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15 de diciembre de 2020 2 / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / /

¿Qué hacemos los carlistas ante el matrimonio civil?

(Luis Ignacio Amorós Sebastiá) –

No debemos olvidar que la Iglesia siempre reconoció en el matrimonio una institución natural. En todas las sociedades ha existido tal institución, y la Iglesia nunca la ha considerado impropia, siendo el matrimonio cristiano una elevación sacramental y perfeccionadora sobre una realidad de la ley natural establecida por Dios previamente. Cuando un matrimonio pagano se convertía al cristianismo, su matrimonio era convalidado (lo que se conoce en derecho canónico como “sanación en la raíz”, basada en 1 Cor 7, 17), y no era imprescindible que los neófitos se casaran canónicamente para que su unión fuese tenida por válida anteriormente a su conversión. Entre bautizados, sin embargo, subsiste la obligación de contraer el matrimonio canónico, incluso si es con un no bautizado, para que este sea válido. España es católica desde hace muchos siglos, por eso, en la tradición hispana (la de la unidad católica), el matrimonio canónico es el normativo, y lo demás, excepciones.

A veces olvidamos que el carlismo luchó acerbamente contra el matrimonio civil, por tratarse de una invasión del estado liberal en una institución que siempre había sido social y religiosa, cuyos términos y condiciones estaban regulados por la costumbre y el derecho de la Iglesia. Esa fue una de las razones de la hoy en día incomprendida regular quema de registros civiles que llevaban a cabo los carlistas durante las guerras civiles (espejo recíproco de las quemas que los liberales hacían de los registros parroquiales, y de las que nadie se acuerda). No obstante, triunfó el liberalismo, y la Iglesia se acomodó, como tantas veces en la historia, a la situación reinante. Un matrimonio civil no dejaba de ser un matrimonio natural igual de válido que el celebrado entre paganos. Mientras los bautizados cumpliesen su obligación de boda católica, se podía sobrellevar que el estado llevase registro de las mismas a otros efectos. Y los carlistas en cierto modo, sin olvidar nunca el derecho social y religioso del matrimonio, anterior y superior al estado, también se hicieron a esa rutina. La boda religiosa se convirtió, a ojos del legislador, en una forma válida de matrimonio civil, incluso durante las dictaduras militares y católicas de Primo de Rivera y Franco, en las que no obstante, se recuperó la legitimidad del rito católico como único válido entre bautizados. Quienes deseaban contraer matrimonio civil lato, hallaban numerosos obstáculos y debían pasar muchos trámites para conseguirlo, a veces el de la apostasía formal.

Pero ¿qué hacer cuando el matrimonio civil ya no recogía el matrimonio natural? En primer lugar, por supuesto, por la legalización del divorcio, que rompe el principio de indisolubilidad. Ya se hizo una primera ley en la segunda república española, abolida posteriormente por el gobierno del general Franco. Y a su muerte una segunda, en 1981, con el apoyo de no pocos diputados autodenominados “católicos”. En aquellos años el carlismo fue una de las pocas voces en política que se alzó contra esta legalización. Más pasó el tiempo, y la Iglesia se volvió a acomodar: ante los ojos de Dios, los divorcios civiles no eran válidos. Pero ante los ojos de los católicos de a pie el asunto no estaba tan claro, máxime cuando las homilías y documentos oficiales dejaron de hablar de ello por prudencias humanas (las mismas prudencias de la serpiente en el jardín del Edén). Los carlistas ya no nos acomodamos, pero quedamos solos. La mayor parte de sacerdotes y obispos estaban a arreglarse con las legislación, así que no se hizo repudio formal de la potestad que de aquel modo transgredía las leyes de Dios. Y la fe del pueblo sencillo quedó dañada, ya irreversiblemente.

También la legalización en 1986 del aborto provocado, aunque tangencialmente, dañó con gravedad al matrimonio natural, al legitimar el asesinato del principal objeto por el que se creó el contubernio conyugal: engendrar y criar a las siguientes generaciones. El aborto, patrimonio hasta entonces de prostitutas y adúlteras desgraciadas, quedó defendido por la ley como algo respetable, más aún, con el tiempo (en la nueva ley de 2005) fue el ejercicio de un “derecho”, el derecho a matar al propio hijo antes de que nazca. También aquí la Iglesia se opuso, y se opone todavía, pero los pastores no hallaron relación entre la sanción de semejante aberración y la ilegitimidad del poder que la promulgó, y con ello se cruzó la línea última de indignidad al servicio del poder terrenal de turno, de la cual ya no han regresado.

