La comunidad política primitiva (IV): La ciudad-estado
LA CIUDAD-ESTADO
Los conflictos de la comunidad política
En las pequeñas comunidades surgidas al comienzo del neolítico, vimos que la ley de la sangre se encargaba de dirimir, por sentencia de los patriarcas del linaje, los pleitos entre familias que pudieran surgir. En una estructura tribal como la que se alcanza con el crecimiento y desarrollo poblacional, con una polis, varios pueblos y numerosas aldeas, todos ellos interdependientes, aparecen numerosos problemas de mayor complejidad, y más dificultosa resolución. Muchos de ellos persisten en el tiempo: las diferencias de todo tipo entre el agro y la polis; los conflictos entre los intereses de la nobleza y los del común, así como los existentes entre las distintas alianzas de familias nobles; las diferencias de visión entre quienes sustentan su riqueza en la agricultura y la ganadería y los que lo hacen en el comercio; las rivalidades entre distintas gens que aún pueden persistir; los intereses comunes de los artesanos, agrupados en asociaciones, cuya importancia económica se hace progresivamente mayor; incluso los problemas que pueden causar los esclavos, ahora ya sin un horizonte evidente de lograr la manumisión por trabajo, cuando pueden rebelarse o huir (lo que la Costumbre considera equivalente al robo de un bien a su propietario).
Añadamos la aparición y fortalecimiento de las nuevas estructuras políticas nacidas de la complejidad y tamaño de la ciudad. Las tensiones entre la asamblea de cabezas de familia y el consejo de ancianos, cuando este último no representa fielmente la voluntad de aquella, o las disensiones entre el consejo y los magistrados civiles que designa, cada vez más poderosos, a la hora de ejercer la potestad. Y no olvidemos que la complejidad de las relaciones humanas y económicas entre los miembros de la comunidad incrementa la dificultad en la puesta en práctica de dicha potestad, y la pérdida de eficiencia conforme aumenta el tamaño.
Un último factor, más humano, podemos señalar: la existencia de un tesoro público cada vez más nutrido, y de unos magistrados cada vez más fuertes, va a despertar la ambición y codicia de algunos miembros de la comunidad, que antepondrán el beneficio de su familia al de la tribu. Ese egoísmo social, inédito en las estructuras anteriores a la Polis, será otro factor causante de desestabilización: el empleo de métodos contrarios a la costumbre y la solidaridad social para lograr alcanzar las magistraturas y puestos de mayor lucro y prestigio.
Autoridad y potestad
Cabe recordar en este punto la definición de los conceptos de autoridad y potestad. La autoridad es el prestigio socialmente reconocido a una persona o un cargo en una materia o campo, producto de su formación, conocimientos o experiencia. Así, un juez es autoridad en derecho, un médico en medicina, un arquitecto en construcción, etcétera. En política, se considera autoridad a la cabeza natural en gobierno: los padres en la familia, los patriarcas o ancianos en el linaje, y la asamblea de los caput familiae en la tribu. Estas autoridades naturales pueden delegar parte de su autoridad, bien de forma temporal, o bien en cuanto a aspectos concretos de la misma. Así, la asamblea delega su autoridad en el consejo en los períodos que cumplen entre sus reuniones, y de forma parcial en los magistrados civiles: la autoridad para controlar el comercio y cobrar tributos en los almotacenes, la autoridad para dirimir pleitos en los jueces, la autoridad para intermediar entre la comunidad y los antepasados heroizados y deidades en los sacerdotes, y la autoridad para convocar, armar y dirigir a los varones en caso de guerra, en los capitanes. En el plano teórico, estos ejercen la autoridad en nombre de la asamblea (es decir, de la autoridad natural de la comunidad), únicamente para los casos en los que es delegada, y únicamente en las funciones que les competen, por estar formados y experimentados en ellas. Es por ello que la gerousía debe incluir a los cabeza de familia más prestigiosos, y las magistraturas recaer en los más expertos y conocedores de cada función.
La potestad es la capacidad efectiva de una autoridad para poner en práctica sus mandatos. Ante todo, se basa en el derecho, es decir, primariamente en la aplicación recta y adecuada de la costumbre para una acción determinada. Tanto el consejo como los magistrados civiles de la Polis, respaldan pues sus decisiones en el mos maiorum, que a todos obliga, pero también a quienes se apoyan en él. Así, de forma teórica, es la norma por todos aceptada la que, en último término, está ejerciendo la potestad, empleando instituciones y agentes humanos como su vehículo. En otras palabras, la potestad es la aplicación práctica de la autoridad de la Costumbre.
