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17 de septiembre de 2025 0

Fulgores del Sagrario, un libro fruto de la experiencia ante Jesús Sacramentado en el confinamiento

(Una entrevista de Javier Navascués).-

Pedro Sinde es un escritor, licenciado en Filosofía y antiguo profesor. Actualmente es bibliotecario y archivero en la Congregación de las Siervas Franciscanas Reparadoras de Jesús Sacramentado, además de miembro de la Comisión Histórica de la Causa de Canonización de la hermana María de San Juan Evangelista.

Ha escrito varios libros de filosofía y hermenéutica de poetas portugueses. De entre sus obras publicadas, además del libro “Fulgores del Sagrario” (2021), destacan los siguientes títulos en portugués: “Tierra Lúcida: La Intimidad del Hombre con la Naturaleza” (2005), “La Montaña Mística – Cartas desde la Cárcel” (2007), “El Canto de los Seres: Nostalgia de la Naturaleza” (2008) y “Fulgores de Fátima: pensando el mensaje” (2017).

¿Cómo nace este libro Fulgores del Sagrario?

Había regresado a la Iglesia, después de muchos años fuera, y un día, entrando en una iglesia donde iba todos los días, he hecho lo que todos hacemos, aunque muchas veces sin conciencia: miré el sagrario, me arrodillé y me santigüé. En ese momento, mirando al sagrario, aún arrodillado, tuve una certeza nítida: el catolicismo es no apenas una religión incomparable con otras religiones, pero también incluso incomparable con otras formas de cristianismo, sea el protestantismo o, incluso, la ortodoxia. ¿Por qué? Pues, porque solo la Iglesia católica tiene a Dios presente en el sagrario de forma ininterrumpida. Los protestantes no tienen sacerdocio y, por eso, no tienen consagración eucarística; los ortodoxos, que sí tienen sacerdocio, no guardan, o lo hacen solo de modo circunstancial, al Señor en el sagrario y tampoco tienen adoración eucarística. Cuando entramos en una iglesia católica, estamos realmente en la casa de Dios, porque Él está ahí con Su presencia real y personal; pero si entramos en una mezquita, una sinagoga, un templo budista, lo que tenemos es un espacio, muchas veces bello, pero sin presencia real alguna. Cuando entramos en una iglesia católica, hay como una “diferencia ontológica”, un espacio no solo sagrado porque los hombres lo respectan como tal, pero sagrado porque la presencia de Dios en el sagrario lo sacraliza.

Un poco después de este episodio, he leído un libro sobre una mística extraordinaria, la beata Alexandrina, cuya misión dada por Dios ha sido, entre otras, vigilar los sagrarios. Esa lectura me ha impulsado también en la misma dirección. Finalmente, la circunstancia de la pandemia, me permitió frecuentar el sagrario de una capilla cerca de mi casa que ha estado abierta todos los días. En sentido estricto, el libro nació del convivio diario con el sagrario durante la pandemia, pero no sería posible sin aquella experiencia o sin el conocimiento de la Beata Alexandrina y su devoción a los sagrarios.

¿Por qué ese título?

El título tiene la intención de crear un contraste entre la idea de “sagrario” y la de “fulgores”: el sagrario, muchas veces situado en la oscuridad de una iglesia, donde no parece que pase nada, es, en verdad, un lugar de “fulgores”, de intensidad, del fuego del amor de Dios por nosotros, que “arde sin ser visto” (Luís de Camões), donde resplandece la obra más grande del amor de Dios, y el Señor no está inactivo ahí, está intercediendo ininterrumpidamente por nosotros, por cada uno de los habitantes del lugar donde se sitúe esa iglesia, por ejemplo, aunque nadie se acuerde de Él. Al Señor le gusta hacerlo así, en silencio, discreto, humilde, “sin que la mano izquierda sepa lo que hace la derecha”.

¿Por qué lo llama pequeño camino de la Presencia de Dios?

