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23 de febrero de 2005 0

La partitocracia española

No cabe duda que hoy en día la palabra de connotaciones positivas por excelencia a la hora de hablar de temas políticos es “democracia”. En lo políticamente correcto algo “democrático” es intrínsecamente bueno, así como algo “antidemocrático” es intrínsecamente malo. Tal exitoso término se ha extendido más allá de la política, aplicándose a cualquier tipo de realidad social, administrativa e incluso moral. No obstante la mayor parte de la población que emplea ese término tiene un conocimiento muy limitado de lo que en realidad significa.

La forma más antigua de tratar los asuntos públicos (la política) es el asambleísmo. Esto es, la reunión de todos los hombres adultos para discutir los temas que a todos afectan. La democracia hace referencia al “gobierno del pueblo”, y en su cuna, Atenas, aludía al hecho de que todos los ciudadanos varones adultos tenían derecho a participar en la asamblea y a ocupar magistraturas, por contraposición a la oligarquía, que limitaba la asamblea gobernante y las magistraturas a un número restringido de ciudadanos, bien en función de su edad (la gerousía espartana), de su pertenencia a una estirpe nobiliaria (el senado patricio) o de su patrimonio (verbigracia el senado republicano o la asamblea cartaginesa). La democracia no presuponía la abolición de las clases sociales; en la misma Atenas, metecos o extranjeros estaban excluidos de los derechos políticos, y los esclavos eran simples objetos.

Sin duda la Atenas del siglo VI antes de Cristo es lo más poblado que una asamblea directa puede dirigir. Las entidades superiores en extensión y población deben recurrir al asambleísmo representativo. El concepto de representatividad se resume en una acción: la asamblea delibera sobre un asunto concreto y, tras tomar una determinación, nombra a un representante para que la postule y defienda en la asamblea superior. La persona elegida lo es en función de su capacidad para cumplir esa misión con fidelidad. Sin óbice para que tenga su propio criterio, sabe que su misión en un asunto concreto es defender y votar en una asamblea superior la decisión de la asamblea inferior. Este es, de forma simplificada, el sentido del concepto de mandato imperativo, por el cual el sistema representativo tradicional se aseguraba de que los intereses de los miembros de la sociedad se vieran representados fielmente en las cortes y otras asambleas superiores.

Naturalmente la persona no vive aislada ni inmóvil. Forma parte de una comunidad y ejerce un oficio, tiene unas creencias, practica unos intereses o aficiones… Las asambleas superiores, pues, deben incluir también a representantes de aquellas instituciones surgidas de forma espontánea en la sociedad. Sindicatos, gremios, colegios profesionales, universidades, cámaras, son instituciones no administrativas que representan a la sociedad de forma natural.

Veamos ahora lo que son los partidos políticos. Su germen son los clubs de opinión, asociaciones políticas creadas durante la Ilustración y consagradas al calor de la revolución francesa de 1789. No representan al pueblo como tal, sino a los asociados que las componen, que suelen ser personas de elevado nivel cultural y social con inquietudes e iniciativas para el progreso social y político de la nación. Como la Ilustración ofrece diversos caminos para el mejoramiento social las personas con inclinaciones políticas se agrupan en diversas corrientes de pensamiento: los clubs de opinión se convierten así en partidos que tratan de influir en los miembros de las asambleas para que voten en función de las ideas ilustradas que proponen los revolucionarios, y no en función de las ideas e intereses de sus representados. Así nacen los partidos que desean apenas unas reformas mínimas, otros que quieren cambiar el gobierno, otros que propugnan la subversión completa de la estructura de poder, los girondinos, los jacobinos, la llanura, la montaña… ellos serán los que impulsarán la revolución y acabarán con la monarquía y el orden tradicional.

