Pero, entonces ¿qué es el liberalismo?
Es un tópico de los debates (sean en persona, o en la red) que cuando se le echa en cara a un liberal los errores de su ideología o sus efectos perniciosos, este replique diciendo “es que eso no es liberalismo”, para a continuación exponer lo que él define como el auténtico liberalismo, que normalmente no es sino un destilado de sus personales opiniones acerca de lo mejor en política.
Nuestro interlocutor no estará en ningún caso diciendo mentira. De hecho, será perfectamente coherente con lo que es el liberalismo.
Al igual que su antecesor teólogico, el protestantismo, el liberalismo se ha escindido en varias escuelas principales e infinidad de corrientes menores. Si hablamos de variables, podemos llegar casi al liberalismo a medida. Eso es lógico si conocemos que la esencia fundamental del liberalismo es el culto a la libertad abstracta, y por tanto, personal.
Pero al igual que los herejes, también existen unos principios básicos que fundamentan todo el pensamiento, y que sí son comunes a todos los liberalismos, y son la raíz de ese pensamiento; da igual que hablemos de liberalismo económico, político o teológico, su origen es el liberalismo filosófico. Si los protestantes tenían los tres Solus reduccionistas (Sola Fidei, sólo la fe, Sola Scriptura, sólo las escrituras, y Sola Christus, sólo Cristo), el liberalismo tiene también sus tres principios básicos (también tres, como la Trinidad, de la que se hace parodia), las llamadas “tres autonomías”, o rupturas, o autosuficiencias, o separaciones.
Todos los liberales las profesan, explícita o implícitamente. De otro modo, no son liberales, aunque lo crean.
1) La primera es la llamada autosuficiencia del mundo temporal respecto del sobrenatural. La separación radical entre lo terreno y lo espiritual supone en la practica actuar como si Dios no existiera. Esta separación no es axioma de agnosticismo teórico, sino práctico, y es muy conveniente porque permite amparar tanto a ateos como a agnósticos, como a judíos, como a deístas de tipo masónico escocés (he ahí la figura del Gran Arquitecto), como a protestantes (que consideran que tras la Revelación Dios ha dejado el mundo al hombre y se ha alejado de él), como- más recientemente- a los católicos liberales o modernistas, que han logrado sobrevivir a la batería de encíclicas que contra ellos escribieron varios papas. La autonomía del mundo temporal permite la independencia del poder humano (la Potestad) respecto de Dios. Ya no se reconoce que la soberanía (como todo lo creado) proviene del Altísimo. Es el secularismo. Y el triunfo del poder terreno del príncipe de este mundo, que al fin ha logrado expulsar a Dios de los asuntos públicos de los hombres.
2) La segunda es la autosuficiencia de la razón con respecto de la fe. Lutero consideró a la razón totalmente corrompida, e incapaz de hallar, o siquiera buscar, el bien moral. Para él, únicamente existía la fe. El liberalismo compra el principio (la separación entre razón y fe) pero invierte la consecuencia, y expulsa a la fe del mundo de los hombres. Sólo la razón basta, y no acata el orden revelado. La fe se convierte en asunto privado, al mismo nivel que la creencia en duendes o en universos paralelos. No conocerá, querido lector, liberal que no opine que cualquier asunto de creencias se debe de quedar en casa y no salir ni a la calle ni por la boca. Es el triunfo del racionalismo, y de su producto acabado, el naturalismo (o materialismo práctico).
3) La tercera autosuficiencia es la de la conciencia con respecto a la ley divina. Ya no existe moral objetiva a la que tender, leyes inmutables (ni naturales ni reveladas) hacia las que ordenar (orientar) rectamente nuestro actuar. La conciencia, soberana absoluta de nuestra ética, toma lo que quiere de allí o de acá, y no está obligada a sujetarse a ninguna regla externa, mucho menos revelada. Seguir a Cristo o no, asunto enteramente voluntario y privado es. La Verdad ya no es una. Hay tantas verdades como opiniones. O sea, no hay ninguna Verdad. Llegamos pues a la exaltación del subjetivismo y el voluntarismo.
A partir de ahí, puede aparecer el liberalismo conservador con apariencia de orden y formalidad, para esconder la cobardía y los beneficios económicos, como buen producto burgués; o el liberalismo progresista, con sus proclamas sangrientas de libertad e igualdad a ultranza, su rechazo a la religión o su hipócrita preocupación aparente por los desfavorecidos. Puede ser liberalismo británico, deísta y obsesionado con la libertad individual, la propiedad y el libre comercio, para favorecer a las élites financieras y mercantiles. O puede ser liberalismo continental o francés, ateo rabioso, cartesiano, reglamentador, propagado defensor de todos y mal disimulado precursor del totalitarismo estatal.
Como decía Sardá y Salvany, a cada liberal se le puede servir el liberalismo por grados, como el aguardiente. Y habiendo tantos liberalismos como liberales, no habrá liberal para el cual su vecino no sea un radical peligroso o un reaccionario disimulado. Así, los partidos liberales se forman, se dividen, se confluyen, se segregan, en un ciclo sin fin, pues siempre habrá una idea que unifique y otra que separe, según convenga.
Todos ellos compartirán indefectiblemente esas tres autosuficiencias o rupturas que no son sino la doctrinalización del Non serviam satánico.
Seamos capaces de buscar la almendra de esas tres autosuficiencias en cada argumentación de nuestros adversarios (y tantas veces familiares o amigos) liberales. Confrontemos su coherencia si alguna no lo siguen. Apelemos a su búsqueda sincera de Cristo si son católicos (¡cuántos liberales católicos absolutamente engañados hay!).
El liberalismo sigue siendo el principal enemigo. De su acción surge la anticristiana reacción socialista. Sigamos combatiéndolo sin descanso.