Y, después del virus…
por Gonzalo García Yangüela.
Y después del parón, de la alarma y del virus, habrá que seguir… ¿o que volver a empezar? Durante la crisis tengo incluso más ganas de las habituales de estrellar el móvil contra la pared, de desinstalar whatsapp, de salirme de redes. Teorías de la conspiración, análisis profundísimos de la secuencia genética del virus elaboradas por cualquiera, planes ocultos de control social, aterradoras noticias confirmadas de buena tinta por un amigo que lo sabe bien… Ni me creo ni descarto nada. ¿Acaso necesitaban un virus para mentir, para tergiversar y para controlarnos? ¿Acaso no sabíamos de la incapacidad de la partitocracia para atender problemas reales? ¿Acaso no sabemos que hace ya bastantes décadas que no hay en España un solo gobernante que piense en el bien común y que no atienda a órdenes lejanas?
¿Cuál es el origen del virus? ¿Sabe a sopa de murciélago o a tubo de ensayo? ¿Era necesario este nivel de confinamiento? ¿Es, por el contrario, insuficiente? ¿Pueden compararse las cifras con las de una gripe? ¿Acaso alguien ha visto necesidad de levantar hospitales de campaña con las gripes estacionales de los últimos años? O la misma pero al contrario, ¿cuántos hospitales de campaña necesitaríamos para convencernos de que no vale la comparación con la gripe estacional? Son preguntas que podemos hacernos, y que habrá que analizar despacio. Pero no son las más importantes, aunque sólo sea porque se refieren a lo que ya poco remedio tiene.
Hay otras. Como por ejemplo ¿qué conclusión sacamos de no tener capacidad de fabricar casi nada y sólo depender de que otros nos vendan lo suyo? ¿Quién se beneficia de aquel rediseño total de nuestra economía realizado por los padres de la «transición», desmontando cuidadosamente todo el sector primario y secundario y fiándolo todo al terciario, que siempre va a depender de que otros tengan dinero de sobra para gastarse en nuestros servicios? ¿Podemos seguir confiando en el modelo liberal de crecimiento continuo y eterno como condición sine qua non para mantener empleos cada vez más precarios? ¿Puede ponerse precio en vidas, como se ha hecho en varios países, al sistema económico establecido? ¿Entramos en el juego de las estadísticas, convirtiendo las cifras de muertos en eso, una estadística, una clasificación, ocultando así las miles de historias personales, las miles de familias golpeadas, las miles de agonías y muertes en soledad, sin el amparo de la mano del hijo y sin el consuelo y preparación de los sacramentos? ¿Nos tranquilizaba, al principio, pensar que esto era «cosa de viejos», consolándonos con que los niños que se sobrepusieron a la guerra y a la posguerra, que trabajaron duro y unidos para levantar el país sin preocuparse de las estupideces caprichosas de nuestra generación, sino de tirar p’alante, serían los que sufrirían las consecuencias y, total, ya estaban «amortizados»?
Y me preocupan mucho las preguntas que nos podamos –que nos debemos- hacer sobre el futuro, sobre el que sí tenemos algo –mucho, muchísimo- que decir. Un futuro que deberíamos empezar a preparar.
Porque el día en que salgamos de casa debemos tener claro que no va a ser para volver a nuestra rutina anterior. A estas alturas confío en que todos lo entiendan, y se vayan haciendo la composición de lugar de lo que nos encontraremos ahí fuera, más allá del balcón y del supermercado que es el horizonte que nos imponen como necesario. ¿Necesario para frenar la expansión o para dejarles que surja efecto su plan? ¿O para las dos cosas?
Encontraremos un tejido humano dañado, muy dañado. Por los difuntos podremos rezar, llorarles, celebrar los funerales que hoy no nos dejan… Por supuesto eso es lo más importante, aunque la lógica calvinista propia de liberales y revolucionarios, de holandeses, homodemocráticus y podemitas por igual, celebre la «limpia de viejos» que se haya producido. Mientras los malnacidos evaluarán costes y ahorros en pensiones suprimidas, la gente de bien llorará y rezará por los que no lo hayan superado.