Todos buscamos la presencia de Dios, aunque podamos no estar conscientes de ello… pues Dios nos creó para Él, como dice San Agustín al inicio de las Confesiones, y solo en Él reposaremos. Así que todos buscamos a llenar un inmenso vacío en el alma que nada o nadie puede llenar, sino Dios; es un vacío que tiene el tamaño de Dios, como una herida que necesitamos sanar y la única medicina que la puede curar es Dios. Todo en la vida del ser humano nace de ahí, incluso en aquellas personas que parecen más alejadas de Dios y hacen locuras contra Dios. Viven la tragedia de no saber que su Padre las ama muchísimo y las espera para recibir como a príncipes, hijos de rey, que son. Todos somos hijos pródigos y, al final, lo que siempre buscamos es la casa del Padre, pero trágicamente muchas veces no lo sabemos. El camino que se propone en este libro responde a esta sed del alma humana y nos pone en la presencia de Dios, no nos pide nada más que buscar un sagrario y quedarse ahí; no importa que no sintamos nada, no importa que nos parezca que es inútil o que no hay nadie en el sagrario. Lo que importa es nuestra fidelidad de estar ahí. Buscamos, en el sagrario, la presencia que llena nuestro vacío, pues ahí donde está Dios en todo Su esplendor, como está en el Cielo, en Su presencia personal. Un mínimo de disciplina es necesario. Y también una fé de diamante. Si uno se propone, por ejemplo, a estar todos los días media hora junto al sagrario, lo procurará cumplir siempre, hasta el último minuto. El Señor no dejará de hacer Su obra en nosotros, no dejará de responder a nuestra fidelidad, pues durante ese tiempo hemos elegido salir del mundo y estar con el Señor.

Por eso se trata de un “camino pequeño”, pues es para nosotros, almas pequeñas, que se sienten incapaces, que se saben incapaces de seguir un camino espiritual complicado. Si somos fieles al sagrario, si nos quedamos ahí mirándolo, sin más preocupaciones, el Señor empezará a habitar el vacío de nuestra alma con Su Presencia. La perfecta ilustración de la pequeñez de este camino es la anécdota que el Santo Cura de Ars contaba sobre un campesino que acudía todos los días a la iglesia a sentarse frente al Sagrario y nada más. Un día, el Cura de Ars, intrigado, le preguntó que hacía ahí, cómo rezaba; el campesino respondió: “Yo vengo todos los días a ver al Señor, pero no sé qué decirle, entonces yo lo miro y Él me mira; eso es todo”. Y es verdad, es así de sencillo. Estar frente al sagrario es esto: una creatura que está frente a su Creador. Ahí está todo.

¿Cómo lo ha enriquecido con las enseñanzas de la Iglesia y de los santos más especialmente eucarísticos?

He buscado, antes de todo, estar enteramente dentro de la doctrina y de las enseñanzas de la Iglesia, no necesariamente explicitando, pues no es ese el intuito del libro. La santa que inspira las meditaciones del libro es la Beata Alexandrina.

Lo que me pareció interesante, por congruencia orgánica, ha sido mostrar cómo podemos encontrar en la Biblia personajes o episodios que nos enseñan ciertas virtudes que tienen mucha conexión con la presencia del Señor o nuestra presencia al Señor, junto al sagrario. Podemos, por ejemplo, aprender con Santa María Magdalena el arrepentimiento, para la purificación de nuestra alma: cuanto más frecuentamos el sagrario, más percibimos el estado de impureza en que normalmente vivimos, sin tener idea; con San Juan Bautista podemos aprender a disminuir, frente al sagrario, para que “Él crezca” en nosotros, quiere decir, para que Su presencia crezca en nuestra alma; con Santa Verónica podemos aprender a hacer reparación, como ella que ha limpiado la Santa Faz del Señor, llena de sangre, escupe, polvo; nosotros podemos estar frente al sagrario con la intención de reparar los ataques, las indiferencias, las profanaciones a la Santa Eucaristía.

Hay también varios episodios bíblicos de que hablo en el libro que nos ayudan a entender mejor el misterio de la presencia de Dios en el sagrario: el sagrario es un lugar más “terrible” que el lugar donde Jacob soñó con la escalera y del cual ha dicho: “¡Realmente el Señor está en este lugar, y yo no lo sabía!”, y “¡Qué terrible es este lugar!”. ¡Este lugar de Jacob no es sino un tipo del lugar que es el sagrario y cuya presencia es mucho más verdadera que la del lugar de la escalera de Jacob! Lo mismo se puede decir de la Zarza Ardiente, donde Dios se presenta como “Yo soy”; en el sagrario está, en su presencia personal, corpórea, aunque escondido en las especies, el mismo “Yo soy” que ha hablado a Moisés. Son ejemplos que nos ayudan a profundizar el tremendo misterio de la presencia eucarística.

¿Por qué distingue entre presencia de Dios y presencia ante Dios?

Esa distinción es metódica y me permite en el libro presentar, por un lado, los distintos modos de la “presencia de Dios”, quiere decir, los modos de la acción presencial de Dios; por otro lado, con la idea de la “presencia ante Dios”, presento nuestras respuestas a la acción presencial del Señor. Quiere decir: el Señor se hace presente, eso es la presencia de Dios; y nosotros respondemos a esta presencia, esa es nuestra presencia ante Dios.

