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24 de octubre de 2014 0

Hablemos de soberanía

En el revuelo montado en torno al referéndum catalán y sus ecos premeditadamente buscados con el referéndum escocés, todo el mundo parece haber olvidado hablar del problema último, que es el de la soberanía.

En efecto, de poco servirá al gobierno usurpador de España el triunfo del “No” a la segregación escocesa del Reino Unido. Como se empeñan en repetir los separatistas catalanes, lo importante no es si sale sí o no (afirmación falsa, por otra parte, pues eso es lo que más les importa), sino que se reconozca la potestad del sufragio regional para decidir el modelo de unión con España o su ausencia. Que “se pueda votar”, repetido a modo de mantra y único resumen de la democracia. Mantra y resumen que va calando y que la población, primero catalana y luego del resto de España, va a asumir porque no hay contramensaje. Cuando sólo se oye una voz, finalmente esta acaba siendo la única escuchada.

Aparentemente, el gobierno de Rajoy juega a la carta de la legalidad, y Mas y Junqueras a la del sentimiento. Pero la realidad oculta un problema de interpretación de mucho mayor calado, que se está escamoteando a los españoles. Sobre el papel, el ala liberal-conservadora-progresista del partido único (o sea, el Partido Popular) sostiene impolutamente el principio liberal por excelencia: la soberanía nacional reside en la asamblea (o sea, el parlamento). Como la constitución no reconoce otra nación que España, sólo el parlamento español (congreso y senado, me niego a llamar a tales reuniones tabernarias y mafiosas con el nombre de las gloriosas cortes hispanas) puede expresar la voluntad de los españoles. Impecable. Tayerrand y Fouché pueden estar orgullosos de estos alumnos aventajados.

Pero a diferencia de sus maestras francesas, la constitución española de 1978 reconoció las autonomías, a las cuales se dotó de parlamentos propios. No representan oficialmente a la soberanía de la nación española ni a alguna de sus partes, puesto que la soberanía es única, y por tanto sus funciones son subrogadas a la del parlamento español, del mismo modo que las regiones están sometidas a la nación, que tiene superior rango.

Claro, el problema es que en Cataluña hace ya muchos años que la clase política e intelectual se intitula como “nación” y no como región, sin reacción por parte de los gobiernos usurpadores españoles, o con la necedad aquella del presidente Rodríguez de que España es una “nación de naciones”, para lo cual carecía de explicación porque ni el mismo entiende esa tontería. Con esa sencilla argucia semántica, el independentismo catalán ya ha ganado el debate de términos: si Cataluña es una nación, su parlamento recoge la soberanía nacional, es decir, tiene el mismo rango que el parlamento español, el francés, o el esloveno; el de cualquier nación soberana. Por tanto, el parlamento español, que recoge la soberanía de España (que obviamente es “otra nación”, vaya usted a saber cuál) no sólo no puede enjuiciar las decisiones del parlamento catalán en lo que atañe a Cataluña, sino que- de hecho- si se opone a ellas está ejerciendo una opresión intolerable; lógico, se está violentando una soberanía nacional, lo cual desde la óptica liberal no sólo es justificación de resistencia, sino motivo de guerra. Nada menos.

En medio tenemos al ala progresista-socialdemócrata del partido único (o sea, el Partido Socialista Obrero Español), que en Madrid afirma la soberanía nacional del parlamento español (por eso rechaza el referéndum por ilegítimo), y en Barcelona afirma la soberanía nacional del parlamento catalán (por eso dice que es legítimo el ”derecho a votar”, aunque se manifieste a favor de votar “no” a la independencia de Cataluña, lo cual es un perfecto contrasentido, pues nadie alienta una votación con la manifiesta intención de que todo quede como está). Como ambas cosas no pueden ser a la vez (por lo menos mientras no se haya producido la efectiva segregación de la nación catalana de la nación española, y eso es imposible mientras haya diputados electos por Cataluña en el parlamento español), el PSOE está preso de una esquizofrenia política que les resta toda credibilidad.

Cuando hasta los liberales contemporáneos han dejado de leer a Hobbes, Burke, Locke y Rousseau, es que el sistema está tan podrido y hace aguas por tantas partes que ya ni se molestan en intentar calafatearlo una vez más. Hace unos años vaticiné que China era el futuro: gobierno totalitario de partido único, y sistema de mercado libre sin cortapisas. El sueño de la plutocracia. Hacia ello vamos.

