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2 de junio de 2019 0

PRESIÓN POLICIAL

Cuando el viajero regresa a España, ya no le apetece ver a casi nadie. Quiere besar la tierra y respirar profundamente su aroma, porque ya no es aire sino perfume. Quiere retenerlo, que dure mucho tiempo. Y es cierto. El país está lleno de guardabarreras por todas partes. Máquinas chivatas que “se quedan con tu cara”, señales de tráfico que obligan a circular a velocidades en las que el motor casi no responde (por ejemplo 30 km por hora). Durante este viaje de vuelta he mostrado mis pasaportes y credenciales al menos treinta veces. La palabra “prohibido” se ha enseñoreado de nuestro léxico sin que, por eso, sienta yo una mayor seguridad. En tiempo me robaban los ladrones. Ahora no sólo lo hacen ellos o sí lo hacen, pues todo el que roba es un ladrón. Viajo por Madrid y veo las mismas caras uniformadas de siempre, cada vez con un gesto menos amable. Entonces pienso que me he equivocado de país, que esta no es mi España, tierra de libertad por la que murieron miles de personas que regaron su tierra con su sangre. Ya no es aquella de “por la libertad Sancho hermano se puede y debe arriesgar la propia vida”. Ya nadie habla de la auténtica libertad. Las cadenas han vuelto de la forma más siniestra posible, no tanto como una imposición externa sino como un autocensor aceptado, incluso amado tiernamente. Cuántos carlistas, Señor, perdieron o arriesgaron sus vidas contra este absolutismo ministerial. En fin, al final los ciegos seguirán sin ver, los sordos sin oír y las actividades tiránicas que ensombrecieron la evolución de las Españas esas sí que resucitan. Entonces el viajero piensa y duda. No sabe si es mejor no volver jamás o perderse entre los campos de la llamada España interior, desolada y abandonada, en busca de esa libertad real, sin drones, robots y cámaras que agobien la estructura natural de las cosas. Mientras el viajero piensa estas cosas una anciana atraviesa con dificultad un paso de peatones. Los policía municipales no le prestan atención. Quizás hablan de la recaudación de multas, de los ascensos de su jerarquía y, al final, la vida de una anciana o un mantero no importa demasiado. Sigo viendo esa España de película de serie B en Nueva York con ese viejo estilo de pistola al cinto, gafas oscuras aunque el día esté nublado. Caen unas gotas y recibo su humedad con la alegría del que recibe el maná de su tierra amada. Antes de salir de viaje le explicaba a alguien la diferencia entre Dictadura y Tiranía. El Dictador impone normas injustas y las hace cumplir. El tirano cambia de humor y las normas siguen a su capricho. Entonces pienso, con las manos en los bolsillos, que hay algo más infame que sufrir una tiranía: imponerla, ser su brazo ejecutor. También que hay algo más infame que imponer leyes injustas y es prestarse a un Sistema Judicial que sólo, ocasional y aleatoriamente, tiene que ver con la justicia. Definitivamente en mi querida patria ganaron la partida los que tanto aman las “caenas”. Los inquisidores acabaron en la cola del paro porque ya hay otros indagadores, unos informatizados y otros interiorizados en lo más profundo de nosotros mismos.

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