En la conquista de Nuevo México. La guerra de los dos saltos.
Éste es el relato de una antigua historia, de hace ya muchos años, demasiados. Un relato de viejas espadas, de cuando las viejas espadas no eran viejas, cuando los españoles eran conscientes de quienes eran y de la herencia que habían recibido y se sentían orgullosos de ello, se sentían herederos de una tradición heroica que despreciaba cualquier sacrificio, incluso la vida si estaba en juego su honor personal, el de su rey, el de su patria o el de su Dios. Una de las últimas conquistas que hicieron los españoles en el Nuevo Mundo a finales del siglo XVI, fue la de Nuevo México.
Los personajes de esta historia fueron, por un lado, doscientos españoles al mando de Juan de Oñate y por otro, unos treinta mil indios, pueblos y navajos.
Las primeras noticias de la ciudad de las nubes se deben a la expedición de fray Marcos de Niza, el cual encontró a unos indios pueblos que le relataron una extraña leyenda de una poderosa e inexpugnable ciudad suspendida de las nubes. Al conocer esta historia, Francisco Vázquez Coronado y sus hombres fueron atraídos hacia allá quedando mudos de asombro al ver aquellos farallones de más de trescientos sesenta y cinco pies de altura, Coronado describió la ciudad como uno de los lugares más fuertes que hemos visto. Se trataba de la ciudad de Acoma, cuyo único acceso en aquellos tiempos era un conjunto de escaleras casi verticales cortadas en la roca que se asomaban al precipicio. Se cree que este fue el primer contacto de europeos con la ciudad de Acoma. Coronado y los suyos fueron tratados con hospitalidad, debido, seguramente, a que los indios quedaron impresionados ante aquellos hombres barbados y montados sobre aquellos extraños animales y también a que los indios pueblos de Acoma veían en los españoles a unos posibles aliados frente a su peor pesadilla, los indios apaches.
Pasaron los años, cerca de cincuenta, hasta que los indios de Acoma, volvieron a ver a los españoles, fue en 1.598, cuando otra expedición, la de Juan de Oñate, apareció por aquellos lugares, nuevamente, los indios, trataron con cortesía a los recién llegados. A la vista de esta actitud pacífica, Oñate, decidió fundar la ciudad de San Gabriel, y comenzó la exploración y poblamiento del nuevo territorio, Nuevo México, fundándose por doquier misiones para la evangelización de los indios, estos se iban sometiendo pacíficamente, todo estaba en orden, la situación parecía controlada, cuando Juan de Oñate decide enviar una expedición para explorar la parte oriental al mando de Juan de Zaldívar, que salió el día 18 de noviembre de ese año camino de la ciudad de las nubes, Acoma, llegaron en los primeros días de diciembre.
Cuando los españoles llegaron hasta el pie de la ciudad, sus gobernantes, bajaron a recibirlos volviendo a mostrar su cordialidad y hospitalidad e invitaron a Zaldívar y sus compañeros a visitar Acoma, y aunque impresionados por la altura de aquella ciudad colgada del cielo, Zaldívar y otros quince españoles, accedieron a visitar Acoma. Lo que los españoles no se esperaban era lo que los indios habían tramado allá en las alturas. Zaldívar, no obstante, como soldado veterano, dejó a otros tantos hombres abajo, al cuidado de los caballos, así, los españoles que subieron, fueron visitando toda la ciudad, mientras los indios que se la iban enseñando les hacían toda clase de obsequios y zalemas, de esta forma, consiguieron que los españoles, se fueran separando y alejando unos de otros. De repente, el jefe de los indios, dio un estentóreo grito guerrero, que fue el inicio de lo que tenía que ser el exterminio de nuestros compatriotas, pero lo que ignoraban los indios era que se enfrentaban a españoles del siglo de oro y así, la lucha fue épica, pero desigual, la mayoría de los españoles, sorprendidos por los acontecimientos fueron cayendo uno tras otro. No obstante, algunos de ellos, y a pesar de la desventaja, a golpe de espada y gritando ¡Castilla!, ¡Santiago!, se fueron reuniendo poco a poco, todos heridos por macanas, flechas, cuchillos de piedra, etc. Al final quedaban cinco españoles, que lidiando como posesos, intentaban llegar al sendero de bajada, pero no lo consiguieron. Con las espadas chorreando sangre enemiga, cubiertos de heridas y acribillados a flechazos, fueron empujados hacia el precipicio, allí siguieron luchando, vendiendo caras sus vidas con un coraje sobrecogedor, al final no les quedó otro remedio que saltar al vacío. Fue un salto alucinante de más de cuarenta metros y ocurrió lo ilógico, algo que todavía algunos consideran milagroso, sólo uno murió en el intento, los otros cuatro, aunque malheridos, consiguieron salvar la vida, sus compañeros al verlos caer, los auxiliaron y se refugiaron bajo unos riscos.
