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19 de abril de 2017 0 /

Confesiones de un orangután.

 

 

Escribo esta confesión con la esperanza de que, si no ahora, algún día, alguien de otras generaciones más sanas, sepa comprenderme para que aprendan la lección y no caigan en lo mismo que caí yo:

Un buen día, y aunque había vivido veinticinco años como mujer, Ana García de la Cerda decidió sentirse animal y fue a inscribirse en el Registro Civil como gatita, pero el funcionario del registro era muy puntilloso y se negó en redondo a registrar a Ana como “Pitusa”, que era como quería llamarse a partir de entonces. Pero Ana, no se resignó, y recurrió y recurrió, perdiendo todos los recursos, hasta que llegó al Tribunal Constitucional, porque en Bestiastán, había un Tribunal Constitucional que interpretaba la Constitución según conviniera y aquella vez, los señores magistrados decidieron que Ana podía registrarse como una linda gagita.

Aquello fue el pistoletazo de salida, y empezaron poco a poco a registrarse otros bestiastañoles como animales diversos gracias al  Constitucional. Fue entonces cuando Ramón Ramírez, que tenía un perro llamado Boby, pensó que si los humanos se podían registrar como animales, su perrito Boby, se podría registrar como humano y decidió acudir al Registro Civil y allí volvió a encontrarse con el ya famoso funcionario, que se negó nuevamente a la pretensión de Ramón, pues de eso nada había dicho el Tribunal Constitucional, entonces, Ramón Ramírez recurrió una y otra vez, lo mismo que Ana, que por aquel entonces ya era Pitusa, y al final el Tribunal Constitucional le dio la razón y Ramón Ramírez, registró a su perro Boby como Rodrigo y acto seguido lo adoptó como hijo.

Como buen padre, Ramón Ramírez, decidió escolarizar a su hijo y lo matriculó en el Colegio Público más cercano. El primer día de clase, a Boby, perdón, a Rodrigo, lo echaron del colegio a escobazos pues nadie en el colegio se percató que ya era un humano, y es que hay gente que no se da cuenta de lo más evidente. Ramón Ramírez, protestó y tuvo que aclarar las cosas con el director y varios de los profesores. De esta forma Rodrigo empezó su primer curso escolar, pero no hablaba, ni él entendía lo que se le decía, y además era muy travieso, la clase se convirtió en una feria, los niños no atendían y se dedicaban a jugar con su nuevo compañero,  no había forma de enseñar nada, así que a la semana siguiente el profesor se dio de baja por depresión y vino a sustituirlo un interino.

El director del colegio, se reunió con Ramón Ramírez para explicarle la situación, su “hijo” Rodrigo, no entendía nada y además no hacía nada más que ladrar o gruñir, pero ni una sola palabra. Ramón Ramírez, con toda la lógica del mundo pidió que a su hijo lo atendiera el logopeda del colegio. Así se hizo, pero al cabo de un mes, el perro no era capaz de decir una sola palabra, sin embargo el logopeda ladraba de maravilla.

El asunto trascendió y la prensa se hizo eco de lo que sucedía, felicitándose por lo avanzada que estaba la sociedad de Bestiastán. El Presidente del gobierno por su parte decidió apuntarse un tanto y como tenía que remodelar el gobierno, decidió incluir en el nuevo además de un gay, -bueno, por entonces ya no se decía un gay, había pasado de moda, se decía “un viceversa”-, dos lesbianas, y un transexual, a un gato, a un caballo, a una zorra, -ella sabría por qué-, y a un perro. El problema surgió en la primera reunión del consejo de ministros, en cuanto el perro y el gato se vieron, se enzarzaron en una pelea de tal calibre que hubo que llamar a la policía para separarlos. Lo peor fue que el perro fue nombrado portavoz del gobierno, y en la primera rueda de prensa a la que tuvo que asistir, a la primera pregunta dijo,

-“Guau, guau”.

Y así fue respondiendo una por una todas las preguntas, excepto cuando alguna no le gustaba que entonces decía,

-“Grrr, grrr”.

Eso intimidó un poco a los periodistas, la verdad, pero como en Bestiastán tenían ya unas tragaderas como una autopista, se aceptó con naturalidad.

