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14 de abril de 2023 0

El católico ante el capitalismo

(Por José Alberto Echevarría) –

Es curioso como el hombre de nuestros días está convencido de ser el cenit de la civilización, el más preparado, el más inteligente y el más perfecto y justo en su organización. Para él, lejos quedan las oscuras épocas en las que el pensamiento crítico y la reflexión estaban coartados. Ahora, afianzado sobre los dogmas irrefutables de la modernidad, con la tranquilidad que da la afinidad con el rebaño, puede descansar las neuronas y hechizar sus sentidos con la última serie de Netflix.
Uno de esos dogmas sobre los que el hombre ha dejado de preguntarse es el capitalismo. Pocos son los que lo ponen en tela de juicio, valorando beneficios y perjuicios y planteando alternativas. Aún dentro de la Iglesia, que ha tenido un modelo propio basado en los principios evangélicos y en el que la economía estaba subordinada al hombre y se denunciaba la acumulación desenfrenada de riqueza, estos temas parecen menores para el cristiano en su día a día. La potente crítica que el Magisterio ha hecho del capitalismo se ha ido diluyendo hasta el punto de que muchos católicos no lo perciben como peligroso e incluso, en congruencia con la gente de su tiempo, lo consideran positivo para el bienestar de la sociedad. Sin embargo, de la conjunción de ser católico y capitalista, salen a relucir contradicciones que, por mucho que se haya abandonado la razón, son difíciles de soslayar.
Un católico percibe con más claridad la incompatibilidad con el comunismo a pesar de ser el capitalismo un enemigo mucho más letal para su alma ya que, si el comunismo, con su brutalidad característica, creaba mártires, el capitalismo, dada su forma sibilina de actuar y el embotamiento de los sentidos y a la imbecilidad a la que conduce, crea auténticos demonios, seres corrompidos enemigos de todo tipo de espiritualidad y dominados por la maldad (1).

Nuestra naturaleza caída nos hace vulnerables a la avaricia y a la dominación. El mundo pagano estaba ya basado en el sometimiento de la fuerza de trabajo y la concentración de la riqueza, no se habla en esta época de capital, pero es indudable que unos pocos poseían gran parte de los bienes y el resto entregaba su trabajo, en forma de servidumbre, a cambio de lo necesario para subsistir. No hay aquí distinción ninguna entre la altamente civilizada ciudad Estado del Mediterráneo, con
sus letras, sus artes plásticas y su cuerpo de leyes, con todo lo que determina una civilización, y las sociedades nórdicas y occidentales de las tribus célticas, o de las poco conocidas hordas que erraban por las Germanias. Todas estas organizaciones sociales, indistintamente, estaban asentadas sobre la esclavitud, que era una concepción fundamental de la sociedad, y se encontraba en todas partes, sin que en ninguna se la discutiese (2).

La llegada del cristianismo supuso el desmoronamiento de esta visión del hombre, paulatinamente y, a lo largo de muchos siglos, los principios evangélicos y las exhortaciones de la Iglesia condujeron a una progresiva distribución de la riqueza, la tierra y los medios de producción. De este modo, el río de la avaricia, del enriquecimiento sin medida, fue sacado de su cauce por el dique de la Iglesia, que contaba con la fuerza suficiente para oponerse a los poderosos y su anhelo de desposeer a las clases más humildes. Esa barrera desaparece con la llegada del protestantismo y, por ende, es en los lugares en los que triunfó la herejía donde, como consecuencia inevitable, apareció el capitalismo. Las clases más pudientes vieron como se allanaba el camino de su codicia, al quedar no sólo excusada sino, en algunos casos, hasta encumbrada, al ser su riqueza presente un signo de su predestinación y dicha en el más allá. Las incautaciones de las tierras monásticas no fueron a parar al pueblo, sino que se concentraron en unas pocas manos que una vez más, acaparaban la propiedad y los medios de producción. De esta manera, ese río de avaricia desplazado por la venida de Cristo pudo volver a su antiguo lecho.
Atendiendo a su contenido, el capitalismo se basa en la suma de egoísmos. Buscar la ganancia propia en la pobreza ajena (3).

De esa búsqueda de enriquecimiento se cree que se obtiene algo bueno: un libre mercado más competitivo que permite
mejores productos a mejores precios, lo que redunda en beneficio para todos (4). Una premisa completamente falsa y, desde el punto de vista de un creyente, prácticamente delirante. Del pecado de egoísmo no aparecen por arte de magia consecuencias positivas inesperadas. El pecado, una vez consumado, engendra muerte (5).

En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del «derrame», que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante (6).

