El código de caballería cristiano, la respuesta a la Jihad del siglo XXI
Los medios de comunicación occidental han venido a interiorizar las proclamas islamistas, y gustan de tildar a los terroristas musulmanes como “mártires” y se refieren a sus asesinatos como “inmolaciones”, asociando fuertemente estos crímenes a conceptos religiosos relacionados con la muerte ritual por causa de la fe en Dios, subyacentes en el imaginario colectivo de este Occidente cada vez menos cristiano. Tal conducta no es casual, y no debemos creer que dichos medios ignoran que el mártir cristiano sufre la muerte por no renegar de su fe, mientras el asesino islamista usa el mismo nombre cuando perece voluntariamente en el acto de asesinar a otras personas, generalmente inocentes, por causa de su fe.
La habitual intencionalidad de los mass media europeos y norteamericanos va en la dirección de mezclar todas las religiones a la hora de denigrarlas como algo fundamentalmente negativo.
Los “mártires” islamistas, que normalmente detonan un explosivo de forma que puedan alcanzar a otros, toman cierta semejanza con los kamikaze japoneses de la segunda guerra mundial, con la diferencia fundamental de que el honor de los nipones les hacía emplear para este menester a miembros del ejército regular y sólo los empleaban contra objetivos militares. Ninguna de estas dos circunstancias acaece en el caso contemporáneo.
Para no incurrir en el mismo error que la prensa, usaré a partir de ahora la expresión “asesinos suicidas de la Jihad”, que creo más ajustada, por definir los tres componentes que los definen: matan personas en el acto de su suicidio, y lo hacen en nombre de la guerra santa musulmana.
En el Alcorán, en efecto, se promete el paraíso a los combatientes musulmanes que mueran en el transcurso de una guerra contra los infieles. Nada afirma en cambio el libro sagrado de los musulmanes del asesinato de inocentes, mas la ideología islamista se tiñe (irónicamente) con ciertos presupuestos revolucionarios al considerar que los civiles que apoyan a un jefe enemigo son también enemigos, justificando su asesinato. La ausencia de una autoridad religiosa superior en el Islam, y la difusa definición de guerra santa o Jihad, permite a imanes sin escrúpulos organizar redes terroristas cuya fuerza se basa, principalmente, en la actuación de estos asesinos suicidas.
Tales formas de combate no son en realidad novedosas, y en los actos de terrorismo ejecutados en Israel, los islamistas las han empleado desde hace bastantes lustros. No obstante, Occidente despertó a esa realidad tras los atentados más famosos de la historia, los ataques a diversos objetivos, principalmente el Pentágono y las Torres gemelas del World Trade Center, realizados en Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001. Hay un antes y un después de esa fecha. Desde entonces nuestras sociedades se han lanzado a un interminable análisis de las causas de este tipo de terrorismo, que van desde las hipótesis tópicas, erróneas y desenfocadas del pensamiento marxista (mucho más vigente en los países que jamás han sufrido su gobierno de lo que nos podríamos imaginar), centradas en la pobreza y el rechazo al imperialismo como única explicación, hasta las deducciones del pensamiento liberal neoconservador estadounidense, que suelen girar en torno al déficit democrático de las sociedades musulmanas, el fanatismo religioso y el desarrollo organizativo y tecnológico de la marca blanca del islamismo Al Qaida. Razonamientos estos últimos que acercan al problema pero no lo penetran, y que terminan indefectiblemente en la llamada guerra al terror, que no es más que la reproducción estadounidense de la estrategia israelí a la agresión: una guerra convencional para destruir las bases del enemigo, sean en el Líbano, en Afganistán o en Irak. Con el fracaso, en ambos casos, que podemos apreciar.
La razón es simple. No se ataca a la verdadera raíz del problema. Y esa raíz no se halla en supuestas luchas de clase interculturales o en la sofisticación de tácticas y armamentos de los nuevos tipos de guerras. Esa raíz se halla en un punto mucho más simple y más terrible: los islamistas están dispuestos a dar su vida por aquello en lo que creen.