Lógicamente, los partidos evolucionan con el tiempo. Mientras los ideólogos que definen y organizan la doctrina de cada partido siguen perteneciendo a las clases más educadas y elevadas de la sociedad los partidos tratan de extender su influencia por toda la sociedad, a la que inicialmente son ajenas. Contrariamente al asambleísmo, los partidos políticos dirigen su representatividad de arriba abajo. A los representantes de la sociedad ante el Poder sustituyen los delegados del Poder (allí donde ha triunfado la Revolución) ante la sociedad. Nacen así los sindicatos políticos, los grupos de presión, la organización territorial de los simpatizantes de la idea que defiende el partido, la propaganda, las juventudes… los partidos políticos pasan a convertirse en parte integrante de la sociedad.

Pero ¿cuál es su función? Principalmente convencer a la mayor parte de personas posibles de la bondad de su propuesta. Sociedades, pueblos y hasta familia que previamente no habían participado de la política más que en función de los asuntos que pudieran afectarles personalmente se hallan ahora divididos por su pertenencia a tal o cual bando. Las diferencias se convierten en discusiones y las discusiones en peleas y hasta guerras. Sociedades razonablemente armónicas entran en una perpetua discordia por la bondad respectiva de la idea de mejoramiento social de cada partido. Las guerras tribales resucitan ahora, pero ya no por el territorio, la religión o los recursos naturales, ahora son por defender la Idea, y se dan entre hermanos.

Durante este proceso de decenios el partido político deja de convertirse en una asociación por el mejoramiento social. Se convierte en una estructura de influencia y, cuando alcanza el gobierno, de poder. Su meta fundamental es perpetuarse durante el mayor tiempo posible en ese poder que dispensa los medios necesarios para sostener ese partido en óptimas condiciones. El mantenimiento de su influencia social es ahora clave para lograr ese objetivo.

Así podemos llegar a la situación actual de los partidos políticos en España. La primera cuestión a resolver es ¿encarnan fielmente los representantes en las asambleas las inquietudes e intereses de aquellos que los eligen? Hagámonos una simple pregunta. ¿Cuántos españoles conocen a los representantes que votan para las cortes nacionales o regionales? Y no hablo de conocerlos bien, sino de tener de ellos una imagen pública fácilmente manipulable en circunscripciones muy pobladas. En la mayor parte de las veces el 90% de la población sólo conoce al cabeza de lista y ocasionalmente a los números 2 ó 3. Lo desoladoramente cierto es que este sistema, presuntamente democrático, nos hace introducir cada cuatro años una papeleta en una urna en la que figuran 5, 10, 15 o 20 nombres que desconocemos absolutamente. No sabemos quienes son nuestros representantes en las cortes de la nación. Desconocemos si son capaces o torpes, honrados o ladrones, trabajadores o gandules, sinceros o falsos. Esa es la realidad de la inmensa mayoría de los que se sientan en los bancos del parlamento español y de los autonómicos: son unos desconocidos para sus representados. El senado, por su configuración de voto, podría romper esa dinámica, pero desgraciadamente el sistema lo ha arrinconado, convirtiéndolo en una cámara inútil y marginada, donde van a parar los descabalgados de los grandes órganos de dirección de los partidos, por lo que se da la circunstancia de que los españoles no conocen a prácticamente ningún senador de España, miembro de la irónicamente llamada “cámara alta”. Idéntica y lamentable situación se da con aquellos encargados de gestionar “la cosa pública”. La mayoría de la población conoce al presidente y a los ministros más mediáticos. El nombre de los secretarios generales de los ministerios (que acumulan un poder ejecutivo desmesurado) o directores generales es desconocido salvo en caso de que cometan algún error excesivamente garrafal para ocultarlo a la prensa, en cuyo caso son objeto de chistes o comentarios mordaces.

Es bien evidente: en España el elector vota generalmente en función de unas siglas, en función de la Idea que estas representan, y habitualmente no se fija mucho en el nombre de aquel que las representa, salvo tal vez el líder, mientras sea “de los nuestros”.

¿Es esto democracia? ¿Es esta ignorancia generalizada de la función pública, este desconocimiento de sus derechos políticos entre los españoles, un sistema democrático? ¿Es envidiable la salud política de una nación que desconoce los nombres de aquellos que les representan? ¿En que clase de ciega tiranía de rostro amable vivimos para que todos pazcamos como bueyes apacibles mientras desconocemos por completo quienes son y como piensan los que nos mandan?