Pero también encontraremos un tejido social devastado. Una legión de autónomos y pequeñas empresas que habrán perdido no sólo lo que tenían, sino la capacidad de reinicio. Muchas familias llamarán a sus trabajos para pedir instrucciones para la reincorporación y nadie les cogerá el teléfono. Quedará entonces tirar de las latas de fabada, los rollos de papel higiénico acumulados durante el encierro y los pocos ahorros que hayan resistido al mismo. Y esta otra «limpia», me temo, sí que será profundamente celebrada –seguramente con disimulo, pero celebrada- por los que usted –si es un poco perspicaz- y yo sabemos.
Ante esa devastación se nos ofrecerán dos opciones principales. Aparentemente opuestas, pero en la práctica –como suele ocurrir con las dos patas, izquierda y derecha, de la revolución- convergentes. Por un lado tendremos a los buitres del gran capital, los mismos que celebraron el batacazo bursátil del principio de la alarma para rapiñar a precio de saldo y hacerse –aún más- con el control de muchas empresas que seguimos llamando españolas. Los que capean cualquier crisis deshaciéndose del peso muerto de los trabajadores no imprescindibles en determinados momentos a cambio de aprovechar el miedo de los que mantienen haciéndoles aceptar condiciones cada vez más míseras. Ellos se presentarán ante una gran masa de arruinados, se volverán a vestir de salvadores y nos ofrecerán ¡oh, generosidad y filantropía! hacernos un hueco en sus filas, imponiéndonos el sacrificio necesario –como siempre, por nuestro bien y sin más remedio- para salir de esta cobrando sueldos aún menores y encadenándonos, aún más, a la deuda que les alimenta.
Surgirán también otros elementos, igualmente disfrazados de salvadores aunque con tonalidades algo distintas en sus máscaras. Y denunciarán –con parte de razón- la miseria moral de los primeros. Pero lo harán sólo para poder vendernos su mercancía, también presentada como salvación, también averiada. Nos ofrecerán un sustento mísero, pero menos es nada. Nos ofrecerán cuidar de nosotros para siempre, a cambio de que abandonemos cualquier iniciativa propia. Y ¿cómo podrán darnos ese sustento y ese cuidado? Mediante la exacción absoluta de cualquier medio que haya sobrevivido a la crisis y que podría servir para esa vuelta a empezar.
El escenario final de ambos casos será el mismo. El vencedor de ambos casos es el mismo. El gran capital siempre gana. Sea convirtiéndonos en esclavos que comen de su mano, sea manejando la inmensa y ficticia deuda que convierte en esclavos a los estados en otro tiempo soberanos.
Si queremos evitar la esclavitud, a manos de uno u otro tirano, todo pasa por pararse y recapacitar. Y sacar conclusiones de lo vivido. Que nada vuelva a ser igual será duro, pero no necesariamente malo. No habrá recetas fáciles, ojo. Y la tentación de aceptar la esclavitud revestida de compasión será grande. Pero de todos depende levantar algo mejor de lo que teníamos, o contentarnos con poder elegir el color del banco y el remo al que nos aten.
Para ello habrá que ser radical. Todo lo bueno necesita radicalidad. Lo contrario de radicalidad no es mesura sino superficialidad. Eso pasa por nuestra actitud ante el futuro, por nuestra actuación personal, pero también por vigilar y defendernos de quien venga a imponernos su tiranía. En este sentido, deberemos prestar atención a los discursos buenistas. Los del globalismo y los del estatismo. Mantener la guardia alta y la defensa rápida y contundente. Y en nuestro hacer individual, recuperar las viejas recetas, aquellas que siempre funcionaron, que permitieron la vida apacible de nuestros mayores hasta que fue siendo progresivamente arrinconada por los vendedores de crecepelo del crecimiento continuo, de las bondades de la deuda y de la necesidad de transformar la economía real en redes de terracitas y hoteles con todo incluido. De aquellos que vendieron como emancipación y liberación la desaparición de la familia y la desaparición de los horizontes humanos y espirituales, sustituidos por los materiales y profesionales.