Si algunos objetan que el consejo o los magistrados no están siguiendo la Costumbre en alguna de las decisiones ejecutivas que toman, la asamblea debe reunirse para evaluar el caso y tomar una decisión, pues los cabezas de familia como conjunto, son los encargados de interpretar el mos maiorum. Esto pertenece, no obstante, a una expectativa de perfección; y conforme las comunidades humanas se hacen más grandes y complejas, claramente a un plano ideal. En la práctica, el consejo es quien determina la adecuación o no al mos maiorum de una decisión ejecutiva. Y con frecuencia se designan tribunales aún más restringidos, formados por miembros prominentes de ese consejo, para dirimir la interpretación. Más aún, los magistrados-jueces suelen allegarse unos funcionarios (que podríamos llamar, usando el término bíblico “doctores de la ley”) encargados de recopilar y memorizar la Costumbre, así como la casuística recordada por la comunidad en la aplicación de la misma en casos concretos, a los que emplean como auxiliares para emitir sus sentencias. Este es el nacimiento de la Ley oral, y estos doctores serán uno de los primeros cargos magisteriales en dominar la escritura.
En la práctica, no todos acatan las decisiones del consejo y los magistrados. La potestad, pues, incluye el poder coactivo, justificado en la Costumbre, para hacer efectivas las disposiciones de la autoridad en bien de la comunidad.
La Costumbre o mos maiorum
La debilidad, como decíamos, de la ley de la sangre en este nivel de civilización, aumenta la importancia de la Costumbre transmitida de generación en generación (tradición), como norma suprema obligatoria para todos. La moral social emana primariamente de esta (de hecho, la palabra latina moral proviene precisamente de mos maiorum), y la reflexión filosófica acerca de la ética comunitaria es muy posterior, apareciendo en época clásica. Las estructuras políticas refuerzan la Costumbre incorporando su sanción por antepasados y deidades en los relatos mitológicos que se incorporan como ethos social “oficial”, inicialmente orales, y posteriormente fijados por medio de la escritura; pero vale la pena recordar que la moral social primariamente surge de la Costumbre tradicional, y sólo secundariamente es atribuida su creación ex novo a un patriarca remoto y heroizado, o (posteriormente) a un ídolo evolutivamente antropomorfizado.
Precisamente el culto a los antepasados (privado en los antepasados más reciente, y común y público en los más remotos) y a las deidades locales o tribales, son dos de las fuerzas centrípetas que ayudan a mantener la cohesión de la tribu, y la autoridad procurará reforzarlas por medio de diversos rituales (honra pública, festividades, sacrificios, evocación, ceremonias de juramento, etcétera), o estableciendo en los relatos comunes unos lazos familiares creados entre héroes antepasados y deidades de los distintos linajes, que justificarían una ley de sangre que podríamos llamar “artificial”.
Los conflictos inherentes a la polis, el desarrollo en la delegación de la autoridad y la potestad, y la necesidad de fortalecer la mos maiorum, conducirán de forma más o menos directa a la creación de la primera entidad político-administrativa compleja de la historia: la ciudad-estado.
Características de la ciudad-estado
Según los autores clásicos greco-romanos, la ciudad estado era la comunidad política mínima que tenía la capacidad de satisfacer todas las necesidades inmanentes de sus miembros y cooperar en su perfeccionamiento. Se caracteriza por poseer autarquía (capacidad de proveer todos los bienes materiales necesarios para sus componentes), autonomía (capacidad de dotarse de normas propias para establecer un orden social) y autogestión (capacidad de organizarse jerárquicamente para lograr los fines deseados).
Aunque la definición de la ciudad-estado y sus ejemplos más conocidos (las polis griegas) pertenezcan a la época clásica, en realidad, este concepto se puede aplicar perfectamente a cuanto sabemos de las sociedades más desarrolladas de la Edad del Bronce y probablemente también a algunas del calcolítico y finales del neolítico. De hecho, la cultura griega de la Edad del Bronce (la de los aqueos, llamada por los arqueólogos cultura micénica) no es sino el estadio inicial de las ciudades-estado clásicas, con frecuencia en las mismas localizaciones y con los mismos nombres.
La ciudad-estado ejerce la centralización de los recursos tribales, y por primera vez los emplea conjuntamente con un fin que va más allá del primario (intercambio de bienes para satisfacer las necesidades o como objetos de prestigio). Es la primera entidad que lleva a cabo una política de largo alcance conscientemente.
Probablemente la clave de esta centralización de autoridad, potestad y recursos proviene de la eficiencia. La experiencia en cualquier tarea humana enseña que, realizada con orden, esta se lleva a cabo mejor y más pronto. El reparto de tareas, como ya vimos tempranamente en la oikos, es el primer paso. El segundo es la jerarquización: aquellos con mayor experiencia y dotes de mando deben impartir las instrucciones a los demás para un trabajo más rápida y perfectamente realizado. Es la eficiencia lo que lleva a que la polis organice a las aldeas y pueblos, que la asamblea delegue en el consejo de ancianos y que, en último término, los magistrados adquieran una creciente autoridad e influencia.
La eficiencia como un valor positivo, que está detrás del éxito de unas comunidades políticas frente a otras, provocará tensiones entre asamblea y consejo, y entre consejo y magistrados. La legitimidad de la representación política frente a la mayor eficacia de la acción de gobierno. Podríamos incluso hablar de las primitivas tensiones que aparecen entre los que son reconocidos como representantes de la comunidad y los gobernantes de la misma. El lenguaje político moderno lo llamaría la competencia entre los órganos legislativos y ejecutivos de una res pública, pero ya hemos visto que eso sería anacrónico.