Dios se hace presente de modos muy diversos en intensidad: está presente como Creador en todas las creaturas, como Padre en el alma de los bautizados, como Hijo en la Eucaristía. Y en la Eucaristía Lo podemos contemplar escondido en el sagrario, visible en la custodia o en extraordinaria unión en la Comunión. Nuestra respuesta también es diferente ante estos modos de presencia del Señor.

¿Por qué esa presencia debe llevar a una entrega a Dios?

Todos los caminos espirituales que la Iglesia propone nos dirigen hacía algo inusitado: ¡la guerra espiritual es la única que se vence cuando se es vencido! El Señor nos lo enseña: hay que disminuir, para que Él crezca, como ya hemos visto; pero también dice que “quien quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por Mí la salvará”, o “el que entre vosotros quisiere ser el primero, será siervo de todos. Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida”. Así, es inevitable que en el camino de santidad uno tenga que morir a sí mismo, pero no como en las formas de orientalismo, como una disolución del “ego”; no se trata de “matar al ego”; el “ego”, el “yo”, es justamente el centro a partir del cual la persona se puede exprimir como tal. De lo que se trata es de rectificar, purificar el “yo” y sus tendencias desordenadas. Cada uno de nosotros, con las particularidades que tiene, es una bendición para el mundo, pero es necesario purificar al alma para que se sepa realmente lo que se es frente a Dios y lo que se debe ser, lo que Dios quiere que seamos en el mundo, o sea, la razón por qué nos ha creado, nos ha sacado de la nada! Es esto la vocación.

En nuestro camino de santificación, deberemos entregarnos al Señor, para que Él nos conduzca hacia sí mismo. Y esto lo haremos tanto mejor, cuanto más nos entregamos a María, que es nuestro modelo, nuestra forma: ella que ha dado su “sí” para que solo quedase la presencia del Señor, para dar todo al Señor y ser transformada en Él.

¿Por qué propone hacerlo a través de la consagración a María?

La Santísima ha sido el primer sagrario. En el momento de la Encarnación, María llevó a Jesús consigo, pero de un modo que tiene mucha semejanza con la Eucaristía, pues la Virgen está unida al Señor, es ella quien le da la sangre y el cuerpo. En la Comunión, el Señor une Su Sangre a la nuestra, pues cuando comulgamos, el Señor es, en verdad, quien nos comulga a nosotros, así lo dicen santos como San Bernardo o Santo Tomás. María da la sangre y el cuerpo al Señor en la encarnación y, en la comunión, es el Señor quien nos da Su Sangre y Su Cuerpo, transformándonos en Él.

Por otro lado, María es aquella por quien todas las gracias llegan a nosotros, en particular las gracias de santificación, por su unión con el Espíritu Santo. Quien se santifica lo hace por María, aunque no lo sepa. Se puede decir que María nos ha dado Jesús y que no es necesario ir a María para andar a Jesús, pero sabemos que el Hijo, en Su último gesto, en la cruz, nos ha dado a Su Madre. Y con esto nos ha indicado un camino, el camino. Es mejor para nosotros ir a Jesús por María, porque, por un lado, María nos perfecciona y ella misma, en particular si hacemos la consagración mariana, asume esa misión; por otro lado, el esplendor de la Verdad es tal que la Virgen sirve de mediadora para que podamos ver la Luz con más suavidad, con la suavidad que conviene a cada uno de nosotros en particular: para ojos habituados a la noche, como los nuestros, es mejor empezar por mirar la luna, que reflecta la misma luz del sol, pero más suave. Pretender ir a Jesús directamente puede también esconder un cierto orgullo. No digo que sea así necesariamente, pero puede ser.

Finalmente, María debe ser nuestro modelo perfecto, en todo, y así deberíamos moldar nuestra alma a su forma. San Maximiliano María Kolbe llama a María la “substancia de toda la santidad” y compara, por analogía, la consagración a María con la transustanciación. La finalidad de la consagración a María es la “transustanciación” de nuestra alma en la suya, siguiendo la analogía de que en la Eucaristía, a la consagración de las especies, se sigue la transustanciación. De este modo, la Virgen nos encamina para que aprendamos a ser sagrario, a ser conscientes de que llevamos al Señor.

¿Qué es ser sagrario?

