Caso Madeleine ¿eutanasia o suicidio?
El día 12 de enero, Madeleine Z.B, una francesa de 69 años, apareció muerta en la cama de su apartamento de la playa de San Juan (Alicante). Había sido diagnosticada en 2001 de ELA (esclerosis lateral amiotrófica), una enfermedad neurodegenerativa que provoca la parálisis y atrofia progresiva de la musculatura, hasta concluir con la parada de músculos deglutorios y respiratorios, que conduce a la muerte si no se alimenta y proporciona respiración artificial al paciente. A día de hoy la enfermedad es incurable, si bien la medicina regenerativa abre posibilidades de curación a medio plazo. Vale la pena recordar que la investigación con células madre, siempre que no procedan del asesinato de embriones, sino de células adultas o de cordón umbilical, es moralmente lícita.
Madeleine, socia de ADELA (la asociación de enfermos de ELA) desde marzo de 2006, todavía se hallaba en las fases primeras del mal, ya que en palabras de su hijo atendía perfectamente a sus necesidades personales y tenía autonomía para tareas cotidianas, como demuestra el hecho de que viviera sola. Desde septiembre de 2006, Madeleine, que sufría temporadas de dolor que controlaba con un tratamiento de morfina proporcionado por un médico especialista del hospital de San Juan, se puso en contacto con la asociación DMD (derecho a morir dignamente), donde le proporcionaron un manual (llamado “guía de autoliberación”) en el que le indicaban los pasos a seguir para poder quitarse la vida. A su familia le contó que asistía a un grupo de ayuda a enfermos crónicos, ocultándole que se trataba de un colectivo proeutanasia. Durante un tiempo indeterminado, la francesa meditó sobre la posibilidad de matarse por miedo a afrontar las consecuencias de la progresión de su enfermedad, anotando sus reflexiones en un diario, en el que consignó sus miedos a terminar como un vegetal y manifestó su deseo de no “vivir sin vivir”. El día 12 de enero, Madelaine adquirió una combinación letal de medicamentos en una farmacia y, acompañada de dos miembros de DMD y una periodista del diario El País, se quitó la vida en su domicilio ingiriendo el cóctel de estos medicamentos con un helado. Los testigos, tras cerciorarse de su muerte, abandonaron la vivienda, arrojando a un contenedor los fármacos empleados y la guía de la asociación. El cuerpo de Madeleine fue hallado por una vecina, que dio parte a las autoridades.
Domingo Biver, hijo de la fallecida, al conocer las circunstancias de la muerte de su madre, interpuso una demanda contra los colaboradores de su suicidio en el juzgado de instrucción número 7 de Alicante, acusando a DMD de provocar o no prestar auxilio para evitar la muerte de su madre. El portavoz de la asociación ha negado que ésta aconsejara el suicidio a Madeleine o le proporcionara fármacos con ese fin pese a que, entre los principios fundacionales de esta asociación, se halla precisamente ayudar a los asociados a “morir dignamente”. En el momento de escribir estas líneas, el caso está siendo investigado por la policía científica.
En palabras de Jerome Sobel, presidente de la asociación DMD de Suiza, en el caso de Madeleine “hay una enorme diferencia entre la eutanasia y la asistencia al suicidio” (El País, 24-01-2007). En efecto, la eutanasia, “buena muerte” (del griego eu, bueno, y tanatos, muerte), o como se tiende a decir actualmente, “muerte digna”, es la acción por la que no se evita o se acelera la muerte natural de una persona enferma gravemente y sin posibilidad de curación. Es equivalente al término clásico “homicidio por compasión”. No es este el caso de Madeleine, en el que fue ella misma la que, más o menos mediatizada por las doctrinas de la DMD acerca de la inutilidad de la vida en ciertos casos, se quitó la vida activamente. Aquellos que asistieron y colaboraron en su muerte pueden ser acusados de colaboración al suicidio, no de eutanasia. A pesar de ello, es precisamente un editorial del diario El País, verdadero promotor del caso, el que relaciona directamente el caso de Madeleine con la regulación de la eutanasia (El País, 18-01-2007). Tras la palabrería habitual del relativismo acerca de la dulzura de la muerte consciente o las libertades de elección en la vida, se esconde en sus líneas el futuro que nos tienen reservados aquellos que diseñan las directrices amorales de la sociedad del futuro: hay vidas de mayor calidad que otras, hay vidas que no merecen ser vividas. De momento, dan a elegir a cada uno (con el adecuado “asesoramiento”) la posibilidad de decidir si su vida vale la pena vivir, pero no será siempre así, principalmente cuando no exista la fuerza para defenderse, como ocurre en el caso de las eutanasias avoluntarias, cuando el médico o la familia decide si un enfermo con su raciocinio afectado debe o no vivir, al estilo del tristemente célebre doctor Montes del hospital de Leganés. A ese respecto es sumamente revelador que en el mismo editorial se ponga el caso del aborto como ejemplo de las modificaciones legislativas que se deben hacer.
