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20 de junio de 2023 0

El mes del orgullo político

(Por Javier Garisoain) –

Ahora que se nos viene encima otra campaña electoral conviene recordar que el pecado típico del político es el orgullo y que lo único que ha podido amortiguarlo en la historia es el sistema hereditario, la elección por sorteo, o la formación moral.

Cuando uno llega a un gobierno por la acumulación aparente de méritos propios (por ser más fuerte, más listo, más guapo o más rico que sus competidores) está perdido, a no ser que disponga de una moral recta así como de un buen confesor a su lado. La acumulación de parabienes, peloteos y palmaditas puede ser abrumadora y la capacidad de resistir a todo ello, menospreciando los halagos, excede a las meras fuerzas humanas. El orgullo es autodestructivo y contagioso y por eso, si los aprendices de político se fijaran no sólo en los triunfos de los poderosos de la historia sino también en sus finales, entenderían en primer lugar que todos terminan, y segundo, que pocos terminan bien.

La escuela maquiavélica -siempre las escuelas son peores que su fundador- ha envenenado a todos los ambiciosos de los últimos cinco siglos con promesas falsas de gloria y fama. Al principio sus consejos parece que sirven. Al final lo destruyen todo, y es porque no suelen tener en cuenta el pecado de orgullo. Siempre tener explicaciones, jamás rectificar, no conceder ni un ápice de razón al adversario… Así son las guías morales del típico político de la partitocracia. ¿Cómo extrañarnos de que abunden en el oficio los psicópatas, los chulos y los desvergonzados? ¿Qué dice el manual del buen político democrático? Que ante la crítica, comprar al periodista. Ante la hemeroteca, cinismo. Ante el error evidente, el contraataque. ¿Qué político en activo ha reconocido un error? ¿Quién ha pedido perdón? Lo que está mal está mal y no se pierde dignidad por reconocerlo, pero… Los narcisismos de uno, los enfados gesticulantes de otras, y hasta la doble vara de medir típica de la izquierda, con ser significativos, sólo son la punta más ridícula del iceberg. Estamos, en general, en manos de incompetentes y desaprensivos… y orgullosos.

El “recuerda que eres mortal” de los antiguos triunfadores entrando en Roma; el cilicio del rey San Luis; los confesores incómodos de Isabel la Católica… Los gobernantes sabios procuraron algunos medios para contener el poder del orgullo. ¿Y quién lo frena en este mundo moderno, cuando el mismo acceso al mando, a través de los comités de listas, aparece contaminado por el orgullo expreso de ser “cabeza de cartel”? Todos los jefes deberían llegar a su mando de forma natural, por herencia, por pura inercia, por simple eliminación, por sorteo… suavemente, de forma análoga a cómo recibe su autoridad un padre de familia.  O, en último extremo, por medio de una votación sin publicidad, como sucede con el ritual discretísimo que los cardenales de la Iglesia tardaron siglos en perfeccionar. Los políticos son altamente dañinos cuando están infectados por una ideología. Pero lo que los hace verdaderamente insufribles es la campaña electoral.

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