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28 de julio de 2005 0 / / /

La cristofobia que viene

Hace algo más de un año escribía en esta misma página una reflexión acerca de la situación de los católicos bajo el gobierno del presidente Rodríguez en la nueva etapa del PSOE en el poder. Desgraciadamente los peores augurios se han cumplido escrupulosamente. Asistimos a una ofensiva anticatólica de este gobierno en todos los frentes. El grueso corresponde a los ataques a la familia: el divorcio exprés, la legalización del repudio, la equiparación de las uniones de invertidos al matrimonio, la adopción de niños por estas uniones contranatura…

Asimismo se han puesto en marcha otras iniciativas como el intento de eliminar la clase de religión de las escuelas, o las amenazas constantes a la Iglesia con incumplir el concordato de 1979 y reducir o suprimir las ayudas que el estado concede a la Iglesia en reconocimiento a su labor e importancia social.

Bajo todas estas medidas subyace una filosofía o visión política que se caracteriza por una indisimulada cristofobia, esto es, un rechazo de entrada al fenómeno religioso cristiano y a su Iglesia. Esta filosofía es ciertamente minoritaria en el conjunto de la sociedad española, pero cuenta con poderosos portavoces y está firmemente asentada en medios de comunicación y grupos de poder.

De todos los movimientos o grupos anticristianos, el más significativo y el que marca las directrices es el llamado laicismo. Se trata de una corriente filosófica reducida pero influyente, encabezada en la actualidad por dos conspicuos socialistas, el catedrático Gregorio Peces-Barba y el diputado Victorino Mayoral. Cuenta con el respaldo de varios importantes políticos de izquierdas como Carmen Alborch e intelectuales y artistas como Fernando Savater o Elvira Lindo. Su objetivo es sustituir la aconfesionalidad actual del estado español por un ateísmo oficial, esto es, que el estado asume oficialmente la no existencia de Dios, y que por tanto los españoles con fe deben practicar sus creencias en privado y no propagarlas, ya que oficialmente se consideran falsas. Asimismo debe desaparecer todo signo externo de religiosidad: los símbolos religiosos, los actos públicos de religiosidad, las festividades religiosas… Igualmente se considera negativa la enseñanza de la religión en las escuelas (tal vez el mayor caballo de batalla) o la financiación con dinero público de instituciones o iniciativas sociales relacionadas con la Iglesia católica. Dicho grupo ha trazado ya una “hoja de ruta” para imponer progresivamente la laización forzosa de España aprovechando el indiferentismo religioso de la mayoría de los españoles. Para ello ha contado con la colaboración de un alto cargo del gobierno, la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega, que se ha comprometido a poner en marcha las medidas precisas para cumplir esa “hoja de ruta”, como desveló el diario “El Mundo” (24 de septiembre de 2004).

El laicismo no es más que el heredero intelectual del anticlericalismo jacobino. Hallamos, pues, aquí, al enemigo más antiguo y puro del tradicionalismo. La construcción de una sociedad de espaldas a Dios en su faceta más descarnada. No es extraño que adyacentes a este grupo y en ocasiones entremezclados con él se hallen otros viejos conocidos de la Ilustración revolucionaria: la masonería, por ejemplo, de la que forman parte socialistas tan relevantes como José Borrell o Valerie Giscard, y de la cual forman parte 8 ministros del actual gobierno según palabras de uno de los responsables máximos del Gran Oriente Español.