Esto nos obligará fundamentalmente en dos aspectos de nuestra vida. Como trabajadores/productores, para orientarnos en levantar una economía real, destinada a procurarnos de bienes y abastecimiento, sustentada en lo tangible y no en deudas y especulaciones. Evidentemente esto es difícil, porque no basta con querer dedicarse a algo sino que hay que poder hacerlo, tener los medios. Pero quien tenga la capacidad debería pensar en aceptar los desafíos y riesgos de esa aventura. Será difícil, porque ya se encargaron de aniquilar las iniciativas de inversión y préstamo justo y productivo sustituyéndolas por entidades usureras. El otro aspecto en el que nos obliga es en el de vecino/consumidor. Muy probablemente el común de nosotros no podrá elegir a qué dedicarse, pero sí podrá –y deberá, que aquí está la cuestión- volcarse con el que sí pueda y lo haga. Decía John Senior en sus instrucciones para la restauración de la cultura cristiana que es hipócrita anhelar un modo de vida más pausado, con pequeñas tiendas y profesionales articulando la economía de nuestros pueblos y llenando de vida nuestras calles si eso lo concebimos como un escenario pero a la hora de la compra cogemos el coche y nos vamos al centro comercial. Pues eso. Habrá quien pueda intentar empezar de nuevo a pequeña escala. Si no le apoyamos, estaremos colaborando con su ruina. Y eso pasa por abandonar totalmente toda nuestra rutina anterior. Esa que nos vendía como normal encadenarnos a una deuda perpetua a cambio de que desde veinteañeros estuviésemos acostumbrado a pasar fines de semana en los confines del continente. Que era no ya normal sino conveniente acaparar bienes inútiles por modas. Que nos llevaba a aceptar que los bienes duran poco tiempo y cuando no funcione o no nos guste algo, se tira y se compra otro, más al día. O que lo importante de la vida es que las palabras no acaben en o sino en @ o x. Que nuestras apetencias son derechos y que nada hay inmutable. Que la única verdad es el progreso infinito, que -parafraseando a Chesterton– el jueves siempre será mejor que el miércoles, simplemente porque va después.
Hasta ahora, la economía liberal os ha acostumbrado a vivir no ya al día, sino por adelantado. Nos hemos acostumbrado a consumir productos absolutamente accesorios y superfluos que nos han vendido como «nuevas necesidades» metiéndonos para ello en una espiral de deuda y de economía ficción sin respaldo alguno de riqueza real. Y es precisamente por eso por lo que nos vamos a ver con la capacidad de reacción absolutamente bajo mínimos. Porque no vamos a tener un respaldo de economía real. La economía moderna son celdas de una hoja de cálculo. Y si alguien corta el número de esa celda para trasladarlo a otro lado o simplemente borrarlo, no tenemos de dónde arrancar.
Rompamos ese modelo. De manera radical. Muchos hemos soñado alguna vez con cambiar de vida, salirnos del carril. Tantas veces no nos hemos atrevido a romper con el modelo, acomodados en lo que teníamos… Ahora, me temo, será poco lo que tengamos que perder. Apretemos puños y aceptemos el envite. Volvamos la mirada a las cosas de verdad. Volvamos a trabajar con las manos, y no sólo con la punta de los dedos. Recuperemos los oficios, y usemos tanto título inútil para lo único que pueden valer, que es envolver el bocadillo. Volvamos a convivir con nuestros vecinos. Volvamos a comprar lo que se produce cerca y de forma natural. Valoremos lo que tenemos y aprendamos a cuidarlo. hagamos nuestras las inquietudes de nuestro prójimo para así buscar juntos el bien común, fin principalísimo de toda estructura social natural y justa, que la lógica liberal de raíz protestante ha sustituido por eso que llaman interés general. Convirtamos nuestra familia en un castillo que defender a toda costa. Volvamos, en suma, a la vida que nos construyó como civilización. A la ECONOMÍA real, que según el diccionario significa «administración eficaz y razonable de los bienes», no especulación, ni acaparación, ni financiación de caprichos absurdos. La economía orientada a su fin natural y moral, que no es otro que la satisfacción de las necesidades y los bienes de las personas, y no la acumulación de riqueza por unos pocas manos -sean manos privadas o estatales- ni saldar cuadros macroeconómicos de los que presumir entre oligarcas mientras las familias están privadas de su sustento y el acceso a la propiedad. El fin de la riqueza no es crecer, sino repartirse bien.
