Europa y la Cristiandad
El concepto de Europa nace como enemigo y sustituto de la Cristiandad (Christianitas maior), golpeada por el cisma griego, el protestantismo alemán y el racionalismo francés. Se plasma materialmente por primera vez cuando el cristianísimo rey de Francia se alía con el infiel otomano para perjudicar a la dinastía rival Habsburgo, y llega al triunfo con la filosofía política implantada tras la paz de Westfalia, de 1648. Allí termina el imperio cristiano (la universitas christana) y la supremacía moral del papado, y comienza la “razón de estado” y la voluntad del “soberano” como fuente del orden político. Aparecen los estados-nación, que se justifican a sí mismos, y cuya prosperidad y engrandecimiento no conoce ya límite ético, ni externo ni superior.
La religión predominante en cada estado se convertía en oficial (cuius regio eius religio), y rota la unidad religiosa ya no fue posible encontrar otra. Se abrió un siglo largo de guerras entre naciones, ya no religiosas, sino mundanas y mercantilistas, chatas, enanas, egoístas, dirigida por reyes absolutistas que se habían arrogado la soberanía de Dios con soberbia apenas fingida. En ese ambiente crece el pensamiento político voluntarista iniciado por Hobbes, y a través del itinerario de la llamada ilustración ateísta, el liberalismo, su hijo preclaro.
Elías de Tejada sostiene que tras la rota del imperio cristiano en Westfalia, la monarquía hispánica (¡la Católica Majestad!) se erige en una Christianitas minor, una Cristiandad menor, una suerte de reserva espiritual del cristianismo limitada a las tierras gobernadas por los reyes que ya lo son de una Hispanidad germinal, pese a que también el absolutismo bodiniano borbónico e ilustrado llegó hasta ese trono a partir de 1700. Las obsoletas guerras de religión fueron reemplazadas por conflictos por la posesión de colonias, por la disputa de viejos ducados o para sentar en los tronos de Europa a los candidatos preferidos cada monarca.
La revolución burguesa de Francia, y su corolario napoleónico, inicia el primer proyecto de unión de naciones liberales sobre similares principios. Si Bonaparte trata de reconstruir el imperio romano sobre las bases de la Francia revolucionaria y masónica, el resto del siglo verá la lucha entre los colosos galo y alemán- inflados por su potencia industrial- por la preeminencia sobre el continente en base al orgullo de la identidad propia. Las tres guerras de 1870, 1914 y 1939, adobada ya la última con la guerra de ideologías totalitarias, comunista y nacional-socialista, son el sangriento itinerario de la busqueda violenta de esa unión europea desde el liberalismo.
No olvidemos la acción contínua del herético Reino Unido (verdadero poder terrenal al servicio del error teológico) y sus logias, tan pertinaz durante los últimos siglos en impedir esa unión para su conveniencia como en implantar la sacralidad del individualismo y el libre flujo de mercancías y capitales. El heredero yanqui toma el testigo durante las tres décadas que median entre 1918 y 1948. Su sol asciende junto a la disolución del imperio británico.
¿Y España? Dulce y decoroso fue para los españoles resistir los embates de la revolución y morir por su Dios y su Rey, tanto en la francesada de 1808 a 1812, como posteriormente en las guerras de los realistas contra los liberales en 1833, 1846 y 1872. El carlismo quedó constituido como Christianitas minima, la Cristiandad mínima, a partir de ese momento, pero su fracaso supuso la entrada de la antigua Monarquía Católica, degradada a monarquía parlamentaria, en el concierto de las naciones liberales de Europa, con escaso o nulo papel. El rey en cuyos dominios no se ponía el sol se convirtió en figurante de la comedia continental, hasta que la revolución burguesa le expulsó del trono de San Fernando (indignamente devaluado a mero adorno) que detentaba. Nuestra patria se convirtió en otro campo de batalla europeo entre el agresivo marxismo y las fuerzas contrarrevolucionarias, y el carlismo se cubrió de gloria, aportando su fuerza a la derrota del comunismo, para ver como el dictador militar Franco acabó, en sus últimos años, entregando el poder a los liberales que habían triunfado en toda Europa, por medio de una segunda restauración del jefe de estado coronado de una república española vergonzante.