La definición del liberalismo canónico es muy clara: la soberanía únicamente reside en la asamblea nacional. Una nación, una asamblea. Precisamente el gran empeño del absolutismo, primeramente monárquico y posteriormente asambleario, fue eliminar cualquier otra soberanía dentro de una nación. Las naciones son excluyentes y conservan su soberanía. Naturalmente, luego vinieron las ligas, confederaciones y federaciones, donde cada nación cedía una parte más o menos grande de su soberanía. Pero eso no ha ocurrido en España. Pese a que las regiones tengan un elevado grado de autogobierno, lo cierto es que la constitución de 1978 no ha resignado la soberanía en ninguna de ellas, sino que la mantiene en el parlamento común. En cuanto a atribuciones de los gobiernos regionales, España puede parecer una auténtica federación, pero sobre la letra, es un estado unitario.

Esa es la razón por la que el PSOE trata de mantenerse en tierra de nadie proponiendo un modelo federal para España. Inventarse un federalismo que jamás ha estado en el programa del partido para intentar contentar a los nacionalistas del PSC es mal remedio: al PSC le da igual el resto de España, el federalismo lo quiere bilateral entre los gobiernos de Madrid y Barcelona, en plano de igualdad (es lo que llaman federalismo asimétrico, o sea, no-federalismo); el PSOE del resto de España se opone, porque precisamente los socialdemócratas son los inventores del actual sistema de reparto de la financiación de tipo Robin Hood: robar a los ricos para repartir a los vagos (sobre todo a los del partido). Tratar de conciliar posturas opuestas dentro de un mismo proyecto político es tan sencillo como cuadrar un círculo.

Dejemos a los socialistas haciendo malabares, y aclaremos en cualquier caso que el modelo de reparto de la caja común, que efectivamente es injusto (y por cierto más injusto con el Reino de Valencia, que aporta proporcionalmente en mayor medida que el principado catalán en función de su renta), no es más que un arma en manos del nacionalismo catalán para sembrar el odio y romper España a mayor gloria de las élites catalanas, como la tergiversación de la historia de España, el constante e irritante victimismo o la manipulación política de la lengua. Si no hubiera esa excusa, hubiesen inventado otra.

Los gobiernos centrales liberales han allanado el camino con su traidora cooperación, siempre consintiendo y sosteniendo a los gobiernos desleales de Barcelona (bien lo sabemos los valencianos, con nuestra lengua y cultura entregadas a la bestia nacionalista) como prenda para sostener otro débil gabinete y aprobar otro presupuesto general, una y otra vez. La impostura presuntamente firme del señor Rajoy Brey mueve a risa ahora.

Así está la cosa, con los principios liberales atrapados por su propia red: una nación catalana desafía a la nación española. No hay mejor cuña que la de la propia madera.

Claro, la siguiente pregunta es quién demonios decide qué es eso de la “nación” liberal. Para los nacionalistas hispanos de cualquier región la respuesta sale de carrerilla: el derecho de autodeterminación de los pueblos. Este principio, inventado de la nada por la ONU en los años 40, estaba pensado para justificar la independencia de las antiguas colonias africanas, no para regiones autónomas de países de muchos siglos de historia.

Pero, nuevamente, la falacia ha hecho fortuna. La única respuesta de los intelectuales del sistema es escudarse en la constitución del 78. Como si este país no llevase una decena de constituciones en siglo y medio. Ante el grito irracional de los revolucionarios de salón, la remisión al código civil. O sea, contra la rebelión política, la jurisprudencia. Absurda táctica, salvo que uno esté dispuesto a llevar ante un juez a los desleales. Y esta casta nuestra okupa de los palacios reales y ministeriales, no lo está. Por supuesto, los revolucionarios de salón han ganado ya las batallas dialécticas, políticas y populares.

Ante la respuesta inane del llamado “patriotismo constitucional”, el pueblo catalán ya está preparado para asumir ese estado propio (enano, ruinoso y vil) al que le llevan sus dirigentes (o sea, la mafia local). Nadie parece preguntarse algo tan simple como quién decide qué es “un pueblo” con “derecho a autodeterminarse”. Cuando se ahonda en la pregunta de porqué Cataluña es un pueblo, y España no, uno encuentra una vaciedad de razonamientos que se resumen en dos: la historia y la lengua.

