AMOR, PECADO Y ARREPENTIMIENTO: UN PROBLEMA MORAL DE NUESTRO TIEMPO
(por Javier Urcelay)
Pido disculpas al lector por el carácter relativo a la vida moral del presente artículo, en el que me planteo una cuestión que creo tiene importancia en la actualidad y en la que muchos de los lectores pueden verse afectados.
“¡Escribo para explicarme lo que pienso!”, decía el filósofo Gustave Thibon. Este es también en este caso mi objetivo, con la esperanza de que hacerlo me ayude a entender mis propias ideas y quizás ayudar a otros a lo propio. También lo es pedir iluminación a quien pueda ofrecerla – ¡cuánto se echa de menos a los buenos pastores en este campo! – si es que acaso las mismas resultan equivocadas.
Aprendimos en el Catecismo que Dios es Amor y que el hombre fue creado por Él en un acto de amor, para hacernos partícipes de su Gloria.
El pecado original, con la libre elección hecha por nuestros primeros padres, tentados por la serpiente, de apartarse del plan divino, proclamando su autonomía, sembró la semilla del pecado en nuestra naturaleza, que quedó herida por la concupiscencia.
La Encarnación del Verbo, su Pasión, Muerte y Resurrección, llevaron a cabo nuestra Redención. Cristo, muriendo por nosotros, cargó con nuestras culpas, y ofrecido como cordero inocente, nos mostró su amor sin límites, nos rescató de la esclavitud, rompiendo las ataduras del pecado y abriéndonos de nuevo las puertas del Cielo.
Durante siglos de teología católica, Amor de Dios y realidad del pecado convivieron con plenitud de sentido de ambos términos. Si nuestra naturaleza herida nos exponía al pecado, la conversión a Dios, mediante el arrepentimiento, nos ofrecía la posibilidad de devolvernos la gracia, es decir, la participación en la vida divina en nuestras almas. Tantas veces como cayéramos, tantas veces como Dios nos perdona si nos arrepentimos, porque Dios no lleva cuenta de nuestros pecados.
Se ha dicho que el gran triunfo del diablo en nuestro tiempo ha sido hacernos creer que no existe. Conseguido esto, la desaparición del sentido del pecado era el corolario inevitable. Esa parece ser la fase característica del tiempo que vivimos.
Varias causas parecen conducir a esta pérdida del sentido del pecado que apreciamos a nuestro alrededor.
Recuerdo que en el postconcilio del Vaticano II, empezó a hablarse de “la opción fundamental”. Más que preocuparnos un pecado o los pecados concretos cometidos, lo importante era la apuesta principal, “la opción fundamental” hecha en nuestra vida: por Dios o al margen de Dios. Los pecados, a los que ningún hombre puede sustraerse, no serían más que una muestra de la debilidad de nuestra naturaleza, que no tendrían capacidad para nublar esa opción fundamental determinante de nuestra salvación.
De este planteamiento se derivó una cierta minimización de la trascendencia de los pecados, que en muchas homilías desde entonces empezaron a llamados “fallos”, “debilidades”, “errores” o expresiones similares, suavizantes todas ellas de la idea de “ofensas a Dios”, que era como se habían considerado siempre los pecados en la ascética católica (y como se llaman en la oración del Padre Nuestro y en el Catecismo).
Naturalmente la desaparición de los confesionarios de las iglesias y la caída en picado del número de confesiones no pudo ser más que la consecuencia de dichos planteamientos.
También ha influido en la trivialización del pecado una cierta protestantización del catolicismo en lo relativo a la llamada doctrina de la justificación.
En la teología católica, la plena eficacia de la obra redentora de Cristo, y la liberación de nuestros pecados, exige una adhesión por nuestra parte en forma de conversión del corazón a Dios. Arrepentimiento y propósito de la enmienda son todavía hoy las dos de las condiciones que requiere el sacramento de la penitencia para su validez, es decir, para el perdón efectivo de nuestros pecados.
