Carta abierta al Excmo. Sr. Embajador de la República Federal de Alemania
Excmo. Sr:
Leo en la prensa que esa Embajada ha ordenado borrar una inscripción de un panteón donde reposan los restos de siete alemanes miembros de la Legión Cóndor. La inscripción en cuestión se refería a la participación de los mismos en nuestra Guerra Civil.
Posiblemente esa Embajada piensa que el recuerdo de la ayuda prestada por Alemania a los que vencieron en dicha contienda es algo que la deshonra. Un servidor, humildemente, piensa todo lo contrario.
Los vencedores de la Guerra Mundial II han dominado la propaganda posterior y han conseguido convertir en “políticamente correcto” el mito de que en la ocasión el pueblo alemán era la quinta esencia de todas las maldades y que su derrota constituyó la salvación de humanidad. Y lo peor es que los alemanes se lo han acabado creyendo.
Desde que la Ilustración acabó con el espíritu de la Cristiandad, en Europa ha ocurrido multitud de desgracias, especialmente en forma de guerras. Desde los tiempos de Napoleón a los actuales no han dejado de sucederse los conflictos, a cual más destructivos debido a los avances de la ciencia. ¿ Quién ha sido el culpable de los mismos?
Coincidió mi niñez y adolescencia con la Guerra Mundial II. En las postrimerías de la misma, un anciano germanófilo, que también lo había sido en el conflicto de hace cien años, me decía: “en la otra guerra echaron al Kaiser la culpa de la misma, ahora se la echan a Hitler, ya veremos a quién culparán de las próximas”. Falleció una década después. Y no pudo presenciar los continuos conflictos de los que no se puede culpar a los alemanes.
Recuerdo la constitución de las Naciones Unidas. De las promesas de un mundo feliz que se hacían. No habría más guerras, pues los conflictos, antes de que se hicieran realidad en el campo de batalla, se resolverían por vía democrática en el seno de la nueva organización. Ya hemos visto el resultado. ¿Quién tiene la culpa?
La culpa la tenemos todos. Nos creímos las falsas promesas de la Ilustración. Prescindimos de Dios y de sus leyes en la organización del Mundo. Nos ilusionamos con la idea de que el hombre, con sus propias fuerzas, era capaz de construir un mundo en que no hubiera más injusticias ni guerras. Y ya hemos visto el resultado.
Nos forjamos un nuevo dios: la democracia. De ella esperábamos toda clase de bienes. Y como el mal persiste, a pesar de que el sistema hoy, al menos teóricamente, es aceptado por todos, hay que buscar un nuevo origen del mal. Siguiendo la analogía a le Fe cristiana, que a Dios opone el diablo, había que buscar algo, o alguien, en quien poner el origen del mal. Al dios que es la democracia, opusieron los diablos que fueron el Kaiser en 1914 y Hitler en 1939.
Y en ese mito se mueve el mundo actual. Y de ese mito tenemos que salir. Porque el Diablo es otro. Y sus secuaces somos, a veces, todos cuando cedemos ante sus tentaciones. No defiendo las figuras del Kaiser y de Hitler. Pero en quienes fueron sus adversarios, veo muchos motivos de condena, que hoy se ocultan.
Nos hemos olvidado de: “el que esté sin pecado que tire la primera piedra”. Hace unos meses contemplé por una inscripción que se ha erigido junto a la playa de Castro Urdiales, con los nombres de 320 naturales del pueblo fusilados por los franceses en 1812. Y pensé. “¿Con qué derecho nos recuerdan, una y otra vez, Oradour?”
Si condenable fue la conducta de los dirigentes de Alemania en las décadas del treinta al cincuenta del pasado siglo, no menos la fue la de sus adversarios. Los alemanes no tienen por qué sentirse los únicos culpables de lo que entonces ocurrió.
Y por eso dirijo la presente a V. E. . Para decirle que la ayuda, que la Alemania de 1936 prestó a los vencedores de la guerra de España, no fue ninguna deshonra. Apoyaron al bando que defendía la justicia. Y lo hicieron con una generosidad no igualada por ninguno de los otros países.
En el orden económico, comparemos la conducta de unos, enviando la ayuda sin saber si la podrían cobrar, y la de la URSS que se llevó el oro del Banco de España, previamente a sus remesas de material.
Alemania envió lo mejor que tenía, en hombres y en material. La ayuda fue eficaz. Permitió la Victoria al único bando capaz de mantener un orden en España. Gracias a ella, España evolucionó posteriormente mejorando la situación política y social.
Los que vivimos aquellos tiempos, los que nos beneficiamos de la ayuda alemana, mantenemos un recuerdo agradecido a quienes nos la prestaron. Y nos apena profundamente contemplar cómo los hijos y nietos de quienes fueron objeto de nuestro cariño, se avergüenzan de lo bueno que hicieron sus mayores.
Sirvan estas líneas como manifestación del permanente agradecimiento que sentimos muchos por ello y de pena por la decisión de esa embajada. Pues pena nos causa ver cómo un pueblo que tanto ha dado a la cultura occidental, se rebaja hasta tomar por verdades todas las mentiras de lo hoy políticamente correcto.
Hochactungsvoll:
Carlos Ibáñez.