existía la posibilidad real de financiar ese déficit.
El sistema financiero
La actividad económica genera dos tipos de situaciones: la de aquellos que ganan más de lo que gastan (superavit o ahorro) y la de los que gastan más de lo que ganan (deficit o deuda). La situación óptima es la del balance cero, en la que ganancias y gastos están completamente equilibrados, no existiendo ahorro ni deuda. En alcanzar ese objetivo debe educarse a la población española y a todas sus entidades, desde las familias hasta la corona, pasando por municipios, empresas, cooperativas y regiones. No obstante, la realidad de la economía nos enseña que en cada momento dado existen entidades ahorradoras y otras deudoras. Tal realidad no es en sí intrínsecamente mala, si tiene clara la noción del equilibrio: toda entidad debe pasar por ciclos de ahorro y deuda. El dinero acumulado por las entidades ahorradoras puede usarse como reserva para acometer gastos extraordinarios previsibles en un futuro, o bien puede prestarse a otras entidades que precisan endeudarse puntualmente de cara a acometer esos gastos extraordinarios. Para atender a esta función específica nacieron las entidades de crédito.
Existe una fuerte relación entre la política monetaria y el buen funcionamiento del sistema financiero. Una moneda estable favorece la seguridad en el crédito; por el contrario, la devaluación (inflación) perjudica a los ahorradores que prestan y la apreciación (deflación) a los deudores que toman el préstamo.
El mercado
Del mismo modo que se regatea en un comercio, el mercado se adecua intrínsecamente al equilibrio entre oferta y demanda. Este equilibrio puede variar continuamente o no hacerlo nunca, en forma ligera o acusada; tales variaciones dependen de múltiples factores, por lo que es imposible prever en cada lugar y en cada momento el valor exacto de cada bien o servicio. Este fenómeno es connatural al intercambio de bienes y servicios. El capitalismo liberal considera que esta ley del mercado es sagrada, y constituye la esencia de la pervivencia del propio mercado. El socialismo marxista, aceptando la misma premisa, pretende imponer a criterio de un grupo de expertos en el poder la decisión del valor de bienes y servicios. Ambos olvidan que la libertad del mercado tiene su única medida externa en el Bien Común, hacia el cual debe ordenarse toda libertad, pues sin orden no puede haber libertad, sino dominio del más fuerte.
Los presupuestos públicos
Obligación es de toda autoridad pública manejar los fondos de todos con el mayor de los cuidados, como si fuesen los propios. El presupuesto público ha de tener por premisa constante el equilibrio entre ingresos y gastos, propendiendo con generalidad a establecer un pequeño ahorro como fondo de provisión. El pago de intereses dentro de los presupuestos es un latrocinio, al desviar recursos generados con el trabajo de los ciudadanos para provecho del negocio de la usura. Por tanto, se ha de considera la deuda pública como un mal a evitar en todos los casos posibles.
Entre los ingresos diferenciamos entre las fuentes ordinarias (tasas e impuestos) y las extraordinarias. Las extraordinarias son fuentes de ingreso que no provienen directamente de la contribución ciudadana. Clásicamente se ha considerado que los recursos naturales del subsuelo, así como los del aire y los cursos naturales del agua pertenecen al Erario público, por lo que su cuidado y sus rendimientos económicos (sobre todo en el campo de la energía) se vinculan al tesoro público.
El sistema fiscal
La financiación pública ha de provenir de dos fuentes ordinarias: las tasas y los impuestos. Las tasas fijan un pago a cada usuario de un servicio público, bien directamente por empleo del mismo (infraestructuras viarias, acceso a electricidad o agua potable, recogida de basuras, etc), bien por su posible necesidad (agentes de la justicia, ejército, etc). Las tasas forman parte de las leyes perpetuas y suponen un contrato automático de ejecución y mantenimiento del servicio entre la autoridad que lo proporciona y cada ciudadano. Los impuestos son esfuerzos extraordinarios que la autoridad solicita para acometer empresas concretas (por ejemplo, infraestructuras excepcionales o gastos para defender el país de un enemigo). Han de ser votados por las cortes legítimas, las cuáles tiene el derecho y la obligación de estudiar la oportunidad del gasto, corregirlo, modificarlo o incluso rechazarlo si no lo consideran necesario, ejerciendo así el verdadero papel moderador del poder.
El impuesto es la alternativa al préstamo con usura o la deuda pública, que permite acometer los gastos extraordinarios sin someter al tesoro público a la sangría de los intereses.
Los conceptos aportados tanto en tasas como en impuestos deben dedicarse exclusivamente a aquello para lo que se recaudan, pudiendo seguirse escrupulosa y transparentemente a donde va cada pago. La creación de una caja única en la que acaban todos los impuestos, y de la que sacan todos los gastos es un fraude al contribuyente al ocultar a que ha ido destinada cada partida.
Thibon, Gustave; de Lovinfosse, Henri. Solución Social. 1951. Tradere economía. 2011.
S.S. León XIII. Rerum Novarum. 1891
S.S. Pío IX. Quadragesimo Anno. 1931
Artículo publicado originalmente en el Portal Avant! de los carlistas valencianos