Ese es un concepto que en Occidente no sólo hemos perdido por completo, sino que, como los autistas, nos negamos a escuchar o siquiera a discutir. De hecho, los terroristas occidentales tienen un respeto inconmovible a la propia vida. Las soluciones propuestas a la ola de atentados de asesinos suicidas de la Jihad van desde el intento de aplacarles, como es el caso del gobierno español, hasta la respuesta militar puramente tecnológica “proporcionada”, reflejo de la política de la ley del Talión, principio básico de la respuesta armada israelí y ahora también estadounidense. Ninguna de ambas podrá ganar esta guerra declarada a Occidente, porque ambas olvidan la principal fuerza de los islamistas, que no es ni la razón ni la fuerza: es la convicción. Mientras un gobierno occidental sufre en credibilidad por cada víctima del terrorismo que ha de enterrar, los islamistas están dispuestos a sacrificar hasta al último zopenco fanatizado para obtener la victoria. Da igual cuantas bases les destruyan y cuantos sobornos se les ofrezcan. Ellos tienen algo de lo que los occidentales carecemos: la convicción de que están librando una guerra justa contra el invasor cristiano y que esta sólo podrá concluir con la victoria absoluta y la instauración de un nuevo califato perfecto. Toda una historia de venganza que va desde las cruzadas hasta el apoyo europeo y americano a la creación del estado de Israel, pasando por la colonización británica y francesa en Oriente próximo. Tal convicción es simpática para la inmensa mayoría de los musulmanes, principalmente los árabes, y la figura del asesino suicida como un redivivo guerrero de la Jihad, aunque poco imitada, es ampliamente admirada.
El problema es, pues, moral. Y la respuesta que se ha dar debe ser moral. En esa batalla Occidente no cuenta con ninguna arma. Nuestras sociedades han olvidado y borrado sus propias raíces. En el caso español, el pensamiento político dominante abomina abiertamente de las mismas. Nuestro credo es el materialismo y el hedonismo, y nuestra “convicción” el relativismo. Estamos dispuestos a asumir cualquier humillación mientras podamos disfrutar de una vida cómoda, por vil que sea esta. El sacrificio por un ideal es algo considerado negativo en nuestra filosofía contemporánea. Y mientras siga siendo así, seguiremos perdiendo la guerra.
En este punto es donde el Tradicionalismo alza de nuevo su voz para recordar aquello que nunca pasa de moda, aquello que permanece, y ofrecerlo a la sociedad.
Y en el caso concreto del problema de los asesinos suicidas de la Jihad, la respuesta se halla en el baúl donde hemos guardado las cosas que nos parecían inservibles: el código de caballería cristiano.
Pasando por alto la sonrisa que a muchos lectores les habrá aflorado a los labios al leer la solución propuesta al desafío, vamos a ver qué es el código de caballería cristiano. Nacido a instancias de la Santa Madre Iglesia alrededor del año 1000, el código de caballería trataba fundamentalmente de limitar y humanizar las matanzas que asolaban la Europa cristiana cuarteada por el feudalismo, plena de guerras particulares y privadas, en la que los nobles disputaban cruelmente por ampliar su poder y patrimonio frente a reyes y nobles rivales. Los teólogos católicos (que en aquella añorada época utilizaban su razón para tratar de cristianizar la sociedad en vez de para discutir cada punto del magisterio de la Iglesia) elaboraron toda una filosofía cristiana que debía aplicarse al combate, para restarle cuanta brutalidad e injusticia fuese posible. Como el monopolio militar residía en los aristócratas terratenientes, a ellos se dirigía; y como estos eran los únicos que podían permitirse ir a la guerra a caballo, tal comportamiento recibió el nombre de código de la caballería o de los caballeros, del cual tomó su nombre, que ha llegado hasta nuestros días en términos familiares (aunque cada vez menos) como “caballerosidad”. Palabras y conceptos en desuso, y considerados comúnmente como antiguallas románticas.