Otro grupo internacional en estrecha relación con la masonería (en numerosas ocasiones confundiéndose) es el movimiento llamado mundialismo. El mundialismo, preconizado por organizaciones como la Trilateral o el Club Bildeberg es un proyecto filantrópico de mestizaje universal urdido por algunas de las personas más poderosas de la Tierra. Su objetivo es crear una cultura universal, mezcla de todas las existentes, borrando fronteras culturales y políticas y logrando un mundo uniforme y fácilmente controlable. Tal proyecto es ambicioso y ciertamente difícil, pero cuenta con promotores decididos y poderosos. Sus dos grandes líneas de actuación son, en primer lugar, el gobierno mundial, para el cual cuentan con utilizar la ONU, ya en gran medida infiltrada por el mundialismo, y como modelo la Unión Europea diseñada en el tratado para una Constitución europea, tan maltrecho actualmente tras la negativa de franceses y holandeses a aprobarlo. La otra línea, que más nos interesa, es la consecución de una religión universal, que englobe y anule a todas las religiones previas. La parte constructiva de este plan la constituye el panteísmo New Age, que propugna una espiritualidad vaga, acomprometida y sin trascendencia, que pretende confundir a los desinformados afirmando que todos los dioses y profetas representan en realidad una sola religión, en la que es el hombre el ídolo del hombre a la postre. Su propuesta es el relativismo moral y su gran enemigo son las religiones reveladas. Dado que la religión católica es la más poderosa de las cristianas, y que estas son las dominantes en Occidente, campo de acción inicial del mundialismo, la guerra sucia se lleva a cabo a base de crear una auténtica leyenda negra, al más puro estilo anglo-holandés del siglo XVI, en la que el catolicismo es pintado con sus colores más oscuros, sin ahorrar calumnias y falsos testimonios, y de la que la exitosa novela “El código Da Vinci” sólo es la más visible de sus ramas.

Para aquellos que desprecian la tendencia espiritual que alienta en cada hombre, se ofrece el ciencismo, esto es, la filosofía que transforma una herramienta para conocer la naturaleza, cual es la ciencia, en el origen y explicación de la misma. Su fundamento supone trasplantar lo que el método científico supuso como norma universal a la ciencia al terreno de lo moral. Se deduce de este que todo aquello demostrable científicamente tiene idéntico reflejo moral. Las opiniones son inválidas si no se pueden demostrar, y toda aquella percepción o experiencia no reproducible y múltiplemente observable es automáticamente una falacia. En realidad el ciencismo viene a ser como si entráramos en una cueva oscura con una linterna, que nos fuera iluminando partes de la cueva, y consideráramos que es la linterna la que en realidad está creando esa cueva, ya que nosotros no veríamos esas partes sin la linterna. Es decir, deificamos a aquella parte de nuestro conocimiento que nos permite conocer el mundo, en vez de rendir culto a quién ha creado realmente ese mundo.

Otro de los grupos de presión social que estimula el odio a la Iglesia son los llamados grupos feministas. Resulta curioso constatar que el feminismo nació en grupos de mujeres cristianas de parroquias de Boston en la segunda mitad del siglo XIX. Su principal reivindicación era la igualdad de derechos políticos para las mujeres, principalmente el derecho a votar, de ahí que se les conociera popularmente como sufragistas. Como anécdota podemos constatar que a Pablo Iglesias, fundador del PSOE, no le gustaba que el voto se extendiese a las mujeres porque, decía, “a la hora de votar harían más caso a su confesor que a su marido”, retrasando así el triunfo de la revolución social. Admirable frase en la que con las mínimas palabras necesarias se condensan anticlericalismo, machismo y caciquismo. La otra gran cruzada de las sufragistas era contra el alcohol, por ser causante de la adicción destructiva de tantos maridos y la desgracia de muchas familias, que quedaban destrozadas. Significativo (y lógico) que las primeras feministas fueran defensoras a ultranza de la familia, en triste comparación con el feminismo actual. Nace este de la aplicación de la revolución marxista que sacudió a Occidente en la década de los 60 del siglo pasado. La introducción de la teoría de la lucha de una clase oprimida contra la clase opresora se trasladó a la lucha de sexos. Aparece así el feminismo tal y como hoy lo conocemos: una guerra larvada en la que las feministas crean un enemigo imaginario al que llaman patriarcado y contra el que combaten. Sus teorías se llenan de hipótesis antropológicas donde abundan amazonas, matriarcados en sociedades primitivas y diosas-madre por doquier. Su proyección: la guerra a la mitad masculina de la sociedad y la equiparación forzada de mujeres y hombres obviando su naturaleza disímil. El feminismo revolucionario quiere imponer por ley no la justa paridad sino la antinatural igualdad. Dentro de esta ofensiva, una de las instituciones más odiadas es la Iglesia católica. La excusa es la falta de mujeres en el clero regular, que la Iglesia ha mantenido siguiendo el criterio de su fundador, Jesucristo; esta excusa olvida que más de la mitad de fieles, catequistas o voluntarios relacionados con la Iglesia son mujeres, o algo tan fundamental como que el ser humano que más venera la Iglesia católica (dado que Cristo era tan humano como divino) es una mujer, María de Nazaret. La razón es que esa veneración se deriva de su condición de Madre de Dios. Asimismo toda la teología cristiana tiende a considerar tan valiosos al hombre como a la mujer, pero dentro de sus cualidades específicas. Así, el cristianismo es un constante canto a la maternidad. Para el feminismo contemporáneo, no obstante, la maternidad y la transmisión de la vida no es un don de Dios a su sexo, sino más bien una carga de la naturaleza que les impide alcanzar la completa igualdad con el hombre, ya que les limita físicamente. Eso convierte al catolicismo en mortal enemigo de esta nueva faceta de la revolución: el feminismo.

