Con Google, Dios sobra
(por Javier Urcelay) –
Un buen amigo me hace llegar el siguiente meme, que el lector disculpará que le reproduzca:
–Hola, ¿Pizza Hut?
–No, señor. Pizzería Google.
–Ah, discúlpeme… marqué mal… Gracias, gracias
–No señor, marcó bien. Google compró la cadena Pizza Hut.
–Ah, bueno… entonces anote mi pedido, por favor…
–¿Lo mismo de siempre?
–¿Y usted cómo sabe lo que pido yo?
–Según su calle y su número de apartamento y las últimas 12 veces usted ordenó una napolitana grande con jamón.
–Sí, esa quiero…
–¿Me permite sugerirle una pizza sin sal, con ricota, brócoli y tomate seco?
–¡No! Detesto las verduras.
–Su colesterol no es bueno, señor.
–¿Y usted cómo sabe?
–Cruzamos datos con el SNS y tenemos los resultados de sus últimos 7 análisis de sangre. Acá me sale que sus triglicéridos tienen un valor de 180 mg/DL y su LDL es de…
–¡Basta, basta! ¡Quiero la napolitana! ¡Yo tomo mi medicamento!
–Perdón, señor, pero según nuestra base de datos no la toma regularmente. La última caja de Lipitor de 30 comprimidos que usted compró en Farmacias Similares fue el pasado 2 de diciembre a las 3:26 p.m.
–¡Pero compré más en otra farmacia!
–Los datos de sus consumos con tarjeta de crédito no lo demuestran.
–¡Pagué en efectivo, tengo otra fuente de ingresos!
–Su última declaración de ingresos no lo demuestra. No queremos que tenga problemas con el Hacienda señor…
–¡Ya no quiero nada!
–Perdón, señor, sólo queremos ayudarlo.
–¿Ayudarme? ¡Estoy harto de Google, Facebook, Twitter, WhatsApp, Instagram, Telegram…! ¡Me voy a ir a una isla sin internet, cable ni telefonía celular!
–Comprendo, señor, pero aquí me sale que su pasaporte está vencido hace 5 meses…
He recirculado este meme a varios amigos y el comentario de vuelta más común ha sido “esto llegará”, o “eso lo podremos tener con el 5G”.
Rafael Gambra, quizás el pensador tradicionalista más original de la segunda mitad del siglo XX y el de mayor calado sicológico, publicó en 1968 un librito fundamental titulado “El silencio de Dios”.
El libro es una reflexión sobre “El Principito” de Saint Exupery, o más adecuadamente, sobre cuáles son las claves en las que radica la felicidad del ser humano, una cuestión que a nadie puede dejar indiferente.
Para el escritor francés, y para nuestro filósofo, la respuesta se puede resumir en dos términos clave: la “domesticación”, y “el arraigo”. El primero se refiere a la capacidad del corazón de hacer parte de sí el mundo que le rodea, los seres y las cosas con las que convive. El segundo, en cambio, consiste en el sentido de pertenencia, en saberse parte de algo, en sentirse acogido por alguien.
Se trata en definitiva de una fórmula que puede expresarse también de esta manera: la felicidad del hombre consiste en amar y sentirse amado. Piénselo y confróntelo con su propia experiencia interior, con los momentos de felicidad que han inspirado, o estado ausentes, de su vida; con el recuerdo que en usted han dejado los seres queridos que ya nos han dejado; con los desengaños con que otros caminos -el dinero, el poder, la fama, el placer…- se han acabado mostrando espejismos de felicidad, incapaces de saciar las ansias de nuestro corazón.
Sólo el amor, sentido y otorgado, nos da la felicidad. Y no es casual o accidental. Porque hemos sido hechos a imagen y semejanza de Dios, y Dios es Amor, nos dice San Juan. Es por tanto inútil tratar de encontrar nuestra plenitud humana, es decir, la felicidad, fuera del amor. Y no sólo del amor que damos, sino también de esa necesidad que todos llevamos dentro de sentirnos amados.
Sentirse amado es sentir que alguien cuenta con nosotros, que para alguien somos importantes, que alguien está pendiente de mi y me cuida, que no somos por completo indiferentes.