Conscientes de lo que significaba la encerrona y el peligro en el que se encontraban todos los españoles de Nuevo México, se dividieron en grupos y partieron, aprovechando la ventaja que les daban los caballos, para avisar y poner en guardia a sus compatriotas. Todos se reunieron en San Gabriel antes de que a los indios les diera tiempo de hacer nada gracias a la rapidez de los caballos. Allí, se improvisaron defensas y fortificaciones, se hizo acopio de provisiones y hasta las mujeres y niños se aprestaron a la defensa. Pero de momento los indios no atacaron.
Juan de Oñate y sus oficiales se reunieron en consejo de guerra, sabían que lo de Acoma era el principio de una rebelión generalizada y decidieron que había que responder al golpe con otro golpe que cortara de raíz la rebelión o de lo contrario, significaría la expulsión de los españoles de Nuevo México. El problema era que los españoles, apenas contaban con doscientos hombres de guerra y si querían triunfar debían conquistar la más inexpugnable de las ciudades antes de que los indios atacaran San Gabriel. Así pues decidieron que el objetivo era la conquista de Acoma donde los indios contaban con más de trescientos guerreros a los que se le habían unido algo más de cien guerreros navajos. En total contaban con unos quinientos hombres de combate en una fortaleza imposible de debelar, pero Oñate sabía que la conquista de la ciudad era inexcusable, la vida de las mujeres, de los niños, de los misioneros y de todos los españoles de Nuevo México dependía de ello.
Se organizó la expedición con setenta hombres al mando del sargento mayor Vicente de Zaldívar, hermano de Juan de Zaldívar, muerto en la anterior encerrona. Los españoles eran soldados veteranos y sabían a lo que iban, a vencer o a morir, se jugaban el todo por el todo, no cabían medias tintas, era la forma que tenían de entender la vida, no sabían vivir de otra manera. Con ellos llevaban por toda artillería un cañón pedrero, por defensas llevaban escarcelas, algunas corazas o gastadas cotas de malla y por armas de ataque sus espadas de acero toledano, mosquetes y arcabuces. Ni más ni menos que las que por aquellos días estaban usando los tercios de España en toda Europa y el Mediterráneo.
Partieron de San Gabriel y llegaron el 22 de enero de 1.599. Los indios, sabedores de que los españoles se dirigían a la fortaleza, se habían fortificado a conciencia, habían ido acumulando defensa tras defensa a lo largo de la única subida a la altura, tenían preparadas sus armas y acumuladas toda clase de provisiones. Estaban convencidos de que nuestros compatriotas nunca conquistarían Acoma, pues parecía imposible desbordar los obstáculos que los indios habían ido acumulando en el camino que bordeaba el precipicio.
Lo que ocurrió constituye uno de los episodios épicos más memorable de toda la historia de América del Norte. Al pie de la fortaleza, los españoles se encontraron a los indios con los cuerpos pintados de negro, insultándoles, dirigiéndoles gritos de desafío y vituperio, gritos de alguien que estaba convencido de su ventaja y de que los españoles nunca conquistarían la altiva ciudad suspendida del cielo. Los indios, todavía no sabían quiénes eran los españoles. Un heraldo se acercó, y haciéndose oir, reclamó la entrega de los responsables de la anterior matanza en nombre del rey de Castilla, si así se hacía, Acoma no sufriría ningún daño. Sólo recibió una ensordecedora salva de gritos, silbos y vilipendios. Zaldívar, sabía que con los medios de que disponía, era muy difícil la conquista de aquella inmensa mole, pero su código de honor le exigía tomar aquella fortaleza de alguna manera y estaban solos a los pies de aquella inmensidad, donde los indios no estaban dispuestos a dejarse vencer de ninguna manera. Pero se trataba de los descendientes del Cid y de pelayo y eso pesaba y les obligaba a realizar una hazaña de la que no existe igual en la historia. Eso era algo que no sabían los indios, por eso se sentían tan ufanos y tan seguros.
Para entonces, Zaldívar ya tenía en mente un plan de ataque, era un plan basado en la sorpresa, un plan arriesgado, no obstante, había que intentarlo, conocía a sus hombres y confiaba en ellos.