Naturalmente este código, basado en los principios morales cristianos, también se podía aplicar a la vida diaria. Con el paso del tiempo, desaparecieron las guerras privadas y también la caballería pesada, pero el concepto perduró y se imbricó tanto en las sociedades occidentales, que se convirtió en su ideal de vida, se podría decir que el europeo era una persona empeñada en ser, o al menos parecer, caballero: la caballerosidad pasó a ser timbre de nobleza por encima de las clases sociales, los aristócratas se sentían en la obligación de ser más virtuosos que el resto por respeto a la misma y el título más honroso que podía recibir una persona era ser apellidado de “perfecto caballero”, término hoy reducido a la nominación del urinario de los varones. Una evolución perfectamente descriptiva de nuestra sociedad, por cierto.
La recuperación de ese ideal cristiano es la convicción que nos permitirá resucitar al arma moral que puede derrotar al terrorismo islámico. Para ilustrarlo, los carlistas valencianos contamos con la fortuna de tener un guía de auténtico lujo. Y este cicerone lo hallamos en la más inmortal obra de nuestra literatura, la novela Tirant lo Blanch, de Joanot Martorell, poeta y cortesano que siempre destacó en sus escritos su título de caballero como el más honroso. Este libro ha merecido la atención de lingüistas e historiadores por motivos bastante accesorios y poco relacionados con el tema sobre el que trata su argumento. Y es que el objetivo principal del autor al escribirlo, que actualmente es pasado por alto, era mostrar la conducta de un perfecto caballero, Tirante el Blanco de Bretaña. En los primeros capítulos del mismo, el joven Tirante es introducido en los principios de la “Orden de caballería” (artificio literario con el que el autor da cuerpo a todas las órdenes que seguían el código) por un anciano y virtuoso caballero inglés: el conde ermitaño Guillem de Varoic (basado, por cierto, en un personaje real y contemporáneo, sir William de Warwick). Tirante encontrará en su periplo hasta Constantinopla muchos personajes menos caballerosos que el anciano, pero siempre mantendrá incólumes los principios aprendidos de su maestro Guillem de Varoic. De la mano del mismo vamos a describir cuales son las bases cristianas del comportamiento, en combate y fuera de él, de un hombre virtuoso.
A partir del capítulo XXX, Guillem de Varoic explica las cualidades de la “orden de la caballería”, instituida por inspiración divina “al faltar en el mundo caridad, lealtad y verdad”. Ante todo, el caballero debe ser devoto y piadoso, defensor de la Santa Madre Iglesia, frecuentador de los sacramentos y práctico regular de la oración [“pedid y se os dará” Mt 7, 7]. Debe ser humilde, y nunca ponderar sus méritos como propios, reconociendo en ellos la manifestación de la Gloria de Dios [“el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado” Lc 18, 14]. Debe ser honrado, no tomando para sí nada que no le corresponda [“no robarás” Dt 5, 19], y haciendo justicia a todos por igual, sin hacer acepción de personas. Ha de ser afable y sufrido, austero en sus costumbres [“no andéis buscando qué comer ni qué beber, y no estéis inquietos (…) Buscad más bien el Reino, y esas cosas se os darán por añadidura” Lc 9, 19-21], desprendido de los bienes materiales [“no se puede servir a Dios y al dinero” Lc 16, 13] y no afanarse con las cosas mundanas [“Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada” Lc 10, 41-42]. Debe ser leal y cumplir a toda costa los compromisos adquiridos, incluso aunque sólo sean de palabra [“el que es fiel en lo poco, lo es también en lo mucho” Lc 16, 10], para que todos lo conceptúen de persona fiable. No debe ser charlatán, ni murmurador, ni perderse en filosofías vanas, ni mucho menos blasfemar [“sea vuestro lenguaje: “Sí, sí”; “no, no”, que lo que pasa de aquí viene del Maligno” Mt 5, 37]. Debe ser casto [“hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por amor al Reino de los Cielos” Mt 19, 12]. Debe estar siempre dispuesto para atender al prójimo, sacrificando su tiempo y bienes por los necesitados, y haciendo obras de misericordia [“en verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” Mt 25, 40]. Debe defender, por tanto, a los débiles del abuso de los poderosos: viudas y huérfanos antaño; hoy en día niños no nacidos, ancianos y enfermos. Debe ser manso, sufriendo la ofensa personal sin buscar venganza ni guardar rencor, y perdonando de corazón [“todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal” Mt 5, 22]. En el conflicto buscará siempre el entendimiento y la concordia [“ponte enseguida a buenas con tu adversario mientras vas con él por el camino” Mt 5, 25], será hombre de paz y no iniciará querella alguna, más si la lucha se hace inevitable para defender su vida o sus derechos naturales, combatirá con fuerza y valor, dispuesto a sacrificar su propia vida por un bien superior, sin pararse en los peligros que conlleve la acción. Feroz en la porfía, digno en la derrota, morirá antes que renegar de su fe [“a quién me confesare ante los hombre, yo le confesaré ante Dios” Mt 10, 32]; generoso con el vencido, no se incautará injustamente de sus bienes, será rápido en atender la petición de clemencia y respetará a los inocentes, sin hacerles daño ni extorsión [“bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” Mt 5, 7]. Ese ideal de vida de nuestros mayores es la convicción que todavía pervive inconscientemente en nuestro imaginario común, a la que podemos apelar en los momentos de necesidad. La aspiración de superar nuestros egoísmos y miedos, de ser mejores, es lo que dará sentido a nuestra vida y a nuestra lucha.