Para Lutero, por el contrario, la Fe basta, y nuestras obras son irrelevantes a los efectos de nuestra salvación. Por la sangre de Cristo todos los hombres hemos sido salvados, sin que nuestras acciones jueguen ningún papel. Los pecados que podamos cometer quedan tapados por el sacrificio del Calvario como por un manto que los ocultara a la mirada del Padre.
Según la concepción protestante, el hombre es incapaz de hacer acciones de mérito, puesto que el pecado original mató para siempre esta posibilidad. La naturaleza del hombre no quedó herida por el pecado de nuestros primeros padres, como afirma la Fe católica, sino corrompida e incapacitada de raíz para hacer el bien. De ahí la conocida expresión de Lutero Pecca fortiter, crede fortius (peca mucho, cree más).
El hombre no coopera en nada a su salvación, sostiene el protestantismo, sino que todo se resuelve por la certeza subjetiva de haber sido justificado por la fe gracias a la imputación de los méritos de Cristo, independientemente de si se obra conforme a la voluntad de Dios o se incumple los mandamientos. Peca, es decir, ofende a Dios, puesto que no siéndote posible evitar el pecado, vale más que lo cometas abiertamente y te libres así de escrúpulos y de tentaciones, pero, a la vez, cree, es decir, confía en Él, espera en Él y vuélvete a Él. Basta con aceptar a Cristo como salvador y confiar en estar salvado para asegurar la salvación.
El Papa Francisco aludiendo al acuerdo católico-luterano de 1999 respecto a la justificación, declaró en una entrevista que “hoy en día, los protestantes y los católicos están de acuerdo en la doctrina de la justificación”. Probablemente sus palabras haya que entenderlas más como una afirmación de buena voluntad ecuménica que como una sentencia magisterial.
Porque, efectivamente, se esfuman las fronteras del catolicismo y el protestantismo cuando desaparece la conciencia de pecado o cuando ya nadie tiene esa preocupación o incluso aquella angustia que tenía Lutero con el infierno. E incluso se produce también un acercamiento a los ateos, puesto que la conclusión final es que, en los aspectos prácticos, podemos vivir despreocupados por el juicio que nuestra conducta merezca de Dios.
La anterior deformación de la doctrina de la justificación, ha venido a ser reforzada -y este es el tercer elemento- por la interpretación equívoca o equivocada que algunos quieren hacer del amor de Dios.
Que Dios es Amor es el núcleo de la revelación neotestamentaria y una verdad central y consoladora de nuestra Fe, en la que han insistido San Juan Pablo II instituyendo la fiesta de la Divina Misericordia, y las encíclicas Dives in misericordia, del propio Juan Pablo II, y Deus caritas est, de Benedicto XVI.
El amor misericordioso de Dios, que no nos niega nunca su perdón por muy abajo que hayamos caído, es, además, ante la moderna secularización, un elemento clave en la Nueva Evangelización de una sociedad dominada por el pecado y que ha vuelto la espalda a Dios. El corazón misericordioso de Dios nos acoge siempre y perdona nuestros pecados, por graves que hayan sido. Por tanto, todos podemos volver a Él confiando que nos recibirá con los brazos abiertos, como el padre de la parábola del hijo pródigo -que más podríamos propiamente llamar la parábola del amor misericordioso de Dios.
Sin embargo, en una cierta interpretación muy del gusto de la mentalidad actual -caracterizada por el relativismo moral y la reivindicación de la autonomía personal-, el amor, incluso la caridad, se traducen hoy por tolerancia, aprobación, inclusividad, aceptación, rechazo de la confrontación y respeto a todas las posturas, abstención de todo juicio de valor… y son estos los atributos que pretendemos proyectar al mismo Dios cuando decimos que Dios es amor.
En realidad, que Dios es Amor significa que Él vive en sí mismo la plenitud de la comunión como Trinidad, y rebosa este amor sobre sus criaturas. Dios se ama como sumo bien y bondad, y por razón de la difusividad del bien, ama el bien suyo que hay en cada criatura. Por eso Dios busca siempre el bien de todas sus criaturas y no puede amar en ellas más que el bien, la bondad, la verdad y la belleza que él les ha comunicado o les está comunicando.