Así llegamos al nefasto año de 2004, en el que el gobierno del infame Rodríguez Zapatero destruyó definitivamente cualquier relación entre el matrimonio natural y el civil en la legislación española. En primer lugar con la poco debatida legalización del repudio (la ruptura unilateral y sin alegar motivo del contrato matrimonial), generadora de la mayor inseguridad jurídica que conoce nuestro código civil; y secundariamente con la más radical modificación de la redacción de la ley, eliminando los términos varón y mujer, y abriendo la puerta a que el matrimonio civil fuese contraído por dos personas independientemente de su sexo; y de paso, terminando con la propia función del matrimonio, porque si un matrimonio se contrae intrínsecamente incapacitado para procrear, ya no es matrimonio, y la causa de nulidad es obvia. Cabe recordar aquí que en España no existe ni ha existido el “matrimonio homosexual”, ni mucho menos ese asqueroso anglicismo de “matrimonio gay”, que sería algo así como “matrimonio alegre” en su traducción más fiel, o sea, una perfecta bobada. Ni la ley española, ni ninguna ley anterior (ni en otro país que yo sepa) pregunta a las personas que acuden a registrar su contubernio si sus inclinaciones sexuales van a favor de natura o en contra. Aunque, quién sabe, quizá en el futuro totalitario (no tan lejano) que nos preparan, sí se haga. Todo se andará.

Naturalmente, si un matrimonio civil acorde con el natural ya es combatible en amparo del fuero matrimonial, por respeto a la condición intrínsecamente social y religiosa del mismo, nada digamos del engendro antinatural que ampara la legislación española actual, y que se devalúa de modo tan evidente a ojos de la sociedad (aquello que no es útil ni bello no es demandado), que el número de matrimonios cae en picado año a año. Hasta su desaparición, o eso esperan, no me cabe la menor duda, aquellos que han promovido todas estas modificaciones con todo tipo de excusas acerca de la libertad individual o el mero e infumable sentimentalismo. El objetivo final es acabar con la familia, y su principal herramienta destruir el matrimonio. Opino que los carlistas, que siempre hemos estado en contra del matrimonio civil, debemos congratularnos de que los herederos de aquellos que lo impulsaron quieran acabar con él una vez ya no les es útil. Nada hemos de hacer en ese sentido, salvo despedir con alegría a ese enemigo jurado de la sociedad tradicional.

Pero, naturalmente, alegrarse por el mal del malo no es hacer política, ni supone acción virtuosa. ¿Qué hacemos los carlistas públicamente, más allá de honrar el matrimonio religioso que personalmente nos afecte? A mi juicio, la iniciativa principal de todas, y la más urgente, sería batallar por la legalización del matrimonio canónico. No la del rito católico como forma de contraer el matrimonio civil, que es lo que reconoce la ley actual, sino la legalidad del sacramento y sus características según describe el CDC canónico en su título VII, cánones 1055-1165. Es decir, que el matrimonio canónico sea reconocido como válido, en pie de igualdad (formal) al matrimonio civil (o lo que sea eso), y cualquier otro tipo matrimonial que al estado se le ocurra, como ya sucede con las llamadas uniones de hecho, reconocidas en varias sentencias como un tipo de matrimonio, y en la práctica poco distinguibles del civil. O sea, y en corto, que los contrayentes católicos vean protegidos sus derechos como casados y padres por los tribunales eclesiásticos, en caso de que el Mundo logre hacer apostatar a uno de ellos posteriormente.

A mi modesto entender esta sí es una propuesta legal de calado y por la que vale la pena luchar. Acostumbrar a los católicos en primer lugar, y a la sociedad posteriormente, que el canónico es una forma propia (y perfeccionada, ya que estamos) de matrimonio, que merece reconocimiento y protección de la legislación. Que quienes lo contraen no llevan a cabo una mera farsa, diferente en apariencia pero similar en esencia a la de los que acuden a un juzgado o ayuntamiento, sino un verdadero y auténtico acto legal, con sus obligaciones y derechos mutuos particulares correspondientes. Añadamos que a los efectos pecuniarios que interesan a la autoridad (fiscalidad, herencias, patrimonio, etcétera), la Iglesia siempre reconoció la costumbre local, salvada la Justicia, y por tanto seguirían sujetos los cónyuges a la legislación general al respecto, para tranquilidad de liberales de cintura para abajo y estatistas de cintura para arriba. Pero para aquello que realmente importa, las condiciones para contraer matrimonio, las obligaciones mutuas y las características generales que obligan a ambos contrayentes como esposos y padres, los católicos podrían tener la tranquilidad de que serían juzgados por jueces legítimos para juzgarlos, sobre bases que emanan directamente de las enseñanzas de Dios al respecto.