La tarea de organizar el intercambio de bienes (y alcanzar y gestionar los beneficios del mismo) para que toda la comunidad pueda alcanzar sus necesidades satisfactoriamente, así como la de conservar y aplicar adecuadamente el mos maiorum, son las principales tareas de los encargados de gobernar la ciudad-estado. En otras palabras, el papel de protectores de la comunidad que tenían antaño las familias prestigiosas (los nobles), ahora lo ejercen delegadamente los rectores de la ciudad estado: el consejo y los magistrados, designados de forma directa o indirecta por la asamblea. En tanto en cuanto lleven a cabo con fidelidad y acierto esa tarea de proteger a la comunidad, sus necesidades y sus intereses, estos rectores adquirirán legitimidad a ojos de la sociedad para ocupar y desempeñar su función, y su posición se fortalecerá. Esta “legitimidad de ejercicio”, que existe en las primeras ciudades-estado, tendrá una significación relevante en las estructuras políticas más complejas que estudiaremos a continuación.
Cabe recordar, por último, que la superestructura política de la ciudad-estado, asume la autoridad y potestad en aquellos aspectos que le son propios: la relación con otras entidades políticas ajenas (diplomacia), la recaudación y empleo de tributos al comercio (fiscalidad), el control de la equidad de las relaciones de intercambio de bienes (arbitraje), el acopio de excedentes de granos, legumbres, lana, armas u otros productos imprescindibles para distribuirlos a los que precisaran en caso de necesidad (economía), el culto público a las deidades protectoras de la tribu (religión), etcétera.
Como vemos, las funciones de los cuatro grandes magistrados, no son en esencia diferentes de las de cualquier cabeza de familia o patriarca de gens: la relación con las demás familias, la intercesión por la comunidad ante las deidades y los antepasados, el reparto de los bienes comunes según la necesidad, la defensa frente a las amenazas o la resolución de los pleitos dentro de la familia. Incluso se establece un compromiso por medio de un juramento ante la comunidad representada en la asamblea (o al menos ante el consejo de nobles). A pesar de las especificidades derivadas del tamaño y complejidad de la ciudad-estado, su superestructura política no es sino un fractal de la propia de la célula básica de la sociedad, la familia. Es por ello que todos los miembros de la comunidad política esperarán de esa superestructura el mismo tipo de protección y justicia que se esperaría de unos padres (a su nivel). Esta idea queda en el subconsciente colectivo, y veremos que tendrá importancia a la hora de personalizar la autoridad y potestad.
El gobierno de la ciudad-estado presupone las entidades políticas menores, y no interviene en aquellos aspectos de costumbre o gobierno que les sean propios. El cabeza de familia sigue siendo la autoridad en el oikos, el patriarca en la kome, y la asamblea en el clann. De igual modo, en las comunidades menores en las que sigue rigiendo con fuerza la ley de la sangre, la ciudad-estado no interviene en dirimir disputas.
La monarquía. Aparición de los principados en las ciudades-estado
Es difícil precisar cuándo, pero en un momento muy inicial de la evolución política de la ciudad-estado aparece la idea de elevar un magistrado por encima de los demás para dirigirlos y coordinarlos con autoridad: un príncipe, término que proviene del latín princeps, que quiere decir el primero entre muchos. Ese magistrado indudablemente comenzó siendo una fusión de varios, con atribuciones de autoridad sobre los demás. Sabemos por fuentes históricas que en las ciudades sumerias el ensi era el magistrado supremo de la ciudad-estado, y tenía funciones civiles y sacerdotales. En épocas posteriores delegó la función sacerdotal y se reservó la función de gobierno civil. Es el magistrado conocido más antiguo que podemos equiparar al concepto político de soberano.
Por motivos puramente didácticos, emplearé el nombre de príncipe (con cierta raigambre en las traducciones al español de cargos similares en la antigüedad) para designar al monarca de una ciudad-estado, reservando el concepto de rey para un gobierno superior en rango. Históricamente, no obstante, estos términos acostumbraban a emplearse indistintamente, junto con otros, para los soberanos de la ciudades-estado, o de entidades más grandes, teniendo un nombre propio en cada idioma (lugal entre los sumerios, labarna entre los hititas, sarmat entre los asirios, wanaka o wanax entre los aqueos, lucumon entre los etruscos, rex entre los latinos, etcétera).
Es importante remarcar que en sus estadios iniciales, un príncipe no deja de ser un super-magistrado civil. Esto es, supervisa y tiene autoridad sobre el resto de los magistrados, pero sigue sujeto a la costumbre y a la gran asamblea (o mejor dicho, al consejo de ancianos). Sin duda por su eficiencia para la gestión, lo cierto es que el nombramiento de príncipes se hizo un hábito muy popular en las ciudades-estado de la Edad del Bronce. Los hallamos en Sumeria, en Siria, en Capadocia, en el Egeo, en la Grecia continental, en Canáan… en todas las culturas originarias con restos escritos o epigráficos, aparecen príncipes ciudadanos casi sin excepción. Sólo las estructuras políticas que en el momento de los registros escritos no han alcanzado el nivel de ciudad-estado, y siguen con instituciones más primitivas, pueden seguir presentando asambleas o consejos fuertes, en los que los magistrados civiles más relevantes, sean sacerdotes o jefes militares, no están propiamente por encima de los demás.