Una sola excepción a este sistema viciado es señalada habitualmente entre los comentaristas políticos más concienciados. Siempre se alude a la “auténtica democracia” que se ejerce en los pueblos medianos y pequeños, donde no es raro que un partido gane las elecciones generales, otro las autonómicas y aún otro las municipales. La razón es bien simple: en comunidades donde casi todo el mundo se conoce, se vota para los asuntos públicos en función de parámetros muy cercanos: el alcalde es alguien que se conoce, se conoce su familia, su trayectoria personal y política. Se sabe si es honrado o no, sus inclinaciones y gustos. Se valora su trabajo anterior por el pueblo y, si es preciso, se le puede parar por la calle para exponerle nuestra opinión sobre tal o cual medida. Los comentaristas políticos liberales alaban esta idílica democracia rural con la misma nostalgia con la que Horacio añora la apacible vida campestre: con una supina ignorancia. Y sobre todo desechan la idea de que este concepto pueda ser trasladado a unidades representativas mayores. El tamaño lo impide, afirman. Naturalmente, cuando la representación está manipulada, se podría añadir.

Este ejemplo municipal es la clave para comprender el vicio básico del sistema. ¿Nunca se han preguntado por qué los partidos independientes son mucho más frecuentes en pequeños pueblos y se van haciendo paulatinamente raros hasta desaparecer por completo en unidades asamblearias superiores o más pobladas? ¿O por qué los casos de transfuguismo son tan frecuentes en los municipios medianos y pequeños y tan raros en los parlamentos autonómicos o nacionales? La pregunta que nos debemos hacer es: ¿a quién se deben nuestros representantes? Esto es ¿hacia quién se sienten obligados en última instancia nuestros concejales, diputados y senadores?

Comencemos por el principio para poder responder a esta pregunta. Para comenzar ¿de qué modo funciona el sistema? Sin duda el objetivo es la adjudicación de puestos administrativos, de los cuales depende la carrera de los políticos profesionales; para ello es imprescindible el poder. El gobierno supone la principal fuente de cargos políticos, pero centrémonos en las asambleas, que por su importancia son el objeto central de este artículo. ¿De que modo acceden los representantes a sus escaños? Tomemos el ejemplo más simple y a la vez el más importante, las elecciones generales. Toda España está dividida en 50 circunscripciones, una por provincia. Suponen circunscripciones grandes, ya que es imposible que un representante provincial pueda ser conocido por todos sus representados de la misma forma que un candidato a alcalde de una población de menos de 20.000 habitantes lo es por sus votantes. Las circunscripciones más grandes aportan más de 40 diputados al parlamento nacional cada una, lo cual da un número muy grande de nombres sólo entre los partidos más grandes, que serán los que obtendrán representación. Llegamos entonces al controvertido y célebre tema de las listas cerradas, execrado por todos pero que sigue existiendo contra viento y marea, ¿curioso, no?

La confección de la lista cerrada es la madre del cordero. Pregúntese el lector ¿a quién deberá su inclusión en la lista el número 23 de la misma, o el 13, o el 5, es decir, la gran mayoría de los que conformarán la masa de “padres de la patria”? ¿A un elector que ni le conoce ni se preocupa por él, pues si sale o no elegido no dependerá de sus capacidades? ¿o más bien a un jefe de partido, bien local, regional o nacional que es quién decide o no su inclusión en la lista? Aquí topamos con el verdadero poder dentro de un partido, un poder que pocas veces sale a la luz pública, pero que es absolutamente determinante: el hacedor de listas. Habitualmente un fontanero del cacique regional o nacional del partido. Son los congresos de los grandes partidos, los verdaderos mecanismos de poder en España, auténticas caricaturas de los concilios toledanos. En ellos se elige la ejecutiva del partido, teóricamente por listas (también cerradas) pero casi siempre los poderosos del partido pactan una lista única que sale elegida por aclamación: el caciquismo sobre el caciquismo. El pináculo de la oligarquía disfrazada de parlamentarismo democrático. A partir de ahí todo se resuelve por medio de pactos y votaciones de resultado conocido de antemano entre los que detentan así el poder.