Por lo demás todo marchaba sobre ruedas, si bien hubo unos problemillas, porque los nuevos animales, ya no eran beneficiarios de la Seguridad Social, sino que tenían que acudir al veterinario cuando enfermaban y eso era de pago. También tuvieron que recurrir a pleitear hasta llegar al Tribunal Constitucional que, ¿cómo no? les dio la razón y a las consultas veterinarias se las incluyó en la Seguridad Social.

Pero, no se sabe por qué, el espíritu humano es imaginativo y la gente no deja de idear cosas nuevas. Hubo alguien llamado Remigio Soriano que, acudió al Registro Civil a registrarse como unicornio, el funcionario que era más terco que una mula se negó en redondo nuevamente, y otra vez tuvo que intervenir el Constitucional para darle la razón al nuevo unicornio, pues en la fundamentación jurídica se alegaba que si en la actualidad no existían unicornios, nadie podía asegurar que no hubieran existido en otras épocas. Todo esto era muy divertido, porque la prensa se encargaba de ir contando todos los pormenores de cada caso y la ciudadanía se lo estaba pasando en grande, y cuando alguien quería notoriedad, o bien se inscribía como un animal o inscribía a su mascota como humano. Cuando la sentencia del unicornio llegó a conocimiento del cabezota del funcionario, escribió una nota que decía “Ya no aguanto más” y se subió a una estantería de su oficina gritando,

-“Kikirikiiii”.

Lo tuvieron que encerrar en un manicomio, sin que él pudiera entender por qué lo encerraron a él  y no al unicornio o a los magistrados del Tribunal Constitucional.

Lo malo es que la cosa degeneró, y hubo uno que se inscribió como minotauro y su vecino del segundo que le tenía un odio mortal se inscribió como Teseo y la vecina del quinto se inscribió como Ariadna, porque a Ariadna, le gustaba Teseo. Toda una historia de amor y odio que fue aprovechada convenientemente por la prensa.

En fin, que la variedad, no hacía más que aumentar. Lo más espectacular fue cuando el domador de un circo decidió registrar a su elefante como humano llamándolo Federico, ahí no tuvo problema, pero cuando lo quiso llevar al colegio, no podía entrar por la puerta, así que denunció al colegio por discriminación arquitectónica y tuvieron que ponerle un profesor particular. Logopeda no, porque ya no quedaban, todos iban por la calle ladrando o mugiendo. El peor parado fue el que tuvo que ensañar a una golondrina, que se volvió mudo. Pero todo se daba por bien empleado por conseguir una sociedad cada vez más avanzada, aunque nadie sabía a ciencia cierta hacia donde avanzaba. Sólo unos cuantos, decían que avanzaban hacia el precipicio, pero eran los reaccionarios de siempre.

Yo, me llamaba Juan José Álvarez Vega, y era una persona muy normal, pero en Bestiastán, era difícil sustraerse a la presión social, así que una noche, a la hora de acostarme, no sé por qué, sentí ganas de comerme un plátano y entonces,  decidí convertirme en orangután. Y orangután fui por cinco años, hasta que un día, harto de plátanos y de cacahuetes, me miré en el espejo y me llevé un susto de muerte, me vi y era un humano. Me alegré enormemente con mi descubrimiento y corrí precipitadamente al registro civil, para inscribirme como una persona, pero el funcionario del registro ya era otro mucho más moderno y me denegó la solicitud y tuve que pleitear y pleitear con la esperanza de que el Constitucional me diera la razón, pero esta vez, dijeron que mono era y mono me quedaba, de nada sirvieron las pruebas periciales de médicos y veterinarios, frente a la evidencia, estaba la opinión del Tribunal Constitucional que alegó que renegar de mi  condición simiesca para volverme persona era retrógrado y franquista. Y orangután me quedé por el resto de mi vida y ahora, que me veo en mi última hora, en mi cama y viendo en la pared de enfrente una fotografía de Tarzán, escribo estas confesiones para escarmiento ajeno, ya que a mí de nada me van a servir. Y lo advierto muy seriamente, ¡los cólicos de plátanos son muy malos!.

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