La excepción obvia es la cultura egipcia. En el momento en que aparece la escritura, Egipto se presenta ya como un estado unido recientemente por el primer rey, Narmer (o Menes) que fusiona el Alto y Bajo Egipto (las últimas supraentidades previas) alrededor de 3.100 a.C, centralizado y con un monarca divinizado; un estadio político muy avanzado en la historia, en comparación con el resto de entidades contemporáneas de la Edad del Bronce temprana. Los expertos creen que los sepat, o nomos, corresponderían a las antiguas ciudades-estado unificadas por el monarca en épocas anteriores (calcolítico o incluso neolítico tardío), y los nomarcas (designados por el rey en el momento de registrarse históricamente), corresponderían a los antiguos príncipes. También se cree que la elaborada cosmogonía egipcia, con triadas y eneadas de deidades familiares, correspondería a un sincretismo de los diversos ídolos patronos, inicialmente privativos de cada ciudad-estado: al enlazarlos en un gran panteón, se crea una conciencia común religiosa a toda la población del reino. Esta teoría postula que este sistema está, en realidad, detrás de todos los politeísmos (hay indicios de ello en la religión sumeria y la griega). De hecho, en el caso de los hititas, las propias fuentes revelan explícitamente que a medida que su monarca sometía territorios, introducía sus diosecillos en el sistema religioso de los Hatti, que era conocido como “el pueblo de los mil dioses”.
El origen del príncipe hay que encontrarlo en un miembro de la nobleza (posiblemente de la familia más poderosa en un momento dado) de particular genio político, que por su capacidad personal para coordinar o llevar a cabo eficientemente las tareas esperadas de la superestructura política de la ciudad-estado, obtiene de forma natural la autoridad de la asamblea de patriarcas o el consejo de nobles para ejercerla sobre los otros magistrados.
Desarrollo primitivo de la monarquía
Dos son los objetivos principales de la institución del principado desde su aparición.
El primero es incrementar su autoridad y potestad a expensas tanto de los otros altos funcionarios de la ciudad-estado, como del propio consejo nobiliario. La principal herramienta para lograrlo es aumentar el prestigio familiar. Como ya vimos, esto incluye aumentar la influencia por medio de alianzas con otras familias nobiliarias (principalmente por medio del matrimonio), acaparar el máximo posible de honores o puestos funcionariales, sumar el mayor número de familias clientes/dependientes e incrementar la base material de la familia: tierras, ganados, bienes de lujo y esclavos. Y a la vez, evitar que otras familias nobiliarias incrementen su prestigio de un modo que amenace la propia influencia. Esta lucha por desequilibrar las estructuras de autoridad en su favor, va a consumir buena parte de las energías del príncipe.
El segundo es establecer una dinastía, esto es, que la designación para el cargo de príncipe no sea una prerrogativa del consejo, sino que quede reservado en exclusiva a una familia, y dentro de la familia, a aquel a quien designe el príncipe gobernante. Esto supone probablemente la mera continuidad de una práctica previa en el resto de magistraturas. De hecho, en todos los registros históricos de la Edad de Bronce que conservamos, el principado de la ciudad-estado está ocupado por una familia, que cesa en él cuando se agota la sucesión natural, o es desplazada por otra familia de la nobleza tras fracasar en la obligación que la comunidad política atribuye a la superestructura de la ciudad-estado. Esta dinastización temprana en la magistratura principal es otra confirmación de que la sociedad se consideraba a sí misma fundamentalmente una organización de familias.
Factores del éxito de la monarquía
Resulta llamativo el triunfo del principado dinástico como forma de gobierno en la casi totalidad de las ciudades-estados primitivas.
Para explicar esta tendencia tan marcada, podemos observar que la mayor parte de los príncipes emplean tres grandes mecanismos: arrogarse todos los cometidos de la superestructura de la ciudad-estado por medio del proceso de paternalización, divinizar su familia y emplear la eficiencia en su favor.
La paternalización alude a la transformación del super-funcionario de la ciudad-estado en el padre de todas las familias, es decir, aquel que puede reclamar legítimamente toda la autoridad. El encargado de las cuatro funciones magisteriales (justicia, sacerdocio, administración y jefatura militar) y el mantenedor de la Costumbre. Es frecuente en la Edad del Bronce que los monarcas se intitulen con apelativos como “padre” o “protector”, y que se representen portando símbolos de las funciones magisteriales: el cetro (probablemente una maza estilizada como jefe militar), la vara de la justicia, cubrecabezas u otros símbolos sacerdotales, etcétera.