La ejecutiva salida del congreso designa a los elegidos para confeccionar la lista: un nombre con cierto prestigio o conocimiento popular y una lista de segundones, gris y desconocida para el español medio, pero perfectamente ubicados dentro de su partido. Las luchas que hay dentro del mismo por figurar en la lista, y dentro de ella lo más arriba posible, son antológicas, y se movilizan todas las influencias y fuerzas para lograr colocarse en un buen puesto que pueda garantizar un escaño. Cuando se hace la selección de los hombres y mujeres que ocuparán dichas posiciones en la lista, aquellos que la confeccionan ni remotamente buscan en los elegidos aquellas virtudes que serían deseables para un representante público: dignidad, honradez, capacidad de trabajo, conocimientos de legislación y política. El principal criterio de elección es uno: la lealtad. Pero no la lealtad a los electores, ni siquiera a la Idea que defiende el partido; la lealtad a aquellos que le posibilitan incorporarse al engranaje de poder de la administración del estado. Sólo, tal vez, en aquel destinado a convertirse en portavoz “del grupo”, se valore la oratoria, si bien como valor secundario. El resto se convierten en el auténtico séquito de fideles o bucelarios, al más puro estilo altomedieval, de los capitanes de cada circunscripción.

Con este criterio de selección es lógico que aquellos que nos representan se caractericen principalmente por su lealtad absoluta a sus jefes, por encima de los intereses de sus representados si es preciso. Asimismo su mediocridad y su falta de criterio propio (que queda en manos de las cabezas directrices) conforman unos grupos parlamentarios grises, sin atisbo alguno de brillantez o de suponerles los mejores de cada generación, como sería deseable, convirtiéndose en bultos sospechosos, inactivos y sólo válidos para abucheos y marrullerías de hemiciclo. Atentos únicamente a conservar su parcela de poder, se limitarán a votar aquello que se les ordene, para seguir saliendo en la foto, y a cobrar a fin de mes. No es así extraño que en numerosas ocasiones veamos como, de forma escandalosa, muchos diputados votan a favor de leyes y disposiciones que perjudican a las provincias y regiones que representan. O que los acuerdos de los jefes de los partidos hagan que salgan adelante iniciativas completamente alejadas de lo que la voluntad mayoritaria de los españoles, supuestamente representados en cortes nacionales y parlamentos regionales, manifiesta.

Nuestro parlamento se podría eliminar y sustituirlo por reuniones periódicas de los jefes de cada partido con una bolsa de canicas cada uno. En ella llevarían tantas canicas como escaños hubiese logrado su partido en las elecciones. Tras plantear los temas a tratar, cada jefe de partido podría sacar sus canicas y ponerlas en el montón del sí, del no o de la abstención, votando así las leyes. Nadie notaría el cambio. Y nos ahorraríamos unas pingües dietas.

Pero ¿por qué hablo de partitocracia y no de representación viciada? La razón es que la arquitectura estatal diseñada por la constitución de 1978 consagra un dominio evidente de ese parlamento compuesto de paniaguados que acabamos de describir. Para comenzar, el jefe del estado, electivo en las repúblicas, recae en nuestro país en la rama familiar de los borbones descendiente de la princesa Isabel, ilegítimamente designada reina con el apoyo de los liberales y el ejército en 1833. Nuestro jefe de estado está por encima de la ley, es legalmente “irresponsable”, barbaridad jurídica propia de monarquías absolutas. Pero además llegó a tal cargo designado sin legitimidad alguna por un dictador ilegítimo a su vez. Su posición efectiva se sostiene en realidad por un pacto entre los poderes reales de España, siendo los partidos políticos las cabezas visibles de esos poderes. A cambio existe un pacto por el cual el jefe del estado no ejerce sus funciones y se limita a sancionar lo que acuerden las cortes. Adopta un papel de simple correa de transmisión del gobierno, convirtiéndose en un mero portavoz o diplomático de alto rango. Una especie de relaciones públicas del gobierno español.