El Evangelio es la respuesta a nuestro anhelo de felicidad -por eso significa “Buena noticia”-, porque nos enseña a amar a Dios con todo el corazón y toda la mente, pero, sobre todo, porque nos muestra cómo Dios nos ha amado hasta el extremo de dar su sangre por nosotros, su vida por la nuestra. O mejor aún, de dar su sangre entera por cada uno de nosotros, como si cada uno de nosotros fuéramos la única criatura existente en el mundo. Al punto de poderse afirmar que la segunda persona divina se hubiera encarnado y hubiera muerto por mí en la Cruz si yo hubiera sido el único hombre. Dios pensó en mí desde toda la eternidad como un proyecto de su Amor, y, si pudiéramos decirlo así, me ama con un amor infinito a mí, nos ama con un amor infinito a cada uno de nosotros, como si no existiera otra persona en el mundo.
Amar y sentirse amado, sentir que alguien está pendiente de nosotros, que para alguien somos importantes, que alguien se preocupa por mí. Esa es la clave de nuestra felicidad, y de por qué Cristo es el Camino, la Verdad y la Vida. Porque ese alguien, para el cristiano es Alguien, y porque ese amor que necesitamos, para el cristiano es el Amor mismo.
Viene a cuento toda esta digresión a propósito del meme con el que empezaba estas líneas. Para mucha gente, el futuro que en el mismo se dibuja es envidiable. La inteligencia artificial, el 5G o lo que sea, hará posible un servicio personalizado, que en todo se adelantará a nuestras necesidades y gustos, que se adaptará exactamente a nuestro perfil, diferenciándonos de los demás. Dejaremos de ser masa para ser individuos concretos y distintos, cada uno de nosotros con nuestros datos de salud, de residencia, de situación económica, de vida profesional, de relaciones sociales, de ideas políticas, de aficiones, de gustos…, de tal forma que recibiremos un trato a medida y exclusivo para cada uno. Dejaré entonces de ser ciudadano anónimo para ser alguien, para ser importante por mi mismo, diferente a los demás, único.
El espejismo que encierra esta promesa tecnológica es creer que Google, o quien sea, se preocupa de nosotros, que para Google, o para quien sea, somos importantes o contamos. Sin darnos cuenta de que detrás de ese Google, o quien sea, lo único que hay es una máquina y un algoritmo matemático, al que no podemos importarle menos. Que para Google, o quien sea, no somos más que un conjunto de dígitos binarios, es decir, algo así como un código de barras, sin valor intrínseco alguno, parte de los miles de millones de códigos de barras que la máquina crea y destruye en una fracción de segundo.
Nos pueden dar servicios personalizados que nos hagan sentirnos alguien, sentir la ficción de que alguien nos cuida y que para alguien somos importantes. Pero no se hagan ilusiones, no hay tal alguien. Es sólo una máquina, es sólo un algoritmo de inteligencia artificial, somos para ella sólo un número de código.
La pregunta de en qué consiste la felicidad o cómo alcanzarla no es una pregunta baladí, de hecho es una pregunta fundamental que nadie debería dejar de hacerse. Es la pregunta en la que nos va la vida, porque de su respuesta dependerá haber acertado o que nuestra existencia haya carecido de propósito. En el fondo nos remite a esas cuestiones que están en el origen de la filosofía y que el hombre se ha planteado desde que es hombre: quién soy, para qué estoy en el mundo, qué sentido tiene mi vida.
La respuesta a ese anhelo íntimo de felicidad es esa “domesticación” y ese “arraigo” de los que hablaba Gambra leyendo a Saint Exupery. O ese “amar y sentirse amado”, que es la fórmula que todos aprendemos desde que nacemos y se nos pone en el regazo de nuestra madre.
Google no es Dios y no puede sustituir a Dios, ni puede darnos esa felicidad de Alguien para quien somos importantes, que cuida de nosotros, que nos ama.
El mundo moderno nos ofrece hoy sustituir a Dios por una tecnología de apariencia omnipotente. Pero no nos dejemos engañar: estamos hechos por el Amor y para el Amor.
Y el amor que necesita el corazón humano, nada tiene que ver con un algoritmo, ni los algoritmos tienen nada que ver con la felicidad del hombre.
Nada sin Dios.
(Imagen procedente de o-ARTIFICIAL-INTELLIGENCE-facebook.jpg)