A imitación de la Virgen, también nosotros deberíamos procurar ser sagrario, pues esto es como el culminar del “pequeño camino del sagrario”. La frecuencia del sagrario, la convivencia con el Señor en Su presencia eucarística, nos llevará a tomar conciencia de que llevamos al Señor en nosotros en dos modos de presencia: la presencia eucarística y la inhabitación trinitaria. Cuando comulgamos, durante todo el tiempo en que las especies no son absorbidas, tenemos al Señor en Su impresionante presencia eucarística, quiere decir, en Su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Su Cuerpo está unido a nuestro cuerpo, Su Sangre a nuestra sangre, Su Alma, con todas Sus virtudes(!), a nuestra alma y Su Divinidad nos quiere divinizar. Es tan grande lo que el Señor nos da en esta unión, que es difícil creerlo…

Por eso, deberíamos meditarlo profundamente, esto debería ser el fundamento de la catequesis, pues se trata del más grande misterio del Amor de Dios por nosotros; ¿y qué hacemos, normalmente, después de comulgar? ¡Terminada la Santa Misa, salimos de inmediato y nos marchamos a prisas, o nos quedamos charlando en el exterior; en ambos casos, probablemente olvidados de que aún tenemos en nosotros, unido a nosotros, el Señor del universo que tiene sed de almas: viene a nosotros como un amigo y nosotros Lo abandonamos, lo dejamos solo, sin compañía! Y perdemos así este momento en que tenemos Dios unido máximamente a nosotros, Dios, nuestro centro, Dios, centro del mundo, centro del tiempo.

El otro modo de ser sagrario es la presencia trinitaria en el alma, desde nuestro bautismo, y que está siempre con nosotros, en nosotros, desde que estemos en estado de gracia. Siempre deberíamos procurar estar conscientes de que somos como un sagrario que camina por las calles, llevando la presencia de la Santísima Trinidad en el centro de nuestra alma. ¡Esta presencia es real, personal y no abstracta! ¿Cómo debería ser nuestro comportamiento si fuéramos conscientes del tesoro que tenemos en nosotros? Podemos también mirar a nuestros hermanos desde este lugar y ver en ellos esta misma presencia. Hay un inmenso cambio en nuestra relación con los otros, cuando los vemos desde el punto de vista de la presencia de Dios.

¿Por qué la presencia eucarística de Nuestro Señor es el centro del mundo y del tiempo?

Donde está tu tesoro, ahí está tu corazón, donde está el Señor, ahí está el centro, porque Él es el verdadero centro, del cual todos los otros no son sino imagen. Lo mismo vale para el tiempo, porque en el sagrario está el Eterno, pero que se ha encarnado. Así, en la encarnación del Eterno, tenemos el cruce entre el tiempo y la eternidad; dicho de otro modo: ahí es donde la creatura temporal encuentra la eternidad. Encontrando a Dios en el sagrario, estamos cara a cara con la eternidad encarnada en el tiempo. Son misterios tremendos, talvez para meditar quien tenga una mente más de tipo filosófico o metafísico. Y a cada Santa Misa lo que pasa es como una inserción del Eterno, de Dios, en el tiempo y una salida de nosotros desde el tiempo para la Eternidad.

¿Qué importancia tiene el santo sacrificio de la Misa y la transustanciación?

Un hombre que recibe el sacramento del Orden, pertenece, desde ese momento, a un linaje que, recuando, lleva al Señor, a la última cena. Un hombre, en cuanto tal, no es nada, pues no tiene poder alguno para conferir un sacramento. Quien lo hace todo es el Señor o, dicho de otro modo, el sacerdote lo hace in persona Christi. Se puede ver la suprema dignidad de un sacerdote

Tal como se puede decir que solo hay un sacerdote que es Jesús, también se puede decir que solo hay una Santa Misa: la que se pasó entre la última cena y el calvario. Así, en la Santa Misa, lo que asistimos no es a la celebración de este u otro sacerdote, sino al Señor en la última cena y el calvario. También por esto el sacerdote debería procurar “disminuir” para que el Señor “crezca” y los fieles puedan ver, a través de él, a Jesús; cuanto más transparente sea el sacerdote, más vemos la luz del Señor en sus gestos litúrgicos. O, dicho de otro modo, cuanto menos se vea el hombre y más se vea el sacerdote, más se verá al Señor. La primera catequesis no son las palabras del sacerdote en la homilía, sino la dignidad de sus gestos y el respeto que pone en la Santa Misa.

En la Santa Misa, el Señor es el sacerdote, la víctima y el altar donde se renueva el sacrificio. Es ahí donde se “hacen nuevas todas las cosas”. ¡En el momento de la consagración asistimos a algo más grande que si pudiéramos asistir a la creación del mundo! En la creación del mundo, Dios crea algo de la nada, pero lo que crea son creaturas, naturalmente. En el momento de la consagración, es Dios mismo quien se torna presente, como en el momento de la encarnación. Seguimos viendo la apariencia del pan y del vino, pero ya está ahí solo el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del Señor. Es el mayor acontecimiento del mundo. Nada es comparable con este misterio del amor de Dios.

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