La libertad para decir lo que se piensa
(por Javier Urcelay)
Trabajé profesionalmente en diversas compañías farmacéuticas internacionales. Muchos de mis antiguos compañeros, más jóvenes que yo, siguen en las empresas en las que los dejé. El pasado Día del Orgullo Gay -que nos llegó de Estados Unidos y al que las multinacionales sirven de correa de transmisión-, me sorprendió ver a algunos de ellos participando en sus oficinas en la celebración del evento, rodeados de banderitas arcoíris y toda la parafernalia LGTB. Los conozco desde hace años y sé perfectamente lo que piensan del orgullo gay, pero supongo que no tenían más remedio que mimetizarse para no significarse laboralmente y perder el aprecio de sus empleadores.
Igual ocurre con los políticos socialistas. No es posible pensar que los 121 diputados del PSOE y la totalidad de los componentes del Comité Federal, sumisos a su amo hasta el bochorno, hayan perdido la cordura en su fuero interno. De hecho, en cuanto les dan la boleta y caen en el ostracismo, pasan de la disciplina de voto a la insumisión. No hay lengua más demoledora y afilada que la de un socialista jubilado.
También vemos este tipo de conductas en otros ámbitos, por ejemplo, en las Fuerzas Armadas, cuyos miembros deben guardarse las opiniones, sobre todo si son jefes u oficiales de alta graduación. Incluso sobre cuestiones que la Constitución les encomienda. Es decir, están reglamentariamente obligados a morderse la lengua, aunque les pesa. No hay más que ver la prisa con la que acuden a la tribuna pública en cuanto pasan a la reserva. Estoy seguro de que también al anterior jefe supremo de las Fuerzas Armadas, el llamado rey emérito, ya sin trono, le hubiera gustado despacharse a gusto sobre el Gobierno, si no fuera porque sabe que no le queda ni el mínimo de autoridad moral para poder hacerlo.
Por lo visto en estos últimos días, a raíz de la publicación de la Fiducia Supplicans, eso de que la libertad de opinión solo existe entre los que ya no tienen nada que perder, pasa también en el seno de la Iglesia Católica. Es el caso del cardenal Müller, antiguo prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. O el del arzobispo Charles J. Chaput, emérito de la diócesis americana de Filadelfia, que acaba de publicar un contundente artículo sobre la ya famosa Declaración con el elocuente título de “El costo de hacer un lío”. (https://www.firstthings.com/web-exclusives/2023/12/the-cost-of-making-a-mess).
Está claro que el arzobispo Chaput se expone a ser puesto en la picota, vista la línea de muchos de los prelados norteamericanos y la fuerza del lobby gay en Estados Unidos. Ya sabemos cómo se las gastan los predicadores de la diversidad y la inclusión con los que no piensan como ellos. En España son los que piden despenalizar las injurias a los símbolos del Estado o al rey, en nombre de la libertad de expresión, al mismo tiempo que redactan sus leyes de Memoria Democrática para multar o llevar a la cárcel a los que digan que durante el franquismo se inauguraron pantanos.
Lo que no perderá ya Chaput es su sede episcopal. Ser emérito es la clave de su libertad.
“La verdad os hará libres”, nos enseñó Nuestro Señor Jesucristo. Pero hoy en día hace falta mucha libertad interior para proclamar la verdad. O sea que, de alguna manera, no es que la libertad nos haga veraces, pero si es la que nos permite decir la verdad sin temor.
Por eso, a veces un aparente problema de verdad es, en realidad, un problema de libertad.
Algo falla en el mundo actual para que la libertad se haya convertido en privativa de jubilados y eméritos que no tienen nada que perder. Nunca había habido tanta gente diciendo lo contrario de lo que piensa.
Puede que la democracia y la libertad no solo no sean sinónimos, sino que ni siquiera sean parientes lejanos, y que las claves de la libertad estén en otro terreno. No hay mayor censura que la que uno se ve obligado a imponerse a si mismo.
Por eso, cuando vean ustedes a alguien que sigue en ejercicio profesional -político, periodista, magistrado, militar, funcionario, ejecutivo de multinacional o, incluso, eclesiástico- que dice la verdad, a contra corriente y cueste lo que cueste, quítense ustedes la boina y salúdenle como saludarían a un héroe: están ustedes ante un hombre libre.
Ante un presunto enemigo público, dispuesto al martirio, aunque sea incruento. Pero, sobre todo, ante un hombre o mujer que se toma la libertad de decir la verdad, porque sabe que sólo la verdad nos hará libres.
3 comentarios en “La libertad para decir lo que se piensa”
I. Caballero
Totalmente de acuerdo con lo expuesto por Javier Urcelay
Feliz Navidad Cristiana
DIOS, PATRIA y Rey legitimo
Juana de Beira
Con todos los respetos al autor y al artículo. El posibilismo y el adaptarse a las circunstancias o al mal nenor, es lo que coarta la libertad de expresión. La coarta a quienes se mantienen y se han mantenido firmes a los principios doctrinales, sin componendas con lo más viable para mantenerse en el puesto y en el sistema establecido. No, no hay que quitarse la boina ante quien dice la verdad, si lo hace cuando no tiene nada que perder.
Ángel Soria
Tristemente así es D. Javier. Estamos ante una hipocresía y cobardía generalizada.