El grave problema de la inmigración marroquí.
La alborada, que tiene como obligación suceder a la noche, no llegaba, y ya era la hora. Ya estábamos muchos trabajando y seguía la oscuridad nocturna, solamente iba cambiando el color del cielo, de aquel negro mate, el cielo fue virando a ocre, pero un ocre oscuro, oscurísimo. Y lo que se suponía que debían ser nubes, parecían enormes masas pétreas evolucionando sobre nuestras cabezas, y la gente empezó a pensar en el Apocalipsis, más de uno pensó muy seriamente que se habían levantado por última vez en su vida. Pero luego de media hora de aquel ocre espectáculo, el cielo empezó a tronar, una gran batería eléctrica empezó a retumbar por toda la ciudad, y las centellas resplandecían a través de aquellas nubes de apariencia rocosa. Después vino la lluvia, pero he aquí que no llovía agua como era de esperar, lo que llovía era barro. Un barro amarillento y pegajoso que caía sobre la ciudad como una venganza: “chaf, chaf, chaf, chaf”.
-Todo eso, -dijo alguien-, no es más que arena del desierto, que viene traído por una borrasca desde Marruecos, lo he oído en la radio cuando venía en el coche.
Esta aclaración hizo que la gente se calmara un poco, pero la lluvia seguía: “chaf, chaf, chaf, chaf”, y así siguió lloviendo un buen rato, mas luego empezaron a llover dátiles, y esos dolían y abollaban los coches y después de los dátiles llovieron los camellos, siete fueron, solo siete, cada uno con su joroba, pero como eran muy grandes, se hicieron notar. Luego dirán que en esta ciudad somos unos exagerados, pero nosotros no tenemos la culpa de que pasen las cosas que pasan. Mientras todo esto ocurría, en los colegios se interrumpieron las clases para que los niños pudieran admirar aquel fenómeno de la naturaleza, mientras los profesores de ciencias naturales les iban explicando aquel fenómeno. Lo que no pudieron explicar fue lo de los camellos.
Al fin, terminó la lluvia y las nubes se volvieron blancas y la luz del sol empezó, a través de ellas, a iluminar tímidamente la ciudad. Mi pobre ciudad estaba llena de barro y los coches, enterrados en arena del desierto. De todas formas, -todo hay que decirlo- hubo quien le sacó provecho y llenó dos macetas con esa tierra y plantó unos geranios preciosos. Y como siempre ocurre, se le echó la culpa de todo al alcalde y rápidamente surgió una manifestación espontánea en protesta y llevaban una enorme pancarta que decía “Alcalde, guarro, queremos tormentas sin barro”. Al presidente del gobierno todo esto le pareció estupendo porque el alcalde era del otro partido.
Pero lo malo para él llegó al día siguiente, cuando, por puro y cotidiano trámite, el gobierno de Lluvistán quiso deportar a los marroquíes que habían llegado hasta aquí sin papeles. Se negaron en redondo a marcharse. Gritaban como posesos:
-¡Estamos en nuestra tierra!, ¡esta es nuestra tierra! Y se presentó un serio problema jurídico, porque en puridad, tenían parte de razón. Nadie sabía qué hacer.
Por otro lado, el Gobierno de Marruecos hizo una reclamación formal al embajador de Lluvistán para que les devolvieran “su” tierra y además reclamaban siete camellos, una chilaba y dos babuchas. Lo de la tierra y los camellos ya lo sabían en el gobierno, pero de la chilaba y las babuchas nadie sabía nada, y los camellos llegaron tan estropeados que no hubo forma de recomponerlos. De los dátiles nadie dijo nada. Menos mal, un problema menos.
El conflicto llegó a la ONU y Lluvistán estaba recibiendo críticas de todas partes por no devolver lo que no era suyo y por querer expulsar de “su” tierra a aquellos no-inmigrantes, ya que ellos decían que no habían llegado en patera, sino que había sido abducidos por la tormenta de arena y depositados con ella en Lluvistán.
Se entablaron negociaciones bilaterales. Como no se llegaba a un acuerdo, intervino USA como intermediario y las cosas se estropearon más todavía tal y como era de esperar. Después quiso intervenir Rusia, pero no dio tiempo, de haberlo hecho, nadie sabe como hubiera acabado la cosa.
La oposición como siempre, en plan carroñero, en vez de apoyar al gobierno acosándole por no saber dar solución al problema.
Pero, Mariano, siempre tenía un as en la manga. Bueno, en realidad no la tenía, es que le vino como regalada: En nuestra propia ciudad se fue recogiendo aquella tierra marroquí con la intención de venderla luego a buen precio a los turistas, pero a alguien se le ocurrió utilizarla para solucionar el conflicto y le fue con la idea a Mariano para desesperación de la oposición. Mariano quedó encantado con la idea y enseguida dio órdenes de ponerla en marcha.
Se fue recogiendo la tierra marroquí y depositando en sobrecitos que, cerrados se le entregaban a cada inmigrante y con “su” tierra fueron enviados a Marruecos, el último de los inmigrantes en vez de llevar un sobre con tierra se llevó dos macetas de geranios. En cuanto a los camellos, como no se podían devolver los originales, se sacó de la prisión provincial a siete traficantes de droga, todos de Marruecos, y se les envió a su gobierno con una nota que decía: “ahí van los camellos”. De la chilaba y las babuchas, como nadie sabía nada, se optó por la solución más sencilla, se compró la mercancía en un chino, todo a muy buen precio y todo se remitió al supuesto país de origen junto con las facturas de limpieza de ropas y de coches manchados por toda aquella invasión ilegal de tierra extrajera. Las facturas no se pagaron, pero Marruecos fue ahora el país criticado y Lluvistán, en venganza, llevó el asunto a la ONU, donde se sigue debatiendo sobre el asunto, aunque ya no importe a nadie.