La divinización lleva un grado más allá el usual enlace de las familias nobles con los patriarcas heroizados: ahora el antepasado de la familia principal (o si se prefiere, principesca) desciende de una deidad, o ha sido directamente escogido por ella. La elección de una familia por designio del ídolo patrón es un argumento de legitimidad muy fuerte: pretender privarle del principado supone contradecir su voluntad, y por tanto una transgresión religiosa. Este rasgo aparece en prácticamente todas las tradiciones de los primeros principados: Adapa, primer rey de la sumeria ciudad de Eridu, es hijo del ídolo Enki; Lugalbanda, fundador de la dinastía de Uruk, es elevado desde el anonimato por las deidades Samash e Inanna; el legendario rey Keret de Hubur es hijo de la deidad El; Sargón el Grande, en fin, es designado por la deidad Isthar para fundar el gran reino acadio.
Ya vimos que la evolución de la sociedad compleja aparejaba la división del trabajo y la jerarquización. La eficiencia de este sistema para lograr de forma mejor y más económica los objetivos de la comunidad política lo hacen el más deseable. Por lógica, la jerarquización extrema que supone la monarquía debe ser el sistema ideal. Una autoridad y potestad suprema idealmente está por encima de la influencia de los egoísmos de la nobleza a la hora de juzgar lo mejor para la comunidad. Asimismo, todas las grandes obras públicas (templos, canalizaciones de aguas, murallas) se llevan a cabo con más facilidad cuando hay un príncipe fuerte al que todos voluntariamente se sujetan. El objetivo es que la eficiencia asociada a la jerarquización, repose en último término en el príncipe. La comunidad asociará instintivamente mayor eficiencia con mayor acumulación de autoridad en el monarca.
Por estas tres vías, el príncipe cimenta su legitimidad para reclamar la autoridad de la ciudad-estado. Un príncipe descendiente o escogido por la divinidad, y que por medio de ella encarna la eficiencia máxima de la jerarquía, (como “padre de todos”) alcanza el grado mayor de influencia y prestigio posibles, y por tanto reúne mucha o toda la autoridad de la ciudad-estado. Tal acopio de autoridad se ha de llevar necesariamente a cabo contra la oposición tanto del resto de magistrados, que procurarán conservar su propia autoridad, como del consejo nobiliario, depositario de la autoridad en último término en la estructura tribal.
Una forma plástica de afirmar esa autoridad es convertir el edificio comunal de la Acrópolis (almacén de reserva y sala de reuniones para la asamblea o el consejo) que vimos aparecer en los pueblos y desarrollarse en las Polis, en un verdadero palacio. Las excavaciones en los yacimientos micénicos y minoicos y, allí donde ha sido posible, en Siria y Sumeria, muestran que el espacio de palacio se destina principalmente al almacenamiento de los tributos, pero también presenta un gran salón del trono, sustitutivo de la antigua sala de reuniones) progresivamente más recargado conforme la autoridad del príncipe aumenta, en el que las fuentes recogen que se impartía justicia, se reunía el consejo nobiliario y se recibían a los embajadores extranjeros para realizar tratados. Este salón (y posteriormente el sitial o silla del príncipe) es la sede material del poder principesco, y su importancia simbólica es difícil de exagerar.
Las familias dependientes o clientes de la familia principesca proporcionarán los primeros cortesanos de la historia. Esta estructura se ha llamado por la historiografia “época palacial”, y la asociación palacio-templo, tenida como una de las fundamentales de la cultura helénica. No obstante, la reunión del almacén-palacio principesco y el templo a la deidad local es un patrón recurrente en las ciudades estado de Oriente próximo, y aún en las de otras culturas primitivas.
Lucha de poder interna en la ciudad-estado
Clásicamente, la lucha por abarcar la mayor cantidad posible de autoridad y potestad en las ciudades-estado se producirá principalmente entre el consejo nobiliario y el príncipe. Aquel hará valer el peso de su riqueza y fuerza política, así como el convencimiento de que las familias nobles representan la esencia de la tribu, el espíritu de la “nación”, como vimos anteriormente, persuadidos (y persuasores de los demás) de que su acúmulo de bienes y prestigio es algo decidido por los antepasados heroizados, y de que sus decisiones representan fielmente lo mejor para la tribu. Para contrarrestar esa fuerza inercial, los príncipes emplearán diversas estrategias. Una ya la vimos: aumentar su propia dignitas por medio de la paternalización y la divinización, hasta hacerla superior a la del resto de familias nobiliarias juntas, arrebatándoles así la autoridad. En un plano más práctico, el príncipe buscará aliados en la afirmación de su dominio.
Una táctica será dividir al consejo nobiliario entre familias a las que la dinastía principesca favorece particularmente y son aliadas de su autoridad, y el resto. Esta estrategia, sin embargo, supone al príncipe sujetarse a su vez a las familias afines, que son lo suficientemente poderosas para advertir esa necesidad y sacarle partido (sobre todo cuando accedía al trono un príncipe débil). Otra más sutil será la de apoyarse en las familias nobiliarias menores (usualmente excluidas del consejo), explotando las rencillas que hay por diferencia de riqueza entre la minoría más opulenta y el resto. Favorecer a algunas, o muchas, de las familias menores (por ejemplo nombrándolos para cargos magisteriales usualmente monopolizados por las familias más señaladas) supone ganarse a unos aliados leales y suficientemente ricos para tener influencia política sobre los que apoyar un reinado.
