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13 de noviembre de 2018 0

Lecciones políticas de la crisis podemita en Madrid

La reciente trifulca de “Podemos” en Madrid puede ser muy ilustrativa de uno de los vicios capitales del sistema democrático liberal, y permitirnos sacar interesantes conclusiones, más allá del superficial análisis sobre el bien conocido afán de poder de cuántos se dedican a la cosa pública hoy en día en España.

Hagamos un breve resumen: en 2015, Podemos alcanza el gobierno municipal de la capital de España gracias a una lista en la que predominan sus candidatos, pero encabezada por una independiente, Manuela Carmena, que a la postre es elegida alcaldesa con el apoyo de otros partidos. Como resulta natural, Carmena se rodea de concejales de su confianza para los puestos de gobierno, y llegados a la confección de listas para las próximas elecciones de 2019, en las que repetirá como candidata, pide que esos concejales de confianza sean colocados en puestos altos de la lista para que resulten elegidos indefectiblemente, y poder seguir contando con ellos.

 

Pero esa petición, que es razonable, choca con los mecanismos de funcionamiento del partido neosocialista: a diferencia del resto de partidos políticos, en los que las listas electorales se confeccionan por consenso entre los cargos de la direcciones, en “Podemos” todos los miembros de la lista salen de una elección abierta entre los militantes de base, en forma de unas elecciones primarias en sus organizaciones más basales, antiguamente llamados los “círculos” (los marxistas nunca inventan nada, solo lo empeoran, en este caso vampirizando a los antiguos y dignos círculos carlistas). Este método es coherente con la filosofía populista de la llamada “formación morada”, que hace del democratismo en la toma de decisiones su mayor estandarte.

 

Los seis concejales afectados por la medida (de los cuales la más conocida es la pija profanadora Rita Maestre) están en desacuerdo, y priman el mantenimiento del equipo de gobierno (teóricamente) exitoso. Cuentan con el respaldo de Carmena, que ha insinuado alguna vez que si no se acepta su petición, no repetiría como cabeza de cartel, mermando tal vez con ello posibilidades de renovar el gobierno para los de Pablo Iglesias (versión 2.0). Como medida de presión, han decidido no presentarse a las primarias, y esperar que la dirección local les coloque directamente en los puestos de la lista que solicita Carmena. A su vez, el consejo de coordinación de Podemos en la Comunidad de Madrid les ha suspendido de militancia a modo de castigo (curiosa forma de proceder: castigar a unos militantes por no presentarse a unas primarias), advirtiendo que únicamente se les levantará el castigo si se presentan a la elección primaria, o bien renuncian a hacerlo en las elecciones municipales (en ese caso, presumiblemente lo harían bajo otra denominación). En este punto andamos en el momento de escribir este artículo, y ya veremos como acaba el sainete.

 

Hay una primera reflexión evidente, y es la de cómo el afán de conservar el poder siempre, siempre, hace volar por los aires los ideales de democracia que hasta el más radical de los pancarteros pudiera defender antes de alcanzar una poltrona (de hecho, cuanto más radicales en su odio a la “casta política”, más profunda y entusiasta es su conversión cuando pasan a forman parte de ella). Pero a mi me gustaría que intentáramos ir un poco más allá, porque este caso ilustra de forma muy evidente uno de los defectos y perversiones más evidentes y escandalosos del actual sistema demócrata liberal que, a fuerza de costumbre, hemos terminado por no ver.

 

Ya los romanos tenían clara la diferencia entre aquellos cargos que gestionaban la cosa pública (y que llamaban magistrados), y aquellos encargados por el pueblo de dar su voz y consejo, y sobre todo controlar en su gestión, a los gobernantes, llamados representantes. Así lo recogió la tradición política hispana, que proscribía a los diputados aceptar cargos del rey, y obligaba a abandonar su puesto de procuradores si así lo hacían. Incluso uno de los santones del liberalismo, Montesquieu, estipulaba la necesidad de la separación entre el que llamaba poder ejecutivo y el poder legislativo. De hecho, en su libro “El espíritu de las leyes” el francés afirmaba explícitamente “si la potestad ejecutiva fuera confiada a un cierto número de personas sacadas del cuerpo legislativo, no habría ya libertad, porque los dos poderes estarían unidos, ya que las mismas personas tendrían a veces, y podrían siempre tener, parte la una en la otra”.