Relacionados estrechamente con los grupos feministas hallamos a los abortistas, ya que para el feminismo el derecho de la mujer a disponer de su maternidad se sobrepone al derecho a la vida de su propio hijo. El odio a los católicos, que anteponemos la vida a toda otra consideración humana, es la fuente de la que beben otros grupos cristófobos, como los eugenistas que defienden la eutanasia en orden a un mejoramiento social, desprendiéndose esta de sus elementos menos productivos y más prescindibles. Igualmente los genetistas decididos a explorar todos los límites de la manipulación genética sin pararse en barras de la dignidad de los embriones, en cuanto que personas en sus primeras fases de la vida, cual nuevos doctores Mabuse, habitualmente por motivos crematísticos y no precisamente de filantropía. El fin justifica los medios podría ser la enseña de todos estos grupos. La Iglesia proclama, con Jesucristo, que toda vida es valiosa, por enferma que se halle o limitado sea el tiempo que le quede en la tierra. El valor supremo y objetivo de la vida frente a la productividad y la óptima eficacia del materialismo, nuevamente frente a frente.

Por último tenemos al grupo de mayor actualidad y agresividad en nuestros días: el lobby gay, concebido como una “fuerza de choque” agresiva que ejerce la amenaza como forma de obtener sus objetivos, a semejanza de su modelo americano de San Francisco. Su objetivo confeso es lograr ser reconocido, no como una desviación de la inclinación sexual normal, más o menos implantada, sino como un tercer sexo, cuyo antinatural comportamiento sexual debe ser aceptado en pie de igualdad con los otros dos sexos. Naturalmente, en esta sociedad sin valores inmutables, el único obstáculo firme que encuentran es la Iglesia Católica, que afirma sólidamente lo que siempre se ha considerado, tanto en las sociedades cristianas como en las de otras religiones: que el matrimonio es la unión de un hombre y una mujer para engendrar y criar hijos (bien objetivo para la sociedad) y compartir juntos un proyecto vital y perpetuo basado en el amor y la fidelidad mutua. El insulto, la calumnia y descalificación, o la abierta blasfemia, son los usos habituales de estos lobbies, amparados en la permisividad hacia ellos que tiene una sociedad acomplejada por una falsa culpabilidad.