Por último, una acción más radical era apelar directamente a la Ekklesía, la asamblea de patriarcas; el órgano en el que todos coincidían que recaía verdaderamente la autoridad de la tribu. No obstante, divididos por muchos intereses dispares y filiaciones de clann, la asamblea tribal no es un agente político homogéneo, salvo excepciones. Para ponerla de su lado, y de ese modo superar con firmeza las reivindicaciones del consejo nobiliario, un príncipe debía poseer grandes dotes persuasivas y de capacidad “política” (en el sentido menos honroso del término), para poder poner de su parte a la asamblea de un modo mayoritario. Las medidas favorecedoras del pueblo y un refuerzo especialmente intenso de la paternalización y la divinización que citamos previamente, solía ser necesario. El rey-padre, o rey popular era visto por el común como un defensor frente al poder y egoísmo de la nobleza. Sin embargo, la linea “asamblearia” de acción precisaba grandes capacidades de astucia política sólo al alcance de algunos hombres. Era sumamente infrecuente que el sucesor de un gran príncipe hubiese heredado esas mismas capacidades personales (Salomón las heredó de David, rey de Israel, pero no su hijo Roboam, como se explica en 1 Reyes 12, 1-19). El único modo de afirmar esta línea de acción era una divinización radical de la familia del príncipe, que la alejara definitivamente tanto de las del común como de las de los nobles. Sólo el reino de Egipto logró alcanzar ese objetivo, e incluso en este caso, aunque el modelo perduró durante muchos siglos, las familias reales en sí eran sustituidas cada cierto tiempo en golpes palaciegos o rebeliones nobiliarias.
Ya sabemos que una de las formas más antiguas de obtener mayor influencia era repartir bienes a aquellas familias que se deseaba allegar como aliados o deudores (el ya mentado potlacht). Los príncipes desarrollaron a escala institucional una práctica que las familias nobles ya habían llevado a cabo anteriormente: la guerra de rapiña, como medio de obtener bienes ajenos (el botín) para repartirlo entre los aliados internos sin sufrir por ello una pérdida del propio patrimonio. Lo veremos con más detalle muy pronto.
En la Edad del Bronce temprana hallamos ejemplos de todos los grados de esa lucha de poderes. Los príncipes de las ciudades cananeas, y de las iniciales sumerias, son magistrados poderosos y dinásticos, pero normalmente administran el tesoro público y ocasionalmente imparten justicia, quedando reservado el mando del ejército y el sacerdocio a otros funcionarios independientes. Su poder es el más limitado, y los consejos nobiliarios sin duda seguían ostentando la mayor autoridad. Entre los micénicos y semitas del norte de Siria el poder del príncipe es mayor, aunque el consejo nobiliario aún retiene la capacidad de enfrentársele y en ocasiones contradecirle. En los reinos acadio, hitita, mitanio o asirio primitivo la monarquía está muy bien asentada, y podemos hablar ya de un verdadero monarca autoritario. En esos lugares el consejo de ancianos ha tomado ya su significado moderno: “aconseja” al príncipe sobre las decisiones, pero no influye en ellas de otro modo. Los nobles apenas tienen alternativa que promover o participar en conjuras palaciegas para alcanzar influencia y poder.
Es muy interesante repasar la historia transmitida de forma tradicional por los romanos acerca de su periodo monárquico. Al evolucionar de ciudad-estado a formas políticas más complejas de modo tardío, las fuentes escritas están mucho más cercanas en el tiempo y son mucho más detallistas en los hechos que en el caso de las más antiguas ciudades-estado del creciente fértil. De los siete reyes de Roma, los cuatro primeros representan los “reyes arquetípicos” perfectos, es decir, a cada uno de los super-magistrados eficientes. Rómulo es el fundador, legislador y creador del senado; Numa Pompilio el rey-sacerdote; Tulio Hostilio el rey guerrero que vence a latinos, sabinos y etruscos; y Anco Marcio el administrador, que construye templos, puertos, calzadas y puentes, y abre canteras y salinas. Todos ellos son elegidos por la asamblea, pero controlados por el consejo de ancianos (senado); entre la muerte de cada uno y la entronización del siguiente el senado nombra un interrex normalmente rotativo semanal entre sus miembros. Los tres últimos reyes, sin embargo, son los extranjeros (de origen greco-etrusco) Tarquinios, dinásticos y autoritarios, que procuran gobernar con el pueblo representado en la asamblea (comicios curiados), orillando la influencia del senado. Son el arquetipo del despotismo “oriental”, particularmente el último, Lucio II el Soberbio, derribado por el consejo nobiliario que establece una república de corte aristocrático. Esta historia, ilustrativa de los conflictos que pudiesen existir entre príncipe y consejo nobiliario, acontece en los siglos centrales de la Edad del Hierro y comienzo del clasicismo. No obstante, es probable que nos sirva como un modelo válido para entender las expectativas que el príncipe despertaba tanto en nobles como en el común, y los conflictos y alianzas con el consejo nobiliario y la asamblea que se producirían en las ciudades-estado de la Edad del Bronce.