 

Ese principio básico, que el liberalismo arrinconó desde muy pronto, prohíbe completamente que aquellos que ejercen el poder sean los mismos que representan a los ciudadanos frente a ese mismo poder. Dado que la democracia liberal española deposita la capacidad de legislar en los parlamentos, o en los consistorios (convertidos en “parlamentitos en miniatura”), sus componentes no deberían formar parte en ningún caso de los equipos de gobierno municipales, y viceversa. Y sin embargo, eso no sólo ocurre regularmente en España, sino que, de hecho, en las instituciones de tamaño medio y grande, es lo habitual. La excusa que suelen dar los constitucionalistas es que la cámara legislativa controla mejor a sus pares. Absurda excusa, puesto que la comparecencia ante un parlamento de un primer ministro o cualquiera de sus secretarios es mandatoria según las leyes, independientemente de que sean miembros del mismo o no.

 

Aunque la cúpula rectora de “Podemos” está trufada de profesores de Ciencias Políticas, no parecen apercibirse de esa contradicción tan evidente: aquellos que elija la militancia en primarias no tienen porque ser los que elija la candidata a alcaldesa como puestos de responsabilidad. Añadamos que (como por otra parte es lógico y así debería ser) el nombre de la cabeza de cartel parece arrastrar más votos que la simple marca política, por lo que el partido el partido está creando la disfunción de pretender que todos los concejales de la lista sean votados en primarias, menos la cabeza de cartel (incoherencia notoria, pues el puesto más importante no lo eligen los militantes, sino, aparentemente, las encuestas hechas a los votantes). Pero dejemos de lado la gran contradicción interna de la partitocracia, que parece imposibilitada de distinguir entre militancia y “votancia”. Y añadamos que si se considerara respetar la naturaleza humana, en vez de intentar transformarla, advertiríamos fácilmente que es perfectamente normal que alguien que se considera capacitado para el poder, bien sea por voluntad de servicio, bien sea por afán de ejercerlo y disfrutar de sus prebendas, quiera seguir en él. La ambición es humana, y lo único que hay que controlar es que se oriente al Bien Común, cosa imposible si lo fiamos al gusto de la mitad más uno de militantes.

 

Mientras asistimos al edificante espectáculo de aquellos que hace apenas cuatro años se erigían en jueces implacables de la casta y acaban en poco tiempo comportándose tal cual miembros de la misma (supongo que próximamente veremos la confección de las listas de Podemos a puerta cerrada con los apaños o navajazos correspondientes entre clanes mafiosos, al más puro estilo PPSOE), reflexionemos también acerca del modo tan flagrante en que se avería el democratismo como principio ideal apenas toma contacto con la realidad. No, no todo se soluciona votando, y mucho menos la mayoría de la población tiene la razón per se. Máxime cuando hablamos de cuerpos electorales inmensos, como son los más de 3 millones de habitantes de Madrid que deben escoger una lista cerrada llena de nombres que sencillamente desconocen. La incapacidad del votante para elegir con criterio a sus representantes es obscena. Literalmente, no tienen ni idea de a quién eligen. En la mayoría de los casos, directamente no saben quienes son. Y en los pocos que conocen, el pueblo apenas sabe de ellos lo que los medios de comunicación y las redes sociales (adecuadamente condicionados a favor o en contra) les han querido transmitir. Fuera de los pueblos pequeños, o las comunidades de vecinos, resulta difícil encontrar un cargo público elegido con criterio meritorio elegido por sufragio en España.

 

Pero, sobre todo, recuperemos (o, en el caso de los tradicionalistas, mantengamos y reivindiquemos) la sabiduría política de nuestros ancestros: quien gobierna, gobierna; y quien controla al gobierno, lo controla. Ergo, no se puede ser diputado y ministro a la vez. No es que no sea aconsejable, es que es una abominación de principio, una desnaturalización de la función de cada uno de ellos. En el caso de los ayuntamientos, la confusión aumenta porque el nombre dado a los ediles que ejercen las carteras de las distintas áreas, y el de los votados por los ciudadanos para el miniparlamentito municipal es el mismo: concejales.

 

Desde aquí brindo una solución a “Podemos” Madrid: si Carmena es su candidata, propongan una ley en el parlamento español para que los vecinos puedan elegir directamente a su alcalde, de modo que este halle así su legitimación, y pueda elegir como cargos de confianza a quien le plazca, pues teniendo la máxima responsabilidad en el gobierno municipal, debe poseer también la máxima autoridad. Y la lista de representantes para el consistorio, llénese con quienes elijan los militantes, y sin ningún nombre de los que la alcaldesa escoja para su gobierno. Y que se encarguen de controlar su acción. Así una y otros harán bien su trabajo.

 

Claro que, de ese modo, todo el tinglado del monopolio de la cosa pública por parte de los partidos políticos se iría a hacer puñetas, y “Podemos” blasonará mucho de estar contra la casta, pero no tiene ninguna intención de hacer reformas de calado que le impidan convertirse en el nuevo apparátchik.

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