Todos estos grupos, más o menos coordinados, de forma más o menos evidente, están lanzados a una campaña destinada a terminar con la religión cristiana y su Iglesia, a base de descalificarla. Hallarán eco en una sociedad española mayoritariamente desacralizada, vencida por el materialismo, el relativismo y el hedonismo. También, por desgracia, en muchos que se dicen católicos pero prestan oídos, siquiera en parte, a cualquier insidia que se lance contra sus pastores o los dogmas de su fe. Unos, los menos culpables, lo harán por ignorancia; otros, auténtico humo de satanás en la Iglesia, se convertirán en cómplices de los ataques al Pueblo de Dios desde dentro. Convertidos aparentemente en unos cuasi-protestantes, los cómplices de los enemigos de la Iglesia (verdaderamente ateos infiltrados) utilizan argumentos de modernismo o revolución para dinamitarla: democratizar la Iglesia o adaptarla a los tiempos actuales, son formas “políticamente correctas” de proponer su desnaturalización, hasta que pierda su misión apostólica y su carácter de Esposa de Cristo.

Sin embargo, la Providencia no abandona a sus fieles: muchos católicos bien formados quedan aún en esta sociedad enferma y corrupta. Muchas familias que siguen orando, evangelizando y esperando. No debemos perder la calma por los acontecimientos que nos rodean, ni arrojar la toalla o dejarnos llevar por la desesperanza. Todo esto se nos anunció ya. Las persecuciones, los insultos y el desprecio de los hombres. Si al maestro crucificaron ¿qué no harán a los discípulos? La sociedad española se aleja de forma continua e imperceptible de Cristo. Cuando esto ocurre la Iglesia sabe cual es su lugar. Y los católicos también.

Más Dios no abandona a los suyos. Debemos, pues, luchar. Sin odio ni violencia, pero sin fatalidad. Con firmeza, con astucia y hasta con agresividad, si llega el caso. Razonemos nuestros argumentos con paciencia, aún conociendo que no es contra la razón, sino contra la mala fe, contra la que luchamos. Devolvamos bien por mal como Cristo nos enseñó. Esa es nuestra misión. Proclamar nuestra fe allá donde nos hallemos, predicar de palabra y de obra, y fundamentalmente con nuestro ejemplo, a Cristo en esta sociedad cínica y cansada que rechaza a Cristo porque cree conocerle. Respetarán los paganos a la Iglesia cuando vean que nosotros la respetamos. Honremos nuestros sacramentos y nuestras tradiciones y los demás verán como algo natural honrarlas. Purifiquemos primero nuestra Iglesia de las tibiezas y componendas con esta sociedad nacida de la revolución anticristiana. Una Iglesia fuerte y coherente podrá convertir de nuevo a los españoles. Una Iglesia debilitada y carcomida por falta de fe será presa fácil de sus enemigos.

Y una vez más los tradicionalistas somos llamados a nuestra misión. No ciertamente para tomar el fusil (por el momento) como tantas otras veces hicimos, más sí para oponernos con similar brío a los enemigos de Dios y de España que vuelven a acechar bajo una nueva forma. Somos los carlistas los que con mayor rapidez vemos que se trata de nuevo (una vez más) de la vieja Revolución bajo nuevas formas, que intenta borrar el nombre de Dios y aplastar a sus fieles, como anunciaron las Escrituras. Nuestro ya largo camino nos da la clarividencia suficiente para separar el grano de la paja y ver quién está detrás de tantos movimientos anticristianos simultáneos y aparentemente casuales. Seamos, como tantas otras veces fuimos, sino los más numerosos de los católicos, sí aquellos que portan la luz que ilumina e infunde valor al resto. Tal es nuestra misión, que precisa de valor y esperanza inquebrantable en el triunfo final de Nuestro Salvador.

Cuando el Hijo del Hombre vuelva ¿quedará fe en la Tierra? A esa pregunta que Jesús formuló, nos levantaremos siempre los carlistas para dar cumplida respuesta.

Así sea y Gloria por siempre al Redentor del Mundo.

Artículo originalmente publicado en el Portal Avant! de los carlistas valencianos.

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