Política exterior de la ciudad-estado
La ciudad-estado lleva a cabo un salto político cualitativo. Ante todo, porque se relacionará con distintas unidades políticas, tanto otras ciudades-estado, como tribus prepolíticas, linajes o familias, según su grado de evolución.
Parece ser que ese contacto se lleva primariamente gracias al conocimiento aportado por los comerciantes, auténticos aventureros que en busca de satisfacer la demanda de su comunidad de procedencia, o de nuevos recursos valiosos, exploran más allá de la comarca natural. Esto, como dijimos, ya se producía en el neolítico, y posiblemente antes. Pero es en la fase de Edad del Bronce, cuando esta información se emplea para establecer relaciones más intensas entre comunidades que el mero intercambio de bienes (a veces también de tecnología, religión o costumbres).
Esa relación estará determinada por diversos factores. Ante todo, la intensidad del contacto (normalmente relacionado con la cercanía geográfica), también la existencia de vínculos comunes, como unos posibles antepasados muy remotos comunes, o el compartir una misma lengua, factores ambos que indicarían que ambos actores pertenecen a una misma comunidad anterior, aunque el tiempo haya borrado los lazos conscientes.
Por claridad expositiva hemos establecido un modelo básico reticular ciudad-pueblo-aldea-casa en una comarca natural, pero aunque sea didáctico, y más o menos correspondiente a la mayoría de los casos, no responde a todos: una tribu asentada en un territorio particularmente rico podría tener dos o más ciudades estado mientras otro más pobre presentaría una sola ciudad-estado con muchos pueblos y aldeas repartidas en un gran territorio. Del mismo modo, la presencia en varias ciudades-estado de dialectos de la misma lengua, o el mismo panteón de deidades principales, indicaría antepasados comunes muy remotos. Todas estas características (o su ausencia), podría explicar algunas de las líneas de actuación de las ciudades-estado más poderosas.
A) La forma más básica de interactuación de una ciudad-estado es el tratado comercial. Este tipo de acuerdo permite el reconocimiento mutuo, el permiso y protección de los comerciantes que traen y llevan las mercancías. Como ya vimos, el comercio permite la mayor disposición de todo tipo de bienes, así como estimula la creación de agricultura y ganadería extensivas, o industria artesana, para satisfacer la demanda comercial. En conjunto, el comercio aumenta el desarrollo de la ciudad-estado, y es materialmente beneficioso, sobre todo para la nobleza y el tesoro público, que recauda tributos de esa actividad. Este antiguo principio se mantiene válido hasta nuestros días. Hay numeroso ejemplos entre ciudades sumerias y cananeas. Se sabe que tanto las ciudades-estado de Creta como sus sucesoras las aqueas hicieron del comercio su principal fuente de riqueza. Un caso paradigmático es el de la primitiva ciudad-estado de Assur, cuyo príncipe estimulaba el comercio aprovechando su posición como intermediaria septentrional del poderoso reino de Akkad. En varias ciudades luvitas (actual Capadocia) de la temprana Edad del Bronce, los comerciantes de Assur poseían barrios específicos para ellos llamados Karum, desde los cuales compraban la lana y el metal producido en las montañas intercambiándolo por tejidos y objetos manufacturados de Mesopotamia.
B) El siguiente escalón sería la amistad o alianza entre dos ciudades-estado. Su origen podía ser muy variado: afinidades lingüísticas o religiosas, parentesco de sus príncipes o simple interés político. Se registran numerosos tratados en los cuales sus príncipes se llaman “hermanos” entre sí (nótese en la comparación la importancia simbólica de la institución familiar incluso en los niveles de gobierno más alto), y prometen auxiliarse en caso de necesidad (generalmente por ataque de un tercero), y no acoger enemigos políticos internos del otro en su territorio. Eventualmente, si estos tratados eran muy prolongados en el tiempo, darían lugar a integraciones pacíficas de ambas ciudades-estado en una entidad superior (un reino), aunque también podían romperse por las más diversas circunstancias.