El amor de Dios es inseparable del Bien, de la Verdad y de la Belleza que son sus atributos. La mentira, el pecado, el mal, son como una pantalla que impide que el amor de Dios se derrame sobre nosotros, que obstaculiza que su amor se nos comunique. No porque Dios deje de amarnos, sino porque nosotros nos parapetamos debajo de nuestro pecado frustrando el amor que Dios nos regala, impidiendo que nos alcance. Es el arrepentimiento y la conversión del corazón a su gracia la que nos devuelve esa posibilidad. Por eso, sin arrepentimiento no puede haber perdón ni redención de nuestro pecado. Dios ama al pecador, pero el pecado obstruye la manifestación de su amor, por eso pide nuestra conversión. Como señala el Catecismo, “la conversión exige el reconocimiento del pecado, y éste, siendo una verificación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor”. [i]
Al papa Francisco, según comentó recientemente con periodistas, le gusta pensar que el infierno estuviera vacío. Es un deseo piadoso y confortante. Pero bien visto, tal posibilidad sería o bien la negación de la existencia del mal en el mundo -realidad a todas luces evidente-, o la consideración de que el amor de Dios lo cubre todo, a la manera que pensaba Lutero, y que nada importarían los crímenes, los abusos, los atropellos o las injusticias.
Porque un Amor que fuera un pagalotodo y un perdonalotodo, sin vinculación con la verdad, la belleza y el bien en los que resplandece la vida trinitaria, sería el de un Dios en contradicción consigo mismo.
El pecado es un acto personal, pero como también señala el Catecismo – ¡cuánto necesitaríamos conocerlo más! – “nosotros tenemos una responsabilidad en los pecados cometidos por otros cuando cooperamos a ellos:
-participando directa y voluntariamente;
-ordenándolos, aconsejándolos, alabándolos o aprobándolos;
-no revelándolos o no impidiéndolos cuando se tiene obligación de hacerlo;
-protegiendo a los que hacen el mal”. (Catecismo, punto 1868)
Pienso en tantos padres cristianos que, con tal de no disgustarse con sus hijos, o por temor a perderlos, han aceptado -primero a regañadientes, y luego con naturalidad- tantas y tantas conductas contrarias a su propia moral: los anticonceptivos, la vida en pareja sin matrimonio, la fecundación in vitro o los vientres de alquiler, el aborto, las uniones homosexuales, el transexualismo, el matrimonio de los divorciados… o el consumo de drogas, las faltas de honestidad profesional en aspectos económicos, el incumplimiento de las obligaciones de la justicia social, el consumismo exacerbado, la evasión fiscal…
Lo hacen, aducen, por amor, porque desean la felicidad de sus hijos, porque quieren sobre todo que sus hijos sean felices. Lo que lleva a pensar que, en el fondo, ven en la moral cristiana un lastre que impide esa felicidad, que nos amarga la existencia. Lo que en buena lógica debería llevarlos a concluir -aunque por supuesto no lo hagan- que la moral cristiana es en realidad una inmoralidad, porque la moral, en su acepción original, es el arte de vivir bien, o sea, de vivir como es propio de un hombre, como le corresponde para su plenitud como ser humano. Y si la moral predicada por la Iglesia -y recibida a través de la Revelación- no nos permite vivir bien, es que en realidad es inmoral.
Llevada la postura anterior a sus últimas consecuencias, debería llevar a exigir por su parte a la Iglesia que cambie sus preceptos morales en todas esas materias para que dejen de ser un obstáculo a la felicidad de los hombres. De hecho, esta es la actitud explícita o larvada de muchos católicos en la actualidad, si juzgamos por las propuestas sinodales de algunas iglesias locales, tales como la alemana.