Pero el comunismo había triunfado en la Europa Oriental, y la nueva “guerra fría” elevó a la alianza anglosajona (Estados Unidos y su ahora apéndice Reino Unido) como primera potencia anticomunista. Los pueblos de Europa no dominados por el marxismo fueron casi en su totalidad “invitados” a formar parte de la Alianza militar del Atlántico Norte. Y fue el poder de Washington el que empujó a alemanes y franceses, enemigos seculares, a unirse ahora para defenderse del coloso socialista ruso. Frente a la amenaza que suponía la unificación forzada de Europa por el comunismo, el tratado de París de 1951 ponía las bases de la reconciliación y la cooperación entre los viejos enemigos. Pero dos potencias que habían construido su identidad liberal sobre el más rabioso nacionalismo (de corte racionalista el francés, y de corte romántico el alemán) no podían federarse sin más. Fue mucho más simple crear un espacio económico común, plasmado en el llamado “Tratado del carbón y del acero” que regulaba estas materias primas, y que se fue ampliando en países y mercancías hasta constituir la llamada Comunidad Económica Europea en 1957, una unión de libre comercio.
La unión comercial funcionó razonablemente bien durante décadas, incorporando más y más países ansiosos de obtener las ventajas del mercado común (¡incluyendo incluso la candidatura de algunos no europeos, como Marruecos y Turquía!). Caído el muro de Berlín y derrotado el comunismo, el movimiento del Nuevo Orden Mundial consideró que Europa estaba preparada para convertirse en el laboratorio de experimentación del primer gobierno mundial, y diversas fuerzas impulsaron la conversión del Mercado Común en una “Unión Europa”, una entidad supranacional federal y con personalidad jurídica propia. Los tratados de Maastrich en 1992 y el de Lisboa de 2007 han ido en esa dirección, pese al fracaso del intento de elaborar una Constitución europea liberal en los referendums de 2004 (para vergüenza nuestra, fuimos el único país que aprobó el engendro mundialista por sufragio).
Los terribles golpes de la crisis económica de 2008, provocada por la codicia y la economía especulativa, y el azote del terrorismo islamista salafista, han puesto a prueba esa supuesta “voluntad europeísta”. El mundialismo se está enfrentando a un rebrote del nacionalismo en los países europeos más poderosos, que reclama retomar la soberanía nacional. Los burócratas del “gobierno europeo” asisten nerviosos y desorientados al ascenso de los Syritzas, los Pegidas, el lepenismo en Francia, el FPÖ austríaco, el PVV holandés, y finalmente el llamado Brexit liderado por los nacionalistas británicos del UKIP.
Europa nació contra la religión cristiana, pero la religión, como bien enseñaban Platón o Voltaire, es necesaria a las sociedad y por tanto a los estados. En ausencia del Dios cristiano, los hombres se entregan por doquier al dios-nación. A despecho de los esfuerzos de la demagogia progresista cosmopolita, generosamente financiados por los poderosos de Occidente, los europeos no terminan de sentirse ciudadanos del mundo ni están dispuestos a ser sojuzgados por poderes ocultos tras gobiernos mundiales imposibles de controlar. En estos días, Europa no parece que vaya a ser el germen de ese proyecto del Nuevo Orden Mundial. La Unión Europea entra en crisis en cuanto pretende superar su vocación natural de Zollverein o zona de libre comercio.
La tarea de los católicos no ha cambiado. Las crisis cíclicas del liberalismo (que parecen abocarnos a una nueva era de las naciones, confiamos que menos sangrienta que la previa) son inherentes a su propia debilidad filosófica. Del mismo modo que el interés nunca formó matrimonios santos ni familias fuertes, jamás el materialismo unió fraternalmente a los pueblos. Nuestra “Cristiandad mínima” puede parecer humilde, e incluso ridícula a ojos mundanos, pero somos vasijas de barro que custodiamos una gran luz, somos cestas de mimbre que guardan un gran tesoro: el de servir de punto de partida para restaurar la Cristiandad cuando Nuestro Señor se sirva arrojar al diablo y sus siervos de su podio mundano. Cuando nuestros hermanos engañados por el ateísmo quieran descubrir las raíces de su ser social en la Universitas Christiana, en la fe en el mismo Salvador y la pertenencia a la misma Iglesia. Esa será la verdadera y única unión genuina.