Llevada a sus últimas consecuencias, la libre competencia se destruye a sí misma pues, es la acumulación de poder y de recursos, nota casi característica de la economía contemporánea, el fruto natural de la ilimitada libertad de los competidores, de la que han sobrevivido sólo los más violentos y los más desprovistos de conciencia (7). Ningún comerciante de nuestros días puede concurrir al mercado en igualdad de condiciones con Amazon. El libre mercado prometido ha desembocado en empresas descomunales, en manos de unas pocas personas, y una ingente masa asalariada al servicio de esos únicos dueños. Lo que no hace muchos años eran un gran número de pequeños propietarios, con su propio negocio y su peso social: fruterías, panaderías, carnicerías… Ahora son empleados de Mercadona o Carrefour. Lo que hoy mismo estamos viendo con los taxis, es la destrucción de otros cincuenta mil pequeños empresarios para que los dueños de Cabify o Uber puedan enriquecerse un poco más.
En los países capitalistas las élites financieras han alcanzado tal grado de poder que han sometiendo la autoridad de los estados a sus propios intereses (8). Los políticos, en lugar de servir al bien común sirven a los que financian sus campañas, sus partidos, los que son dueños también de los medios de comunicación y pueden reemplazarlos si se rebelan. De esa manera se cambian las leyes para que pueda entrar Uber en un país y de esa misma manera pueden imponer determinadas ideologías que, por mucho que se intente camuflar, sólo sirven a una agenda económica.

Pocos temas son menos cuestionados que la corrupción de la clase política, de un signo u otro, pero poca gente une esa corrupción a un modelo que favorece la acumulación de poder y riqueza, hasta el punto de tener la fuerza para dominar a la clase política. En cambio, es evidente que en los países donde no impera el capitalismo, como China o Corea, quien ostenta el poder no está sometido a ningún banquero o empresario y aplica las políticas que considera oportunas, acertadas o muy equivocadas, pero sin buscar el enriquecimiento de un particular. Esto no supone un elogio al comunismo sino la constatación de la relación entre el capitalismo y la subordinación de la clase política a la económica.

El capitalismo tiene su propia visión del hombre y de la sociedad que es contraria a la fe y al bien común e impone su criterio dominando los gobiernos. El Estado, que, libre de todo interés de partes y atento exclusivamente al bien común y a la justicia, debería ocupar el elevado puesto de rector y supremo árbitro de las cosas; se hace, por el contrario, esclavo, entregado y vendido a la pasión y a las ambiciones humanas (9). Para que unos puedan enriquecerse más y más, otros han de ser desposeídos. Esa desposesión ha de venderse como triunfos de la igualdad y el progreso para que las mentes, cada vez más alienadas, no opongan resistencia. De esta manera el Estado, dominado ya por la plutocracia, vende la incorporación de la mujer al mercado laboral como un triunfo feminista, cuando el interés es económico y lo buscado es duplicar la fuerza laboral y, con esa nueva oferta, reducir costes. Antiguamente un hombre necesitaba un salario suficiente para mantener una familia, no podía aceptar condiciones inferiores y estaba dispuesto a luchar con denuedo por el pan de sus hijos. Con la incorporación de la mujer al trabajo fuera del hogar, se da un duro golpe a la independencia y riqueza de la familia. Las condiciones económicas no se mantienen, de forma que un sueldo, provenga del hombre o la mujer, sustente una familia, sino que ya son necesarios los dos trabajos para sacar adelante el hogar. Tenemos más mano de obra a mitad de precio.

El siguiente triunfo es el antinatalismo, mucho más sencillo una vez se ha sacado a la madre de la crianza, y es vendido en forma de bienestar personal. Si no tienes la carga económica de los hijos podrás tener un cochazo, vivir en una gran casa con vistas al mar y podrás saciar tu apetito con suculentos manjares. La triste realidad es que el hombre de nuestros días está dispuesto a vivir en un cuchitril alquilado o hipotecado hasta la ancianidad, a moverse en metro o patinete y a comer vegano y, para colmo, estar orgulloso porque de esa manera está salvando el planeta. Con tener lo necesario para subsistir se puede renunciar a todo, al fin y al cabo no hay una familia que mantener. No tiene ninguna de las fabulosas promesas por las que ha trocado su fecundidad pero, como ha perdido las razones por las que luchar, se conforma. De esta manera la plutocracia puede empeorar todavía más las condiciones del asalariado y seguir enriqueciéndose sin encontrar resistencia.

Este eje de egoísmo que vertebra todo, pasa del mercado a la vida de las personas e instaura el individualismo más absoluto. Se rompen las agrupaciones sociales, los matrimonios, cada uno vive aislado con sus “amigos” de facebook y relaciones de una noche, comprando por internet productos superficiales, de pésima calidad e innecesarios y convenciéndose de que vive en la abundancia, desprovisto de toda libertad y fuerza de oposición al cada vez más flagrante expolio que sufre.