El caso es que por la aceptación de las situaciones de hecho como las descritas, y un amor así entendido, muchos católicos -muchos padres de familia y educadores, principalmente- han acabado borrando las fronteras del bien y del mal y sofocando su capacidad de discernimiento moral. No se han sentido capaces de amar al pecador aborreciendo al pecado, y uno y otro se han convertido finalmente en una amalgama inseparable en la que ambos han acabado abrazados, y en el que el interés pasa a ser ahora que socialmente se acepte también lo que ellos ya han aceptado.
El amor, como móvil -de unos padres a sus hijos, como ejemplo-, se convierte así, paradójicamente, en el mecanismo o vehículo de propagación del mal.
Pero, dado que esto resulta una proposición imposible -puesto que Dios es Amor-, solo caben dos alternativas: o estamos llamando amor a algo que en realidad no lo es -o no es por lo menos el amor al que nos referimos cuando decimos que Dios es Amor-, o estamos llamando mal a algo que deberíamos no considerarlo así: el aborto, el amor libre, las uniones homosexuales etc.
Una vez superados por parte de muchos católicos, de esta manera y por vía de los hechos, el montón de preceptos que conformaban la moral, lo único que queda es la valoración según la buena intención en el obrar. Si se tiene buena intención, ya basta. Luego cada uno puede hacer y opinar lo que quiera, siempre que deje a su vecino hacer otro tanto.
El Catecismo señala con precisión los efectos de todo ello: “Así el pecado convierte a los hombres en cómplices unos de otros, hace reinar entre ellos la concupiscencia, la violencia y la injusticia. Los pecados provocan situaciones sociales e institucionales contrarias a la bondad divina. Las “estructuras de pecado” son expresión y efecto de los pecados personales”. Inducen a sus víctimas a cometer a su vez el mal. En un sentido analógico constituyen un pecado social.”
Como la experiencia demuestra, se empieza pasando por alto el pecado porque lo que cuenta es la buena intención; luego se considera normal el pecado convertido en ambiente habitual; luego se legaliza el pecado, porque la ley debe reconocer lo que existe en la realidad; y, finalmente, se obliga a que todos acepten el pecado, persiguiendo a los que todavía lo consideran tal, porque pretenden aguarnos la fiesta.
Muchas veces he pensado que este es el modo de extensión del mal en nuestro tiempo, y el motor del declive de la práctica religiosa en lo que hasta ahora eran sociedades cristianas, hoy en día inmersas en ese pecado social.
Por eso es necesario reflexionar sobre en qué consiste el amor, para distinguirlo de sus sucedáneos, y dejar claro que el verdadero amor no puede separarse de la verdad y del bien, que son los fines para los que ha sido creado el hombre.
En el auténtico amor, se quiere primero siempre el bien del otro; mientras que los amores sentimentales o pasionales, son amores posesivos, donde se quiere al otro porque es un bien para uno mismo; con lo que, al final, pueden ser manifestaciones de egoísmo.
Por eso el verdadero amor no puede ser una excusa para dejar de combatir el mal, para aceptarlo todo, para rehuir la confrontación o el rechazo cuando la ocasión lo requiere, para dejar de llamar a las cosas por su nombre.
Benedicto XVI decía que el problema de nuestro tiempo, más que la pérdida del sentido del pecado, era la pérdida del temor de Dios.
El temor de Dios, séptimo de los dones del Espíritu Santo, no se trata de un miedo, ni distancia, sino del humilde reconocimiento de la infinita grandeza del Creador. Es temor a ofender a Dios, reconociendo la propia debilidad. Sobre todo: temor filial, que es el amor a Dios. El alma se preocupa de no disgustarlo, de permanecer y de crecer en la caridad, es decir, en su Amor.[ii]
Hoy hemos convertido al pecado en un tropiezo sin mayor importancia y a Dios en un abuelito bonachón y engatusable.
Pérdida del sentido del pecado o pérdida del temor de Dios.
Puede que lo uno y lo otro, sean realmente lo mismo.