Con respecto a la primera, sencillo es desmontar las falacias del nacionalismo catalán con los argumentos ya sabidos: España existe (año 589) mucho antes que Cataluña, y siempre que ha existido un estado unido en España, Cataluña ha formado parte de él. No resulta tampoco muy difícil desmontar el nauseabundo aluvión de mentiras con respecto a la guerra de sucesión a la corona española (1714) y la cruzada de liberación contra el marxismo (1936-1939), guerras entre españoles en las que se ventilaban asuntos que nada tenían que ver con la independencia de Cataluña, y en las que combatieron catalanes en ambos bandos.

En cuanto a la lengua, dado que ellos mismos afirman que el Reino de Valencia y el de Mallorca hablan su mismo idioma, habría que suponer por pura lógica que habrían de consultar primero a los habitantes de esas regiones, ya que también forma parte del mismo “pueblo”. Naturalmente, para ese detalle, valencianos y baleares ya no somos su “pueblo”. Concluiremos pues que para los nacionalistas catalanes somos colonias con minoría de edad política.

Por otra parte, dado que el 100% de los catalanes entiende y habla el español, por pura lógica, todos ellos formarían parte del “pueblo español” definido por su idioma… junto a otros 400 millones de personas, en lo que supondría sin duda un acto de espléndido patriotismo hispánico a cuenta de los nacionalistas catalanes. Es cuestión de aplicar el razonamiento lógico.

Esto no son sólo ejercicios de divertimento más o menos teórico; el consejo general del Valle de Arán ya ha manifestado que no quiere formar parte de una Cataluña independiente de España. Lógico, tienen lengua e historia propias y separadas de Cataluña, pueden aducir los mismos derechos que exhiben Mas y Junqueras. A los independentistas no les oiremos hablar de ese “derecho de autodeterminación” del “pueblo aranés”. Y, ya que estamos, si de derechos históricos se trata, me pregunto por qué los antiguos condados catalanes no podrían votar por separado si quieren formar parte de Cataluña o no, ya que históricamente son anteriores a esta. Y puestos a tirar del hilo, por qué no lo podrían hacer las comarcas o incluso los municipios, a fin de cuentas única patria plenamente natural.

Como les gusta decir a los nacionalistas (y no sólo a los periféricos), “lo importante es poder votar”. Extendamos ese fundamental derecho a todos los cuerpos intermedios. Tal vez nos llevaríamos la sorpresa de que una Cataluña independiente vería fuera de su territorio a su capital histórica, Barcelona, cuya población es mayoritariamente opuesta a la independencia.

Por supuesto, la simple realidad es que todo son excusas y mentiras para provocar el odio y enfrentamiento entre españoles, de modo que las élites catalanas puedan reivindicarse frente a las élites madrileñas, con el órdago de compartir la tarta o separarse. La historia enseña, con muy pocas excepciones, que todos estas revoluciones presuntamente populares no son sino movimientos de los poderosos.

Naturalmente, la clave para explicar y remediar todo el asunto pasa por desenmascarar la falacia liberal de “depositar la soberanía en la asamblea”. Los procuradores de las cortes tradicionales representaban individualmente a colectivos concretos, naturales y bien reales que les escogían (municipios, gremios, universidades, obispados, cofradías), y de quienes dependían para su sustento. El liberalismo conservó la apariencia conciliar pero los diputados dejaron de representar individualmente a entidades reales para pasar a representar todos juntos a un ente abstracto como es la nación liberal. Cada diputado liberal tiene la obligación de representar los intereses de toda la nación, aunque haya sido elegido por una reducida parte del cuerpo electoral de aquella. En España dejaron incluso de representar a la nación y se limitaron a representar a cada uno de sus partidos, o sea, de su propia mafia o banda de la porra. Esos extremos concretos son la estación término de las teorías grandilocuentes del Leviatan.