El gobierno de la nación y los autonómicos son designados por los parlamentos, tras pactos con otros partidos en caso de que el partido dominante no logre suficiente número de votos, de modo que el gobierno no es más que una hechura del partido. Asimismo, no sólo los ministros, sino cargos menores como secretarios de estado, directores generales o subdirectores, en cuyas manos se hallan el presupuesto público y los resortes del estado, en su casi totalidad no se hallan en manos de técnicos conocedores de su departamento por carrera y oposición, sino en las de elementos del partido dominante, que por supuesto antepondrán los intereses del partido a los del buen funcionamiento de la administración según sus justas reglas. La “desprofesionalización” de la administración en sus cargos altos, medios y, en ocasiones, bajos (para lo cual no se duda en numerosas ocasiones en manipular oposiciones públicas, práctica nada nueva en España, por otro lado), convierte a esta en un enorme pesebre de afectos al partido gobernante, resintiéndose su buen funcionamiento, puesto que los conocimientos de la materia en que se trabaja ya no son criterio fundamental para la designación de funcionarios.

Pero por encima de la perversión de la jefatura del estado y la administración pública, sin duda la abyección más sangrante de nuestro sistema es la deshonra absoluta del poder judicial.

La teoría política de Montesquieu afirma que el poder judicial debe ser totalmente independiente del ejecutivo, que debe ejecutar sus sentencias, y del legislativo, que se limita a generar la legislación que los jueces deben aplicar. La separación de estos poderes, que en la monarquía tradicional se hallaban unidos sólo en su pináculo, siendo independientes en el resto, muere definitivamente en esta democracia liberal y parlamentaria. El Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), órgano de gobierno del mismo, es designado directamente por los partidos políticos según su representación parlamentaria, convirtiéndose en un pequeño parlamento liberal afecto al poder político. Así, se vicia todo el sistema judicial, pues los jueces saben que no pueden ser independientes frente a los partidos si quieren alcanzar el cargo de gobierno judicial, por lo que se determina su conducta procesal ante decisiones judiciales que puedan comportar un impacto político, como lo son casi todas las de importancia. Asimismo todos los cuadros inferiores se vician igualmente, pues están bajo el gobierno de los jueces más adecuados para los partidos, y no lo mejores o más cualificados. Al igual que ocurre con las listas los partidos designan no a los jueces más capaces, sino a los más leales, al ser este el mecanismo de costumbre. Los altos tribunales sufren también esta corrupción del sistema, porque están bajo el gobierno de los jueces politizados del CGPJ, de modo que sus representantes se eligen proporcionalmente entre los afines políticos a los del órgano de gobierno. Todo el sistema se pervierte y se politiza gravemente. Es imposible confiar en la imparcialidad de los jueces cuando juzgan asuntos o personajes políticos, como se ha demostrado tantas veces.

No sólo la administración pública o la de justicia sufren esta politización aguda. Las cajas de ahorro, fundamentales en la trama financiera española, están dirigidas por consejos de administración absolutamente politizados, al ser los consejeros designados directamente por los partidos políticos. Las fundaciones y otros proyectos financieros auspiciados por las cajas quedan así condicionados por su capacidad para no molestar al Poder. Así, todo el entramado social se resiente: asociaciones privadas de toda índole que deben relacionarse con el Poder para obtener permisos o subvenciones, modulan imperceptiblemente (casi inconscientemente) sus postulados y propuestas para que no resulten molestos para el partido gobernante, y muchas veces para que no resulten molestos a ningún partido.