Si citamos un libro de caballería, nos viene a la mente de inmediato el inmortal personaje de Cervantes, Alonso Quijano, travestido en un caballero andante en un arrebato de locura, en la novela Don Quijote (en la que, por cierto, el autor salva al Tirant lo Blanch de la pira purificadora por considerarlo libro de provecho y sin fantasías). En ella, el pobre protagonista sufre mil desventuras novelescas en un siglo XVII que ya ha perdido la raíz del código de la caballerosidad, apareciendo como lunático por tratar de seguirlo. Con todo, el ideal perduró en nuestra sociedad, de un modo u otro, hasta que la revolución francesa le dio remate final. Como muy bien retrata la novela El Gatopardo, la burguesía triunfante, que había ascendido al poder gracias al dinero, no a otro señor iba a servir que al propio dinero. El honor y la fe fueron sustituidos por el beneficio y la ideología, tarea en la cual, por cierto, había precedido en varios siglos el calvinismo a la burguesía revolucionaria.
Los carlistas tenemos cercano ejemplo del comportamiento del caballero cristiano. Nuestros predecesores en la lucha contra la revolución abundaron en ese comportamiento, principalmente los tercios de requetés en la Cruzada de 1936 a 1939. Fueron espejo de virtudes militares y civiles. Acudían con frecuencia a los sacramentos, no entrando en combate sin estar confesados y comulgados, oraban con frecuencia y en batalla buscaban siempre dar su última mirada al crucificado enaltecido por el cristóforo de la compañía. Abnegados, sufridos, obedientes a las órdenes recibidas, voluntarios para cubrir los puestos más comprometidos, bravos en la lucha, incluso temerarios, pero clementes con los derrotados. Admirados por aliados y temidos por los enemigos, combatieron siempre de cara, y jamás sufrió mancha su honor con acusación alguna de crímenes de retaguardia, por desgracia tan frecuentes en nuestra última guerra civil. Combatieron por Dios, por España y por el Rey legítimo, y al final de la lucha, cumplido su deber, se retiraron al anonimato para librar esas otras batallas, más anónimas pero no menos valiosas, de la paz, la reconstrucción y el mantenimiento de una familia. No tenemos más que mirar su trayectoria para saber cómo se ha de comportar un caballero cristiano.
Hemos visto, pues, como para vencer la convicción de los asesinos suicidas de la Jihad, hemos de contraponer otra convicción más fuerte. Una convicción de vida y honor, y no de muerte y odio. Si queremos vencer esa guerra, hemos de volver los ojos a las raíces cristianas de nuestra sociedad. Las ideologías revolucionarias, triunfantes durante casi dos siglos en nuestra Patria, no nos van a servir en esta ocasión. El hombre no entrega su vida por conceptos abstractos como la democracia, la libertad o la constitución. Eso son bobadas de revolucionario. El hombre sacrifica su vida por su hogar, su familia o su fe. Ni más, ni menos.
Artículo publicado originalmente en el Portal Avant! de los carlistas valencianos