El suicidio es la más negativa de las pulsiones que un ser humano puede sentir. Atenta directamente contra el más básico de los principios de la Ley natural: la propia supervivencia. Asimismo atenta contra el más sagrado de los principios: la vida es de Dios. Sólo Él puede darla y sólo Él puede quitarla; tan pecaminoso es arrebatar la vida ajena como acabar con la propia. Con todo, cuando alguien siente ese impulso, la caridad cristiana nos debe llevar a indagar qué razones conducen a tan horrible acto. En muchas ocasiones se trata de una pura enfermedad, tanto psicológica como moral: la depresión. En otras, el desprecio a la vida. En ambos casos, la persona afecta pone en riesgo grave la salvación de su alma.
El quid de la cuestión es si ante la expresión del deseo de suicidio de otro, debemos de ayudar a esa persona a superarlo, llenando de contenido su vida, atendiendo a aquello de lo que carece; en una palabra, respondiendo al grito de desesperación que supone que un ser humano quiera poner fin a su vida, una interpelación directa que cada uno de nosotros debe responder. Nuestra obligación como cristianos es llevar a nuestros semejantes a Cristo, no sólo disuadiéndoles de tales pensamientos, sino también descubriendo qué carencias le llevan a tal situación, y compensándolas, siempre con gran amor. Del mismo modo que como personas hemos de cumplir esa obligación, debemos hacerlo como sociedades, impulsando asociaciones y leyes que ayuden realmente a sobrellevar las enfermedades crónicas a las personas afectas, de forma que se sientan acompañadas y confortadas hasta el último momento.
El camino fácil, la puerta ancha a la perdición, es proporcionarles el arma para condenarse cuando su ánimo vacila; ayudarle a quitarse de en medio, para que no moleste a los que vivimos vidas libres de sufrimiento. Lo difícil, lo evangélico, es caminar a su lado hasta el último momento, sostenerle cuando desfallezca. Dios es misericordioso, y puede perdonar a quién se quita la vida llevado por la desesperación, pero ¿cómo juzgará a quienes (desde simples particulares a legisladores) pudieron ayudarle cuando estaba desesperado y le negaron su compasión, cerrando su corazón?
La eutanasia es enemiga de la medicina paliativa, aquella que verdaderamente trata de lograr una muerte digna a los enfermos terminales, como lo prueba el caso holandés, donde la implantación de la eutanasia legal ha hecho casi desaparecer las unidades de atención paliativa.
Es indicativo, para concluir este artículo, citar las palabras de Emilio Ferreres, presidente de ADELA en el reino de Valencia: “Ha sido un tremendo palo. No entendemos a los medios que hacen héroes a los que suicidan y no a los que se levantan cada día y luchan”. Una reflexión que debería hacerse El País. Más interesante y revelador es lo que sigue: “nos ha sorprendido la noticia de su muerte, porque hace poco ella no quería suicidarse, incluso nos pidió un vídeo para ver películas en su casa. En mi opinión, tomó la decisión en un momento de bajón que los que estamos enfermos comprendemos bien, porque la sociedad a veces te deja de lado y es muy duro el vacío y la soledad”. Esa es la verdadera enseñanza, esa es la verdadera reflexión que debemos hacernos todos. La enfermedad crónica e incurable lleva consigo episodios de depresión, en los que puede haber ideación de muerte. ¿Vamos a aprovecharlos para eliminar a los miembros más débiles e inútiles de la sociedad, como propugna DMD o El País, o vamos a ver en ellos el rostro doliente de Nuestro Señor y ayudarles?
El sueño de todo hombre antaño era morir en su casa, rodeado de sus hijos y de sus nietos, y con los auxilios espirituales necesarios. Resulta verdaderamente triste constatar como Madeleine alejó a su familia de sus últimos momentos, decidió poner fin a su propia vida y se rodeó de aquellos que la indujeron y ayudaron al suicidio, dando la espalda a Dios. La cultura de la muerte, denunciada en tantas ocasiones por Juan Pablo II, avanza y se impone en nuestra sociedad. ¿Qué respuesta vamos a dar los católicos a esto?
Artículo publicado originalmente en el portal Avant! de internet de los carlistas valencianos