El círculo de la perversión se cierra con la financiación de los partidos. Dejando de lado las tramas de financiación ilegal, que han dado jugosos episodios judiciales en las democracias liberales, todos los partidos son financiados legalmente por el sistema. Reciben una cantidad de dinero de la caja común de todos los españoles, por lo cual quedan ligados al sistema, al que no pueden denunciar para no perder la subvención con la cual se han acostumbrado a contar. Para colmo la cuantía de esa subvención no se realiza en función del número de afiliados, que sería un dato objetivo de la importancia social del partido, sino en función del número de votos que obtienen en las elecciones nacionales, regionales o municipales. El vicio del sistema alcanza así el máximo: los partidos se dedican en sus campañas no a exponer sus ideas y defenderlas, como hacían los clubes de opinión primigenios, sino a “vender” un mensaje capaz de ser suscrito por la mayor parte del electorado, independientemente de que el partido se halle en disposición o tenga la voluntad de cumplirlo. Los votos otorgan el dinero que permite hacer campañas que logran votos, y los votos obtenidos sirven para lograr el poder que sostiene a los partidos, encargados de asegurar la estabilidad del sistema, el cual les recompensa con dinero para mantener o incrementar esos votos. La retroalimentación política es total. Los partidos acaban convertidos en empresas captadoras de voto, luchando por su cuota de mercado. Por ello se gastan ingentes cantidades de dinero en propaganda, por ello las ejecutivas de los partidos viven ancladas a las empresas demoscópicas y a los sondeos, preguntando a los españoles que quieren oír para decírselo, en completa desconexión con los planes reales de gobierno que el partido se haya trazado en su comité ejecutivo. Lo importante es conseguir votos, porque sin votos quedas expulsado del sistema. Una vez en el poder hay 4 años de impunidad para realizar el plan de gobierno que convenga, y en las siguientes elecciones ya se volverá a realizar sondeos para emitir nuevas promesas. El procedimiento se ha demostrado ya eficaz, y los partidos no lo abandonarán. La partitocracia española es fundamentalmente divisora de la sociedad natural. Se crean diferencias artificiales en función de la pertenencia a uno u otro partido, señalándose a personas y grupos como “de tal o cual partido”, antes que ciudadanos con ideas propias o diversidad de coordenadas ideológicas, geográficas o religiosas. Podemos comprobar en nuestra vida como decisiones de índole técnico acaban convertidas en asuntos políticos. No hace mucho en este país las personas de derechas eran de transvase y las de izquierdas de desaladora, como paradigma del disparate político. Ese ambiente de politizar todos los asuntos públicos convirtiéndolos en dualismos izquierda-derecha, rebajando a peleas de políticos profesionales asuntos serios que afectan a todos, se ha apoderado de España, convirtiendo la gestión de los asuntos que a todos interesan en irrespirables batallas entre partidos. Cualquier profesional situado en un escalón suficientemente complejo ya sabe que cualquier decisión sensata puede irse al traste cuando “se mete la política por medio”, obviándose el sentido común en aras a que triunfen “los nuestros”, aun a costa de sacrificar los beneficios “de todos”. Los políticos profesionales, en vez de gestores de la sociedad, se convierten en camorristas verbales con la misión de “destruir al enemigo”. Y así la sociedad va quedando hecha jirones por el camino. Los representantes que deberían defendernos frente al Poder son en realidad lacayos de ese Poder. A nosotros sólo nos queda el consuelo de elegir a ciegas el lacayo cada 4 años.

Pese a su pequeño tamaño, también Atenas tuvo partidos, golpes de estado y exilios políticos, seguidos de revanchas, purgas y nuevos exilios. Mientras Sócrates clamaba casi en solitario por el gobierno de los mejores, a su alrededor florecieron los sofistas y los demagogos, jaleados por “la inconstante plebe”. La ciudad, rica y culta, vivió en un permanente estado de agitación política, se expandió de forma imperialista y acabó haciéndose odiosa a sus colonias, que se levantaron contra ella. Sólo alcanzó Atenas la paz cuando su más odiado enemigo, el rey Filipo, la conquistó y acabó con su democracia, conservando la asamblea pero limitándole las atribuciones que le otorgaban la decisión última, que quedó en manos del rey. Filipo fue alabado, pese a que lo oculte la historiografía moderna, por la mayoría de los filósofos griegos contemporáneos y aún de los propios habitantes de la ciudad.

Artículo originalmente publicado en el Portal Avant! de los carlistas valencianos.

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