No proponemos nada nuevo. Sólo la doctrina social que la Tradición y la Santa Madre Iglesia propone. Ni más, ni menos. La propuesta económica tradicionalista, que Vázquez de Mella enunciaba así: «La riqueza es un medio, no un fin. No importa producir mucho sino distribuir bien lo producido. Por eso la producción fue el asunto preferente de las cavilaciones de los economistas liberales, que desdeñaron como accidental y secundaria precisamente la cuestión más grave y trascendental: La distribución de la riqueza» o también «La Economía liberal había dicho que el principal problema era el de la producción de la riqueza, y la Economía católica contesta: No; el principal problema no consiste en producir mucho, sino en repartirlo bien, y por eso la producción es un medio y la repartición equitativa un fin, y es invertir el orden subordinar el fin al medio, en vez del medio al fin». Nadie va a darnos clases de justicia social a los tradicionalistas.
Ojo, será fuerte el empuje del enemigo, que no se dejará arrebatar esta ocasión soñada de terminar de imponer su régimen. Pero no perdamos de vista la alternativa. Unos la llamarán ajustes del mercado. Otros la llamarán inserción básica. Yo la llamo esclavitud. Para nosotros y para nuestros hijos. Ese ha sido el plan desde hace décadas y eso es lo que quieren aprovechar para imponer.
Las armas del enemigo son potentes. Sus batallones mediáticos que nos machaquen sobre cómo debemos vivir, ni sus canales de apaciguamiento que provean el soma –en forma de porno, de series, de cutrevisión- que mantenga dormida a la masa. Sus propuestas mundialistas revestidas de filantropía multicultural. Sus estructuras estatales y supraestatales, las más totalitarias que jamás existieron. Las usarán todas. Y a cada ataque deberemos responder. Sin asustarnos de su potencia.
Nuestras armas, en cambio, son la familia, la vecindad, el contacto humano, la capacidad de entrega y sacrificio, la austeridad… y por supuesto la oración y la confianza ciega en la Divina Providencia. Tenemos algo que el enemigo no sólo no tiene sino que sabe que nunca tendrá: Sabemos que la victoria final, la que de verdad importa, es nuestra. Entonces ¿qué hemos de temer?
2 comentarios en “Y, después del virus…”
José Miguel López Carmona
Olé!
Por un momento me arrepiento de no estar en «redes sociales» y no para compartir este artículo con mis amigos y conocidos.
Qué lástima no tener a mano a unos cuantos cientos o miles de personas como tú, con la convicción y el arrojo de hacer una vida como Dios manda, señorito Prim.
De todas formas, ni Senior, ni Chesterton, ni Dreher, ni Schumacher, ni otros tantos hacen falta para saber que la última Palabra ya se ha dicho. El que viva haciéndola suya, no necesita más. La receta de esa «vida plena» que todos buscamos, es de una sencillez extrema y, por tanto, alejada de la realidad actual que busca el éxito y la sofisticación , el adorno y el tener material: negarse a uno mismo (si no, cómo hacer lo que Dios quiere), amar y hacerlo sin medida, darse y dar hasta de lo necesario, servir y no ser servido.
Para ello es necesario que Cristo reine en mi vida y en la de quienes me rodean -si nuestras «normas de convivencia» transgreden la ley natural, hay que anular su vigencia. No hay otra.
Ánimo y, al toro!!!
Gonzalo García Yangüela
Gracias José Miguel.
A falta de redes sociales puedes leerlo a voces por el balcón durante el arresto. A ver… Peores cosas estamos viendo…
?