En este punto de la historia, el católico que intenta vivir su fe se encuentra con un mundo hostil y se lamenta de lo difícil de nuestro tiempo. Lucha, en la medida de sus posibilidades, contra meras consecuencias, defendiendo la vida, el matrimonio y la familia y, a pesar de ello, contempla anonadado como cada día los gobiernos, las leyes y la propia sociedad siguen demoliendo esos vestigios del orden natural.

Lamentablemente no basta con oponerse a las consecuencias, sino que hay que ir también a la raíz del problema, atacarla y revertirla, para que pueda haber un cambio significativo. De poco vale que a un matrimonio joven le digan que esté abierto a la vida si viven con un salario mínimo y hacinados en un pequeño apartamento.

Una de las causas de esta situación se encuentra en la relación que hemos establecido con el dinero, ya que aceptamos pacíficamente su predominio sobre nosotros y nuestras sociedades. La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano! Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex 32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano (10).

Para luchar contra el capitalismo hay que denunciar su injusticia y proponer una alternativa basada en la tradición del mundo católico, en la que la economía esté al servicio del hombre (11). El pensamiento católico alzó la voz contra la propagación del capitalismo, augurando con claridad profética los males que hoy padecemos. Se proponía un reparto de la propiedad y los medios de producción como ya se había vivido en otros momentos de la historia (12).

Hay que defender la propiedad como garante de la libertad. La propiedad es la fuente real y práctica de poder individual, necesaria para institucionalizar una verdadera libertad. Darle al hombre corriente un voto no es necesariamente darle ningún poder real, pero dejándole tener una familia y una casa propia sí se le da poder, un reino de privada soberanía (13).

De hecho, el voto carece de sentido sin los medios de ejercer poder real en la esfera política. Pero, sobre todo, los hombres sólo pueden ser realmente libres, es decir capaces de controlar sus propias vidas, cuando dominan directamente los medios de producir su propia subsistencia. Por ello hay que cuestionar una creencia que se presenta como indiscutida en nuestros días: la idea liberal de que el mercado libre, como lo propugna el liberalismo económico, es el que ha traído históricamente la libertad política. Lo cierto es que no hay verdadera democracia si no hay libertad individual, y no hay libertad individual sin el poder que otorga la propiedad; poder de defensa ante el Estado o las grandes corporaciones.

La propiedad no sólo actúa como garante de la libertad personal, sino que resulta el freno más poderoso contra la concentración de poder en el Estado y, con ello, el mejor antídoto contra el totalitarismo. De ahí la necesidad de separar el poder económico del poder político (14). Por esta razón, la doctrina social de la Iglesia es contraria a la acumulación desmedida de propiedad, nota dominante en este tiempo, y garantiza un orden más justo, con separación entre el poder del estado y el poder económico, y dando verdadera libertad a los hombres, haciéndolos dueños de su sustento.

Puede que la síntesis más acertada a todo lo expuesto la diera hace casi doscientos años Donoso Cortés, al señalar que levantamos tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. Así, en nuestros días, alabamos al dinero y le servimos y renegamos de sus vástagos: la corrupción, el individualismo, el divorcio o el antinatalismo.

Rezamos cada día en el Padre Nuestro: ¡Venga a nosotros tu Reino! En sus parábolas, Jesús enseñó que el Reino de Dios crece y se propaga con paciencia y mansedumbre. Que a pesar de tener una apariencia humilde, como un grano de mostaza o un poco de levadura, lleva dentro una fuerza capaz de transformar los corazones y el mundo (15). Esa fuerza cambió el mundo Antiguo afianzado por el yugo de la esclavitud y puede cambiar el nuestro asentado sobre la servidumbre al dinero. No se puede servir a Dios y al dinero (16).Cuando el hombre ocupe de nuevo ese puesto de dominio de la creación que le corresponde (17) y vuelva al servicio de Dios y aplique sus principios, no sólo en lo privado sino también en el orden económico y social, reverdecerán la familia, la vida y la espiritualidad que ha marchitado el estío del capital.


1 La Violencia y el Orden. Tratado de Teología Política, 1986. Álvaro D’Ors

2 El Estado Servil. Sección II, Nuestra civilización fue originalmente servil. Hilare Belloc

3 Rerum Novarum 15

4 Cfr. La Riqueza de las Naciones. Adam Smith

5 Santiago 1:15

6 Evangelii Gaudium 54

7 Quadragesimo anno 107

8 Cfr. Rerum Novarum 33

9 Quadragesimo anno 109

10 Evangelii Gaudium 55

11 Cfr. Centesimus annus 35

12 Cfr. Rerum Novarum

13 Cfr. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 69; 71

14Cfr. G.K. Chesterton y el distributismo inglés en el primer tercio del s XX, Fundación Universitaria española, Alcalá 93, Madrid 2005, págs 250 -251 Daniel Sada Castaño

15 Audiencia General 6 de marzo de 2019. Papa Francisco

16 Mateo 6:24

17 Cfr. Génesis 1:28

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