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26 de abril de 2005 0

Los males de la sociedad: el relativismo

Uno de los mejores carlistas que tengo el honor de conocer me definió el relativismo hace ya algunos años de forma simple y brillante (como suelen ser todas las cosas simples). Portaba una carpeta negra en la mano y me preguntó “¿de qué color es esta carpeta?”, “negra”, repuse yo. “No, afirmó él, es roja”.

Al ver mi cara de asombro añadió “en realidad es negra y es roja, ya que tú la ves negra y yo la veo roja, y como nuestras opiniones son igual de válidas ya que somos ambos hombres iguales, ambas son ciertas”.

Eso es el relativismo. Y podríamos terminar aquí el artículo, pues todo lo que se añada será redundante.

La vieja enciclopedia de mis padres que, en los anaqueles de la estantería, resiste estoicamente las llamadas “nuevas tecnologías” con humilde papel de hace casi cuarenta años define el relativismo como la doctrina según la cual la realidad carece de substrato permanente y consiste en la pura relación de los fenómenos, negando la existencia de lo absoluto.

El triunfo numérico de la moral relativista en nuestra sociedad (coherente con el amor de los relativistas a la fuerza del número) es un hecho objetivo que no debemos tener pudor en reconocer. La inexistencia de verdades absolutas es uno de los paradigmas de esta moral triunfante. Como comentaba en otro artículo, la “democratización” de cualesquier asunto del que se trate es uno de los grandes tótems de nuestra sociedad. Había que democratizar el parlamento, luego el gobierno, las leyes, las administraciones… hasta llegar a democratizaciones tan pintorescas como las del matrimonio (sería interesante asistir a una votación en un parlamento de dos), de la familia, de los centros penitenciarios, de la justicia y hasta la de la Iglesia, tan anhelada por los que la odian. La democratización de la moral debía llegar tarde o temprano. Y, en efecto, desde hace unos años asistimos a una campaña políticamente complaciente que lucha por la relativización moral bajo el supuesto de un “avance democrático”.

La doctrina tiene una base principal: no existe una Verdad superior. De esa fuente relativista bebe todo el resto de las consecuencias, que básicamente son dos. Una, cada individuo genera su propia moral con respecto a sus actos. Dos, aquellos actos comunitarios serán morales o no en función de la suma de moralidades de los miembros de la comunidad.

Consecuentemente aquellos que pensamos que existen una serie de verdades morales por encima de la voluntad del hombre somos autoritarios y “antidemocráticos” (sambenito moderno para espanto de beatas demócratas, equivalente al “sindiós” de tiempos pretéritos).

El mayor enemigo del relativismo moral es una moral superior, y en nuestra sociedad ese enemigo es la moral cristiana. La moral cristiana, mayoritariamente profesada en nuestro país dentro del seno de la Santa Iglesia Católica impone una jerarquía de valores basada en la existencia de una voluntad superior, la de Dios Padre Creador del mundo. Todo aquello que nos hace cumplir Su voluntad y nos acerca a Dios es definido como virtud. Todo aquello que tuerce sus mandatos y nos aleja de Dios es el pecado. La moral cristiana, y la Iglesia, no pueden, por su propia naturaleza, obligar al hombre a hacer el bien, ya que Dios, tanto en el Antiguo Testamento como en los Evangelios dota al hombre del libre albedrío de escoger en cada ocasión entre el bien o el mal. Es por tanto el cristianismo no sólo respetuoso con la libertad, sino el verdadero germen de la misma en nuestra cultura. La aceptación voluntaria de la fe, del “dulce yugo de Jesús” es lo que dota de sentido a toda la existencia del cristiano, al libre albedrío, a la virtud y al pecado.