Aunque los carlistas tengamos la lógica tendencia a defender la unidad de España, debemos ser conscientes de que la construcción de la nación liberal española implantada a lo largo del siglo XIX no es conceptualmente diferente de la catalana que se está intentando crear en el antiguo principado. Tengamos siempre muy presente que la tradición política hispana era pactista. El monarca encarnaba la soberanía terrena de Dios, pero la ejercía por medio de un juramento mutuo con los cuerpos naturales de la sociedad: estos prometían sujetarse a su autoridad a cambio de que aquel prometiese cumplir las leyes seculares del reino, y no modificarlas sin permiso de los representantes del mismo reunidos en cortes. Ese es exactamente nuestro credo político, el del equilibrio de fuerzas entre quien ejercer el poder y quien representa a la sociedad. El liberalismo mezcla poder ejecutivo y legislativo, y convierte a la asamblea en un tirano que acapara todas las fuerzas de la sociedad.

El antiguo dicho castellano “pídele cuentas al rey” resumía de forma muy exacta cómo funcionaba el sistema tradicional: obligaciones y derechos de personas concretas que quienes ejercían la autoridad y los sujetos a ellas podían reclamarse mutuamente. Luego llegó el imperio y el absolutismo, en el que el rey lo era por derecho divino y no tenía que rendir cuentas a nadie sobre la tierra. Sustituyendo al teocentrismo por escepticismo filosófico, el liberalismo mantuvo el absolutismo, y suplantó al bien concreto monarca por una asamblea múltiple y despersonalizada; una hidra de mil cabezas a ninguna de las cuales concretamente se le puede pedir responsabilidad alguna, pues esta es colegiada; una masa amorfa que representa una soberanía abstracta y a la cual los poderosos pueden fácilmente manipular a su antojo. Pídele cuentas a un parlamento.

Si la soberanía nacional de la asamblea es autónoma de Dios, indefectiblemente esta reclamará la soberanía de divina en un momento dado. Ya no se sujetará a unas leyes morales superiores a ella, sino que se arrogará el poder de determinar qué es lo bueno y lo malo, de crear su propia moral (ya lo hemos visto en temas de vida y familia). Y a semejanza de Hefesto, este es un dios enano, cojo y tuerto, pero celoso. Y reclama su soberanía con arrogancia y virulencia. Eso es exactamente lo que ha sucedido con el parlamento catalán. Y estaría dispuesto a jugarse Cataluña dejándola en el caos y la destrucción con tal de afirmar su propia soberanía sobre la del parlamento español. Es decir, su propia soberanía sobre Cataluña aunque ello suponga dejarla en la miseria y el conflicto civil. Ya lo han demostrado sobradamente.

Decían los teóricos del liberalismo para justificar la destrucción del sistema de representación orgánica tradicional, que el hombre era irrepresentable. Aplicando este burdo sofisma individualista, por la misma razón tampoco la asamblea representaría a la “nación” liberal (lo que quiera Dios que eso sea) puesto que esta está formada por hombres irrepresentables, y la consecuencia lógica es la anarquía.

Como la sociedad es orden y no caos, y el orden es natural a la sociedad y no contrato artificioso, el hombre en sociedad se articula en organismos de representación política, pero comenzando por el más cercano: la familia, el municipio, la asociación profesional. Ellos son quienes representan al hombre en sus facetas en unas Cortes, y lo hacen ante el poder.

La soberanía temporal del monarca tradicional se sujeta a la ley humana (los fueros pactados) y la ley divina. Ese es el verdadero control del poder; esa es la verdadera balanza de soberanías. Y ambas leyes sirven para asegurar que toda soberanía terrena se sujeta al único auténtico soberano, Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Mundo.

Disputan ahora los parlamentos liberales de España y Cataluña, y lo hacen, como siempre ha hecho el liberalismo, para dividir y oprimir, para afirmar su propio poder, y no para unir a los españoles en una empresa mayor, como hicieron siempre los pactos de los monarcas antiguos. Es el momento para los tradicionalistas de contraprogramar, ofreciendo a los españoles una vez más los instrumentos políticos que nuestros mayores perfeccionaron para evitar toda tiranía y toda usurpación. Para que sea verdaderamente la sociedad la que busque la forma de establecer un orden político que responda al orden natural, y que dé gloria a Dios, Creador de los hombres, las sociedades, y el orden universal, por medio de su Hijo Jesucristo, nuestro salvador. Él nos llevará a la Jerusalén celeste, la única patria verdaderamente importante para el cristiano, pues en ella esperamos pasar la eternidad, y ante cuya perfección social palidecen todos los reinos (o “repúblicas”) de la tierra.

Artículo originalmente publicado en el Portal Avant! de los carlistas valencianos

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