Durante de la noche del 22 de enero de 1.599, Zaldívar mandó a doce de los suyos a la parte más escabrosa de la montaña cargando con el cañón pedrero, se pusieron sus cotas y sus morriones y mientras oían los cantos de guerra de los indios, que celebraban su victoria por anticipado, engrasaron todo lo que llevaban de metal para evitar cualquier ruido, se pintaron sus caras de negro, lo mismo hicieron con sus armaduras para que no brillasen en la oscuridad y empezaron a escalar el farallón, poco a poco, en plena noche cargando con el cañón atado con cuerdas. Los indios no se percataron de la maniobra y al amanecer, Zaldívar envió a sus arcabuceros a la parte norte de la roca y desde allí empezaron a disparar contra los indios a los que apenas causaban daño, tuvieron que acercarse más, pero entonces, fueron los indios los que los acribillaron a flechazos hiriendo a unos cuantos. Los indios, habían caído en la trampa y mientras se enfrascaban en la lucha contra los españoles del lado norte, los doce escaladores habían culminado su ascensión por la pared más escabrosa, pero resultó que estaba separada por un inmenso tajo del resto de la montaña, donde estaba la ciudad. Tanto esfuerzo, para nada. De todas formas, cargaron su cañón pedrero y lo dispararon contra una casa de la ciudad, pero de momento, los españoles no podían pasar de allí, la ventaja de la sorpresa se había perdido y los indios se concentraron entonces en la defensa de la ciudad por ese punto durante todo el día. A la vista de lo ocurrido, durante la noche siguiente, algunos de los que estaban arriba bajaron y junto con los que aguardaban abajo, se convirtieron en leñadores y talaron algunos pinos que venturosamente se encontraban por la cercanía y los subieron hasta donde estaban esperando los demás y detrás subieron los demás españoles. Durante el resto de la noche construyeron una pequeña y frágil pasarela y al amanecer un pequeño grupo la tendió de parte a parte y más veloces que el viento cruzaron antes de que los defensores quisieran darse cuenta. Los españoles ya estaban en Acoma, ya habían superado todos los obstáculos pero, uno de los soldados que cruzó precipitadamente la pasarela, cortó accidentalmente la cuerda que la sostenía quedando ésta colgando en el precipicio. De pronto el pequeño grupo que ya había cruzado, se vio aislado y separado de sus compañeros, los indios ya habían reaccionado y los españoles sabían que nada podían hacer sino bien morir plantando cara al enemigo y así se dispusieron a la defensa, hombro con hombro y espalda con espalda, mientras que los que quedaron al otro lado del tajo quedaron impotentes, no podían cruzar, no podían disparar sus arcabuces porque a los primeros heridos serían sus compañeros. Los que habían cruzado, tenían a su favor su destreza con las armas y sus defensas de cuero, pero dada la diferencia numérica, era cuestión de tiempo que todos terminaran sucumbiendo y los indios que lo sabían arreciaron en su acometida. Algo había que hacer, pero nadie sabía qué, cuando de pronto un soldado llamado Gaspar Pérez de Villagrá, salió corriendo hacia el precipicio y dando un impensable salto alcanzó el otro borde de la sima, consiguió llegar hasta el cabo de la cuerda que quedó suelto, lo agarró lo llevó hasta su asidero poniendo de este modo nuevamente la pasarela en servicio para que el resto de los soldados pudiera salvar el precipicio.
Gaspar Pérez de Villagrá había dado el segundo salto de esta guerra, pero esta vez en horizontal y fue tan trascendental como el primero para asegurar la presencia de los españoles y del Evangelio en Nuevo México.
Ya estaban todos los españoles frente a Acoma, ya no habría nada ni nadie que los parase. Los soldados de Zaldívar, aunque en desventaja de uno a diez, fueron abriéndose paso entre horrísonos cantos y gritos de guerra, ninguno de los dos bandos parecía humano, la lucha fue brutal, alrededor de cada español iban cayendo los valientes indios pueblos y navajos que se les enfrentaban, los españoles, por su parte, estaban caca vez más agotados por el no dormir, el poco comer y beber, por el esfuerzo realizado y por la gran cantidad de heridas que recibían en cuerpo y cabeza, pero seguían avanzando, por lo que los indios recurrieron a la defensa calle por calle y casa por casa. Los españoles recurrieron al envío nuevamente del heraldo ofreciendo el perdón pero, por tres veces los indios lo rechazaron. No quedaba más remedio que continuar el combate aunque ya el cuerpo dijera que no podía más, pero continuaron y empleando el cañón iban derribando una por una las paredes de las casas que con tanto esfuerzo habían construido los indios y por las brechas que se abrían penetraban los españoles, hasta que por fin el 24 de enero, los indios empezaron a acusar cansancio y debilidad. Los ancianos salieron de sus abrigos pidiendo la paz, mientras muchos de sus guerreros prefirieron precipitarse en el vacío, algo que recuerda a la gesta de los celtíberos en Numancia. Los españoles no se hicieron de rogar y de inmediato aceptaron la paz que se les demandaba. Ya no podían más.
La ciudad quedó en ruinas y la noticia de su suerte corrió por todo el territorio, lo que hizo que el resto de indios pueblos que se preparaban para el asalto de San Gabriel, desistieran de su intento y en su lugar prefirieron presentarse ante Juan de Oñate para manifestar su sumisión. Todos los españoles quedaron heridos y las cicatrices de esas heridas las llevaron durante el resto de sus días en cuerpo y cara como testimonio del heroísmo de aquellos días.
Y tras la rendición vino la evangelización. Pero este es otro capítulo de la historia de Nuevo México digna de ser contada en otro y más detallado relato.