No obstante es, curiosamente, la libertad, el argumento que emplea la moral relativista para tratar de combatir al cristianismo y su sistema de valores. Naturalmente se presenta como libertad frente a la Iglesia o “los curas”, y no rebelión frente a Cristo, cual es su verdadera naturaleza, ya que son los valores establecidos por Cristo los que defiende su Esposa. Bajo la excusa de antropocentrismo, de presentar a un hombre libre de todas las ataduras se consagra la libertad de ese mismo hombre para decidir qué es bueno o es malo. Ya no se trata de la elección para obrar o no según las reglas, sino la creación de las propias reglas.

El relativismo tiene un enorme atractivo para la persona escasamente formada: supone una coartada o justificación de todos los apetitos. El relativismo concede a la persona la capacidad de ser su propio juez, con lo cual las autoabsoluciones están a la orden del día, ya que todos tendemos a ser sumamente indulgentes con nosotros mismos. Naturalmente, como el ser humano, al contrario de lo que pensaba Rousseu, no es bueno por naturaleza, el relativismo justifica todos los males que surgen del corazón del hombre: el egoísmo, la pereza, la crueldad… siempre que uno no los perciba como tales. Así, el relativismo se convierte en la puerta que nos conduce al hedonismo y al embrutecimiento. A una sociedad donde los débiles o molestos son marginados, donde la vida humana deja de ser un bien sagrado y se categoriza en función de su supuesta “calidad”… siempre, por supuesto, que la sociedad así lo decida “democráticamente”.

Con la proclamación de la ausencia de una Verdad objetiva, el relativismo rompe con Dios y con la naturaleza, que sí tiene unas reglas precisas. Como podemos comprobar cotidianamente el relativismo hace que los preceptos morales varíen constantemente. Lo que hoy es correcto mañana puede ser erróneo en función de la opinión de la “voluble muchedumbre”, impresionable por lo común y, como saben todos los “creadores de opinión”, fácilmente manipulable si se cuenta con los resortes adecuados. No debe extrañarnos, ya que existe una profesión, la de los publicistas, especializada únicamente en influir sobre los comportamientos de las personas. Se trata simplemente de contratar al profesional más adecuado.

Para el poder siempre es preferible una sociedad rota, disgregada, sin estructuras naturales que le den una identidad, de modo que sea el estado, siempre dominado por el poder, la única referencia ante la que se encuentra el ciudadano. En el aspecto moral se produce un fenómeno semejante: si no existen una serie de valores y principios que sostenga la sociedad independientemente del gobierno de turno, a este no le resultará difícil conseguir introducir aquellas leyes y estructuras que favorezcan sus intereses amparado en que “todo es opinable” y, por tanto, el que manda decide. El relativismo moral, contrariamente a ser un posicionamiento liberador o rebelde de morales impuestas, como se pretende vender, es un perfecto instrumento para conseguir una sociedad pastueña que acepte mansamente aquellos valores que los poderosos quieran imponer en cada momento.

Tal presunta “libertad” para encaminarnos hacia una sociedad peor sólo tiene enfrente en nuestra sociedad actual a la moral cristiana, encarnada en la Iglesia católica. Al deberse por entero a Señor que no se le ha de morir, la Iglesia es una roca firme en medio de un mar de barquichuelas que lleva la corriente de un lugar a otro. Sobre tan firme cimiento, y sobre su moral y normas, reveladas directamente por Cristo Redentor del mundo, hemos puesto los carlistas nuestro edificio. Sus palabras de sabiduría nos desvelan la Verdad ya revelada por la fe. Son palabras de liberación, de liberación de nuestro verdadero enemigo: nuestros peores impulsos, nuestros pecados.

Frente a una sociedad que propugna reglas cambiantes en función de la fuerza de los poderosos que las defienden, Cristo nos enseña una simple regla con la que podemos, tal como suena, solucionar todos los problemas: amar a Dios Padre Creador por encima de todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos.

Con tan formidable fórmula, nunca estaremos perdidos en el mundo. El bien será siempre el bien, y el mal siempre el mal, aunque el demonio intente mezclarlos. La carpeta será siempre negra por mucho que nos intenten confundir los malvados.

Artículo originalmente publicado en el Portal Avant! de los carlistas valencianos.

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