C) Una variante de esta relación es la creación de ligas. En una liga, son varias ciudades estado las que se alían, normalmente para cooperación económica y militar defensiva, dirimiendo amistosamente los litigios que puedan surgir entre ellas con la garantía del resto de ciudades estado. Normalmente se congregaba en torno a una religión o idiomas comunes, que daban sentimiento de pertenencia a las polis. Hasta donde las fuentes originales nos informan, este sistema fue raro en Oriente próximo, donde únicamente las ciudades cananeas de la costa (que los griegos llamaron phoiniké, fenicios) se organizaron en algo parecido a una liga ciertamente laxa, pues era frecuente que compitiesen comercialmente entre sí. Las ligas fueron mucho más populares en la parte europea del Mediterráneo, y sobre todo en la Edad del Bronce tardía y la edad del Hierro. En cuanto a las ciudades-estado aqueas, no se puede afirmar nada consistente, pero el relato homérico de una cierta deferencia de todos los príncipes hacia el de Micenas (Agamenón) para una expedición conjunta, sugiere una cierta ligazón amistosa. Mucho más demostradas están las ligas posteriores, en las que generalmente una ciudad-estado tenía cierta preeminencia sobre las demás. Los ejemplos son numerosos: la liga latina (encabezada por Alba Longa, y luego por Roma), la dodecápolis etrusca (dominada por los príncipes de Veyes o Clusium), la liga aquea, la liga jonia, etcétera. La liga del Peloponeso y la liga de Delos, fueron en realidad vasallajes camuflados de sus ciudades dominantes, Esparta y Atenas respectivamente. En la península ibérica las confederaciones de tribus se comportaron de un modo similar: ilergetes (dominados por Ilerda), los edetanos (por Edeta), los contestanos (por Saetabis), los layetanos (por Lauro), etcétera, se comportaban como ligas más o menos asimétricas. Probablemente las confederaciones de los celtíberos (arévacos, lusones, etcétera) eran similares, si atendemos a las fuentes.
D) El siguiente modelo es el de subordinación de una ciudad-estado a otra. Era resultado usual de una intimidación por parte de la tribu poderosa hacia otra tenida como más débil, frecuentemente (aunque no necesariamente) vecina. Normalmente era el producto de una guerra entre ambas, aunque a veces la mera amenaza por parte de la poderosa era suficiente. En los tratados de la época la subordinación se muestra de forma muy plástica: el príncipe más débil llama “padre” al más poderoso, como muestra (nuevamente familiar), de sumisión, mientras aquel le llama “hijo” a modo de manifestación de protección. Equivaldría a las familias clientes de la nobleza que vimos en el apartado correspondiente. La ciudad-estado vasalla normalmente satisfacía algún tipo de tributo (a veces más simbólico, otras bien concreto y hasta abundoso) a la ciudad-estado patrona, mas la obligación de asistirle en bienes, artesanos o guerreros en caso de necesidad. Pero aparte de esas obligaciones, mantenía su propio gobierno y Costumbre. Se hallan ejemplos en las tablillas regias de las ciudades cananeas y amorreas, en Sumeria, entre los hititas…
E) Una situación más avanzada era la de sometimiento de la ciudad-estado vasalla, hasta el punto de perder a su familia principesca original. El príncipe dominante la sustituía por otra nativa pero más dócil (manteniendo la apariencia de autonomía), o bien directamente por un gobernador designado (a veces familiar suyo, lo cual significaba una cierta muestra de respeto, en otras ocasiones un simple servidor fiel). La ciudad-estado sometida pasaba a convertirse directamente en sierva de la ciudad-estado dominadora, perdiendo su autonomía real. El tributo a pagar al príncipe conquistador ya no era pactado, sino determinado por este. Asimismo, todas las demás funciones magisteriales del nuevo gobernante eran supervisadas a discreción por el príncipe de la ciudad-estado dominadora. Esta situación, usualmente tras una guerra de conquista, suponía aumentar el dominio del príncipe a otra ciudad-estado, y elevarlo así a la categoría que llamaremos de rey, es decir, de señor de al menos dos ciudades-estado. En el siguiente apartado explicaremos las características de esta entidad política superior.
Cabe antes hablar de la relación exterior entre las ciudades-estado y entidades políticas diferentes, fundamentalmente tribus pre-polis y grupos tipo clann. Aunque las ciudades-estado griegas y fenicias de principios de la Edad del Hierro eran expertas en fundar centros comerciales remotos para intercambio de bienes altamente lucrativos (sobre todo metales y bienes de lujo) con entidades políticas más básicas, en general, las ciudades-estado no solían tener relaciones estables ni amistosas con entidades vecinas menos desarrolladas políticamente, predominando más los conflictos que el comercio (por ejemplo Egipto con libios y cusitas, los cananeos con las tribus semitas, los sumerios con los guti y lullubi, los hititas con los gasgas, etcétera). Normalmente, las expediciones de saqueo de las tribus y clanes en las ciudades-estado eran seguidas por expediciones punitivas de estas, en ninguno de los dos casos los atacantes tenían intención de prolongar un dominio político sobre el rival, y no era raro que el éxito en la incursión se siguiese de la destrucción de los asentamientos enemigos e incluso la deportación o matanza de los vencidos. La protección frente a los ataques de las tribus o clanes menos civilizados fue frecuentemente uno de los motivos por los que las ciudades-estado aceptaron la elevación de reyes, que al concentrar el poder militar de varias tribus de un modo más eficaz que una liga, resultaban más convenientes para ese fin. El empleo de la guerra como arma política fue una de las herramientas más utilizadas por los reyes para afianzar y ampliar su influencia.