En esta sociedad decadente, donde la libertad de conciencia, de acción o de expresión no se cae de la boca, pensar en la pluralidad de matrimonios, como la hay de contratos mercantiles o de atribuciones diversas para las mismas administraciones, es un anatema. Pero todo es ponerse a repetirlo, empleando para ello la misma libertad para los que quieren obrar rectamente que otros exigen para sus desviaciones. No faltarán argumentos ingeniosos por comparación. Naturalmente, contaremos con la incomprensión, falta de apoyo y hasta rechazo de la mayoría de clérigos y obispos. No es un inconveniente menor, porque la Iglesia católica es jerárquica, y aunque la dirección política no cae (salvo casos muy particulares) en las atribuciones de los obispos, la moral sí, y la aplicación del matrimonio sacramental, aunque pertenezca a toda la comunidad cristiana, sin duda está bajo la autoridad pastoral del ordinario y la jurídica de los tribunales canónicos, ligados al Santo Padre.

No obstante, los tradicionalistas somos conscientes a nuestra costa de que la perseverancia (y antes que ella la confianza en la Providencia) supera los obstáculos y obra los milagros. Como bien dijo S.M.C Don Carlos VII, hagamos lo que debemos, y suceda lo que Dios disponga. Y en este momento de la historia, creo que lo que debemos hacer es luchar por la legalización del matrimonio canónico, aprovechando la devaluación del actualmente legal. No solo porque confortaremos y daremos seguridad jurídica a los católicos, sino porque cuando, a no mucho tardar, el matrimonio civil caiga en el descrédito más absoluto y el desuso, aquellas personas que, sin fe actual, sigan añorando y reivindicando un matrimonio natural, pueden hallar la puerta de entrada a la gran comunidad de creyentes al adherirse a esta institución creada por Dios y santificada por Nuestro Señor Jesucristo. Si no cambian las cosas, llegará un día en que solamente los cristianos se casarán, y ese será un signo tan distintivo en ellos como lo era el negarse a sacrificar a los ídolos en los primeros mártires.

A día de hoy, el trabajo del carlista es luchar por preservar (y restaurar allí donde se pueda) cuanto quede de sociedad cristiana. No dejemos pasar la descomposición del matrimonio civil pasivamente, sin aprovechar para reivindicar de nuevo el matrimonio católico, ante la sociedad y ante las leyes. Ya no hace falta quemar registros, los mismos liberales y los marxistas desean purgarlos de matrimonios. Dejan un hueco que debemos aprovechar, puesto que incluso en una sociedad generalmente egoísta como la contemporánea, la añoranza por las familias estables y los matrimonios duraderos sigue existiendo, siquiera de forma inconsciente en muchos. No importa que no logremos el objetivo primario o inmediato, siempre que se nos asocie con esta reivindicación, porque el futuro está en manos de Dios, y un matrimonio católico legal es uno de los cimientos de una sociedad católica. Como tantas otras verdades en política, el día de mañana los carlistas podremos recordar que nosotros siempre las defendimos.

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2 comentarios en “¿Qué hacemos los carlistas ante el matrimonio civil?

  1. Steinbock

    Que qué hacemos? Pues nos lo pasamos por el forro!
    Hoy en día cualquier mamarrachada es “matrimonio” . Al rato hasta entre hermanos, padres e hijos incluso animales al paso que vamos.
    El problema viene cuando la misma Iglesia te “pide” el matrimonio civil para casarte.

    Responder
  2. identicon

    Porfirio Gorriti

    Un buen artículo que demuestra que la legislación de la España actual determina que el matrimonio civil es una nada, para vergüenza del poder judicial, cuyos altos miembros son esbirros del poder ejecutivo. La misma nada que es la ley humana frente a la divina.

    Responder

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